Ya avisé tras salir de la exposición Sender: memoria bisiesta, instalada en la sede del Instituto Cervantes de Madrid: la muestra me había dejado con ganas de más, de mucho más Sender. Yo era un niño cuando mi madre me dio a leer El lugar de un hombre (1939) y creo que aquella lectura me marcó bastante, mucho más que Réquiem por un campesino español (1953), seguramente por los ecos existenciales de la primera. Luego, ya mayorcito, me centré en los reportajes de los años treinta, Casas viejas y Madrid-Moscú, es decir, el Sender más andariego y cabreado, el más partidario de que una revolución radical se llevara por delante y de un plumazo todas las caspas y costras y polvo que se acumulaban en aquella España violenta y decrépita.
Había demasiados libros en la muestra que yo no había leído: numerosas novelas, e incluso volúmenes de ensayos y memorias. Así que al volver a casa hice dos cosas, devorar Carolus Rex (1967) y comprarme la nueva edición de El verbo se hizo sexo.Teresa de Jesús (1931), que acaba de reeditar con cierto lujo pero con un prólogo no muy brillante la editorial Contraseña. Se trata de obras que dialogan y se reflejan como espejos, situado uno en los inicios de Sender como novelista, y otro en su período de madurez; situado uno en la España plural y triunfal de Carlos V, y el otro en el reino de sombras de Carlos II, donde ya no hay moriscos y ya todo el mundo piensa en la necesidad de que los franceses (es lo que se sugiere al final de la novela) remuevan un poco los fondos de la charca hispánica y traigan algo de animación y de aires nuevos a un país que se muere.
Contaba Juan Benet que Luis Martín Santos le decía siempre que todas las novelas han de tener una “Noche de Walpurgis” como en el Fausto de Goethe, a lo que Juan Benet respondía que aquello era una soberana tontería. Sin embargo, Carolus Rex cumple con esa ley por partida doble, puesto que el final concentra dos momentos de intensidad necrófila: el auto de fe protagonizado por un monarca ya muy “hechizado”, que dice y hace demasiadas cosas raras, y el exorcismo al que fue sometido en un intento de los notables por reanimar la mente del desdichado, o por lo menos conseguir que procreara arrojando algún tipo de luz sobre el destino de la nación. En esos compases, la novela empieza a parecerse a un relato de terror. Una originalidad del autor consiste en no ver desde el principio todos los caminos cerrados para esa monarquía: Sender concentra las monjas satánicas, las gotas de esperpento y el goyismo para la segunda mitad de la novela, y así consigue construir un relato ascendente en tensión. Efectivamente, tras las convulsiones continuas del reinado de Felipe IV (guerra con Francia en 1635, pérdida de Portugal y Cataluña en 1640), parecía que con Carlos II las cosas se serenaban un poco. Lo que no se sabía entonces que la esclerosis iba a comérselo todo en muy pocos años.
Alineado con la novela lírica
De las intrigas palaciegas y rituales ancestrales del principio vamos pasando al goticismo creciente y a la presencia cada vez más acusada de necrofilia y galopante irracionalidad.
En lugar de abandonarse al surrealismo, el trazo de Sender consigue mantenerse irónico y galdosiano: incluso cuando Carlos II, ante su esposa, la pobre joven María Luisa de Borbón, abre el ataúd de su padre, Felipe IV, para darle un beso al cadáver, el beso de despedida que no pudo darle al morir, con el objetivo de convertirse en un ser fértil, capaz de engendrar un príncipe. Luego son quemadas vivas unas pobres víctimas en la Plaza Mayor de Madrid y todo va viciándose a gran velocidad mientras el pobre rey demente empieza a envejecer.
Más que como un deficiente mental, Carlos II es retratado como un sensual untuoso, un obseso del sexo, que lejos de decir sandeces parece más bien que posea cierto don para la clarividencia, propia de locos y de espectros oraculares. No parece vivir este Carlos II en la megalomanía narcisista de otros reyes, sino en la conciencia de estar viviendo un tiempo para la muerte, encontrando allí el jugo espiritual que necesita una mente superficial y torcida.
Igualmente obsesionados por el sexo están algunos personajes de El verbo se hizo sexo, hasta el punto de que una chica intenta confesarle a un fraile que ha fornicado con su propio padre. Pero, ¡qué distinto el estilo de esta novela, mucho más expresionista! Se nota a la milla que Sender escribía alineado con la novela lírica, con Gabriel Miró, con Benjamín Jarnés, con Juan Chabás, e incluía los mismos retazos cubistas que Antonio Espina, Rosa Chacel o Francisco Ayala.
El colérico Sender
Leo que algunos dicen que El verbo se hizo sexo es una obra menor: de eso nada, ¡cómo va a ser menor una obra con tanto estilo! Carolus Rex es toda otra cosa, más depurada, más atenta a la sugestión conceptista que al claroscuro oblicuo. Con ese gran friso marmóreo publicado por primera vez en México en el año 1967 y reeditado en España por la editorial Destino cuatro años después, reflexionamos sobre los regímenes que se pudren, los imperios que se deterioran, los reyes que caen en una decadencia fantasmal, y los espectros de sí mismos que poblaron el Madrid de 1680 en adelante. De un modo terso, exacto, y nunca victimista. El tema no puede estar más de actualidad: acaba de morir Isabel II, dejando un Reino Unido que ya ni se acuerda de su Imperio, que se va descomponiendo y dislocando a ojos vistas, tanto política como económicamente, en manos de gnomos políticos y de payasos mediáticos menos vivos que el enano Guillén, el bufón de Carlos II, que hacen y deshacen en economía como niños alelados, y con el foco centrado en las patochadas de un nuevo rey no muy simpático que va siendo despellejado sin piedad por el amarillismo que caracteriza nuestra época.
Una época en la que la visibilidad se ha convertido en un morbo seminecrófilo que nos conduce a la sensación permanente de inevitable decadencia. No muy lejos de nosotros tenemos a mitos civiles de hace medio siglo criando papada en un exilio vergonzante, no exento de parálisis, profuguismo y abundante anecdotario amatorio. La situación huele mucho más a Carlos IV que a Carlos III. El reino de España se afana en mantener el foco en una heredera angelical en lugar de divertirse a costa de un monarca senil, como han hecho en Inglaterra, monarca que ya lleva tiempo en las series históricas acumulando suspicacias. Aun así, exposiciones como la de Sender, organizada por el Instituto Cervantes, aún nos hace albergar algún tipo de esperanza: a alguien siguen interesándole nuestras literaturas, nuestras rebeldías, porque si hubo un escritor inconformista en nuestros años treinta, ese fue el colérico Sender.
Las monarquías que lo llevan mejor son las discretas, las aburguesadas del norte. Las que viven en un chalé limpio y no en una balumba pesada. Han entendido mejor que nadie que en esta Europa presidida por los videos chorras lo mejor es no dejarse ver mucho para poder seguir sobreviviendo.