Mauro Armiño (Cereceda, Burgos, 1944) es uno de esos hombres de letras capaces de desplegar a la vez unos modales cálidos y unos argumentos contundentes. Escritor, traductor y crítico teatral, en su trayectoria figuran importantes reconocimientos, como el Premio Nacional de Traducción –concedido en tres ocasiones a su labor– y el Premio Max de Teatro. Ha traducido a los autores más representativos de las letras galas: Moliére, Balzac, Rimbaud, Rousseau, Voltaire… Recientemente, ha publicado una nueva traducción de A la busca del tiempo perdido (Por la parte de Swann, I y A la sombra de las muchachas en flor, II), la obra maestra de Marcel Proust, quien demolió en esa cumbre literaria el arte de narrar, inventándolo de nuevo.
–El fallecido Javier Marías dedicó su último artículo a la traducción bajo el título ‘El más verdadero amor al arte’, lamentando las duras condiciones de una labor a la que también se dedicó. ¿Se puede vivir en España de la traducción literaria?
–A duras penas. Primero, no hay un trabajo continuado. Segundo, si lo hay, los precios son los mismos –salvo en una o dos editoriales, que yo conozca– que hace veinte años cuando, al pasar de la peseta al euro, se mejoraron un poco las tarifas. Para que se haga una idea, hoy, por lo general, se está pagando por una traducción lo mismo que en el año 2000.
–Pese a esas condiciones, ¿el nivel de la traducción es bueno?
–En España hay traductores muy buenos, que trabajan de forma seria, buscando, encontrando, dándole vueltas a las frases para no quedarse con la primera versión que sale… Le diría que mejor, incluso, que en Francia, donde algunas editoriales de prestigio –La Pléiade, por ejemplo– están tirando en la actualidad de traducciones de los años treinta, sobre todo para obras literarias inglesas.
–¿Es el oficio de traductor el más ingrato en el mundo del libro?
–De la parte, digamos, artística, sí. Entre el autor y el traductor no hay color, aunque se hayan producido pequeñas mejorías en las últimas tres, cuatro, cinco décadas… Por ejemplo, es obligatorio poner el nombre del traductor en la portada.
–En alguna ocasión, el traductor Miguel Sáenz reconoció que le pagaban seis veces más por traducir unas actas de Derecho que por un libro de Günter Grass.
–Suele ocurrir. En mi caso, he tenido encargos, por ejemplo, del Museo del Prado bien remunerados, pero son casos aislados, uno al año quizás, cuando los traductores tenemos la necesidad de comer los trescientos sesenta y cinco días.
–En el Libro blanco de la traducción editorial en España, publicado en 2010, se alertaba del “escaso respeto a la propiedad intelectual en general y a la condición de autor del traductor de libros en particular”. ¿Persiste hoy esa situación?
–Va a peor. Está reconocido por la ley que el traductor es autor de su trabajo y, por lo tanto, tenemos los mismos derechos legales. Algunos editores, sin embargo, se lo saltan a la torera, de tal modo que se ha dado el caso de que mis traducciones han pasado de un sello a otro sin que hayan tenido en cuenta mis derechos. Ahora ocurre también que, cuando menos te lo esperas, puedes encontrarte tu trabajo colgado en la Red a los cuatro días de salir publicado. Es cierto que esta práctica se persigue, pero sin mucho éxito porque, al poco tiempo, te lo encuentras en otro portal, con un nuevo nombre y sin saber dónde está, si en Argentina o en Camboya.
–Ha ganado en tres ocasiones el Premio Nacional de Traducción: en 1971 –entonces, denominado premio Fray Luis de León–, en 1979 y en 2010. ¿Sirven de algo estos reconocimientos?
–No. Ningún editor te llama al día siguiente para decirte que le gustaría que le tradujera tal o cual cosa. Se alegran, por supuesto, los editores con los que trabajas de forma habitual, aunque ninguna dice que va a subirte el sueldo…
–Observo que, entre sus reconocimientos, tiene un galardón singular para un traductor: un Max de Teatro, en 2003.
