Lo mío con el escritor norteamericano Don de Lillo (Nueva York, 1936) es raro. Algunas de sus novelas me han fascinado y otras he sido incapaz de acabar de leerlas. La opinión más generalizada a su respecto es que se trata de un genio, pero a mí, sus novelas, las que me gustan, me gustan mucho y las que me aburren, me aburren mucho. Raro que es uno. Entre las primeras, hay dos que me proporcionaron grandes satisfacciones mientras las leía, Mao II (1991) y, sobre todo, Ruido de fondo (White noise, 1985), aunque también me interesó mucho, años después de éstas, Cosmópolis (2003), llevada al cine de manera impecable por David Cronenberg en 2012.
Ruido de fondo tenía la fama de ser inadaptable al cine: lo intentaron Barry Sonenfeld, en 2004, y Michael Almereyda, en 2016. Finalmente, ha sido Noah Baumbach (Nueva York, 1969) quien lo ha conseguido con la inesperada ayuda de Netflix, que ha invertido la friolera de más de cien millones de dólares en la película que acaba de colgar en su plataforma y que destaca entre la oferta general como una cucaracha en un plato de nata. Baumbach, especializado hasta ahora en un eficaz cine de corte intimista, ha escrito personalmente el guion y creo que ha salido muy bien librado de esa misión, dado que la novela es de esas que a un lector no muy profundo suelen llevarle a la conclusión de que no se le ha contado nada concreto (algo más fácil de conseguir con resultados brillantes en la literatura, como es el caso, que no en la pantalla, aunque el cineasta haya aprobado el examen con nota).
White noise ha obtenido lo que los anglosajones definen como mixed reviews, es decir, buenas y malas críticas. A mí me ha encantado porque, sin ser estrictamente fiel a la novela, sí lo es a su espíritu: Ruido de fondo es una historia sobre el malestar moral de Estados Unidos --y por extensión, de todo Occidente-- durante los años 80, con Ronald Reagan de presidente. Los protagonistas son un profesor de historia especializado en Hitler, Jack (Adam Driver en la película), su mujer, Babette (Greta Gerwig, actriz, directora y esposa del señor Baumbach) y su colega Murray (Don Cheadle, negro en el largometraje y judío en la novela), obcecado en crear una cátedra dedicada a Elvis Presley y concebida a imagen y semejanza de la de su compadre sobre el Führer.
Emociones fuertes
Con este punto de partida, seguido de una fuga de material tóxico a causa de un camión que choca con un tren, De Lillo fabricó una fábula sobre una sociedad despistada, perdida y carente de referentes útiles a nivel moral que conduce a sus habitantes a una callada desesperación que se manifiesta en un temor irracional a la muerte. Lo que funcionaba por escrito podría no haberlo hecho en la pantalla, pero Baumbach ha conseguido, no me pregunten cómo, salvar el espíritu de la novela sin trufarla de añadidos narrativos para hacerla más comprensible y más disfrutable por el público de Netflix. La película empieza con una extravagancia (las obsesiones de Jack y Murray por Hitler y Elvis), sigue con la extraña obsesión con la muerte de Babette (que llevará a un hilarante encuentro con un investigador científico totalmente chiflado llamado Arlo Shell, al que interpreta el descacharrante actor alemán Lars Eidinger, cuya aparición en la Irma Vep de Olivier Assayas aún recordamos algunos con intenso agrado), atraviesa una fuga de material peligroso y la subsecuente evacuación caótica, y termina, mientras desfilan los créditos (perdón por el spoiler) con los protagonistas y mucha más gente bailando en uno de los pocos espacios seguros que existen en el Occidente adinerado: un enorme supermercado.
No estamos, pues, ante una narración convencional. El espectador necesita compartir, hasta cierto punto, el enfoque moral de Baumbach (y de Don de Lillo) para extraer cierto placer de Ruido de fondo, una película (y una novela) que es imposible de explicar con cuatro palabras, pues no importa aquí tanto lo que se narra, sino lo que se intuye a partir de lo narrado (o insinuado, o sugerido): que pintan bastos en la sociedad occidental y que todos corremos el riesgo de acabar perdiendo la chaveta mientras perseguimos nuestras respectivas quimeras, que ni siquiera son capaces de hacernos olvidar que a todos nos espera el mismo final: la muerte, convertida aquí en un molesto ruido de fondo, en una especie de acufeno moral que nos buscará la ruina en cuanto nos descuidemos.
Tengo la impresión de que Netflix ha tirado a la basura más de cien millones de dólares al financiar White noise, pero la historia del cine está llena de esta clase de paradojas. Personalmente, me alegro mucho de que se haya rodado, pero algo me dice que el grueso de la audiencia va a considerar que esta película es más rara que un perro verde. Y, ciertamente, lo es. Pero ahí está su gracia para quien se la sepa ver, para quien acepte que una historia no siempre se compone de una exposición, un nudo y un desenlace. Amantes de las emociones fuertes conscientes del difuso malestar moral que reina en Occidente, ¡ésta es vuestra película!