–He traducido todas las obras para Josep Maria Flotats desde 2000. Por una de ellas, París 1940 de Louis Jouvet, que se reestrenó en el Teatro Español de Madrid en noviembre del pasado año, recibí ese premio. Por lo general, los traductores no tienen contacto con el mundo teatral, pero yo no he tenido más remedio: me dediqué a la crítica teatral durante dieciocho años.
–¿Cómo valora que la crítica sea un género periodístico en extinción?
–Sólo los críticos de cine mantienen su espacio en los periódicos de tirada nacional. La crítica teatral se ha diluido. Ahora, además, se hacen previos, es decir, el crítico entrevista al autor o a los intérpretes días antes del estreno y, después, hacen la crítica. Esa práctica refleja una falta de ética clarísima porque, claro, si te vas a almorzar o tomar un café con ellos, cómo vas a machacarlos al día siguiente si la obra es malísima.
–A su juicio, ¿existe mucha diferencia entre traducir prosa o poesía?
–Es abismal. Hasta el punto de que, a lo largo de mi trayectoria, he procurado traducir poesía lo menos posible porque no suelo estar satisfecho con el resultado final. Si hablamos de poesía clásica, únicamente lo he hecho con una antología francesa, pero procuré, en ese caso, hacerme con viejas traducciones buenas, de las de antes, a cargo de gente que conocía el ritmo, la medida… La poesía actual es más fácil: no estás obligado a la rima ni a la medida. Sólo he abordado en serio la obra completa de Rimbaud, desde sus ejercicios escolares en latín hasta sus poemas finales, incluido todo el epistolario que se conserva. No estoy descontento porque es un autor que facilita más las cosas que, por ejemplo, Baudelaire. He traducido algún poemita, pero meterse en Las flores del mal es otro asunto. El resultado puede ser, a mi juicio, sonrojante.
–¿Rimbaud facilita el trabajo al traductor?
–Prácticamente, Rimbaud sólo publicó una plaquette, Una temporada en el infierno. Todo lo demás apareció con poco cuidado en periódicos y revistas de la época y, por supuesto, las Iluminaciones, unos inéditos que dejó y que, hasta cierto punto, pudieron ser manipulados. El gran reto de aquella traducción era la puntuación. Como Rimbaud no puntuaba o lo hacía dónde le daba la gana, se trataba de hallar qué puntuación tenía más sentido porque una coma puede desbaratar el sentido de una frase. Fue fundamental trabajar con la fotocopia de los originales; lo vi todo más claro.
–¿La traducción obliga a convertirse casi de forma acelerada en experto en un autor, una obra y una corriente o etapa literaria?
–Si te ocupas, como es mi caso, de traducir clásicos, tienes que conocer al autor, la época y, por supuesto, las referencias. Soy de los que creen que el lector no puede prescindir de aquella información que tú conoces y que da sentido al texto. Si te encuentras en una página que Clodoveo perseguía a los esclavos con ramas de olivo, tengo qué saber quién era y por qué perseguía a los esclavos… Si no logro explicarlo, el lector se puede saltar tranquilamente la página porque no va a entender nada.
–Acaba de publicar una nueva traducción de A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust, labor que ya acometió entre 2001 y 2005. ¿Qué ha cambiado en este tiempo?
–En estos veinte años se ha amontonado la locura de los investigadores franceses, que han publicado estudios y más estudios sobre Proust y su obra. Esas interpretaciones permiten ahora abordar el texto de A la busca del tiempo perdido de forma más consciente, cambiando su visión y su contexto. También me ha permitido revisar la traducción a fondo, letra a letra, palabra a palabra, y retocar las notas que, entonces, fueron quizás excesivas, demasiado académicas.
–Sorprende que en ambos casos su trabajo sobre esta obra maestra de la literatura universal haya interesado a dos editoriales independientes, Valdemar (2001-2005) y El Paseo (2022), y no a los grandes sellos. ¿Por qué?
–Cuando terminaron los derechos de Marcel Proust a los ochenta años de su muerte, todos sabíamos que había que abordar su traducción porque sólo existía una, que se había quedado antigua, por decirlo de alguna manera. Recuerdo que entonces se lo ofrecí a dos o tres editoriales grandes, pero éstas se rigen por la rentabilidad inmediata. Si tienes que cumplir unos resultados a 31 de diciembre, está claro que no es un buen negocio. Sus resultados no llegan en un año, sino en un plazo más largo. Para Valdemar, estoy seguro, fue rentable y espero que lo sea ahora para El Paseo. No es un best-seller, pero sí una obra de fondo. Proust siempre está vivo.
– “De ningún otro escritor conocemos más que de Proust, pero ¿son datos lo que conocemos?”, afirma en el prólogo a su nueva traducción de A la busca...
–Los datos son, en realidad, pocos. Que nace en el seno de una familia acomodada, que va al Liceo con doce años y que marcha por unos meses voluntario al servicio militar en una población cercana a París… Todos esos hechos, junto al fallecimiento de su madre, que será un hecho capital en su vida. Además, sabemos que participa en dos hechos sociales o políticos: se opone a las leyes de separación Iglesia-Estado porque éstas suponían que las catedrales –que contenían, a su juicio, el alma de la historia de la vieja Francia– iban a ser desacralizadas e interviene a favor del capitán Alfred Dreyfus, condenado por espionaje en una sentencia claramente antisemita. Todo lo demás está en la novela y en su correspondencia. Todo lo demás es interior, la experiencia íntima del yo.
–A vueltas con el recurso de la memoria involuntaria, ese retorno a la infancia a través del sabor de una magdalena, usted señala a Leopoldo Alas Clarín entre los precursores.
–Se podría decir que el recurso de la memoria involuntaria estaba a punto de caer en la literatura. Clarín sirve de él en un relato titulado Cuesta abajo sin sacar las consecuencias de Proust, quien lo convierte en definitivo para toda lo novela. Para el autor de La Regenta sólo es un dato: los olores de unas ramas remiten a uno de los personajes al pasado. Es el mismo disparador de la memoria que la magdalena o, por decirlo de forma más exacta que las magdalenas de Proust porque en A la busca… existen varios motivos que activan esa vuelta al pasado; unas baldosas mal puestas o el tintineo de unos tenedores en la vajilla, por ejemplo.
–Para adentrarse en A la busca… recomienda sosiego, tiempo, tranquilidad.
–Todos los grandes escritores demandan una lectura sosegada, pero Proust te lo exige porque no pasa nada. No cuenta nada, no hay acción, no te empuja ese ánimo de llegar al final porque no lo hay: te manda al principio. Acaso es una boutade por mi parte decirlo, pero se trata de buscarse un sillón y una tarde, y empezar, seguir y meditar sobre lo que estás leyendo mejor que dejarte llevar sin más porque no te van a arrastrar los hechos que se amontonan, como le sucede a Baroja y Galdós. Aquí no tienes ningún premio por llegar hasta el final. Y ni siquiera puedas hablar de él con tus amigos porque la experiencia que te da A la busca… es puramente interior.
–Es partidario de que cada generación tenga su traducción de los clásicos. ¿Por qué?
Es casi obligatorio porque, en una generación –pongamos, cincuenta años–, el lenguaje ha cambiado. Hoy, por ejemplo, anda corriendo por ahí una traducción de Los Miserables de 1900 con una particularidad: ese texto ha sufrido una censura porque Víctor Hugo era una especie de progre al que se le limaron y se cortaron frases. Sigue editándose así porque no se habla de ello, importa poco. Si se fija, las ediciones de clásicos no aparecen, por lo general, en la prensa cultural. Me he cansado de traducir a Molière, todos sus títulos importantes están en Anaya, y nadie publicó nada.
–Deduzco por sus palabras que la traducción necesita más reconocimiento.
–No me refiero a la traducción, sino a los clásicos. Salvo que se trate de una recuperación muy sonada o una efeméride, no se presta atención a las grandes obras de la literatura.
–¿Cuánto hay de Mauro Armiño en sus traducciones?
–Procuro no poner nada de mi parte en mis trabajos. No me pagan para eso.