"Remarque está liquidado. Podemos certificar que por primera vez hemos logrado que la democracia de asfalto doblegue las rodillas en Berlín”. Son palabras de Goebbels, escritas en su periódico, Der Angriff, cuyo significado deja claro lo que se pretendía: El ataque. Goebbels había logrado su propósito y es que la película Sin novedad en el frente, --que Universal había producido en Hollywood, con el título de All Quiet on the Western Front- se prohibió en toda Alemania. El escrito del dirigente nazi era del 12 de diciembre de 1930. Aunque Hitler todavía no había alcanzado la cancilleria, --lo consiguió el 30 de enero de 1933—los nazis ya lo habían preparado todo mucho antes.
Llega ahora una nueva versión de la película, Sin novedad en el frente, distribuida por Netflix, aunque se ha exhibido en unos pocos cines, y con autoría alemana. El director es Edward Berger, y es la película que Alemania ha enviado a Hollywood con la esperanza de obtener el Óscar. Alemania, hoy, se atreve con una obra antibelicista, basada en la novela de Erich Maria Remarque, un alemán –el apellido real era Remark, pero lo afrancesó por sus orígenes franceses y como provocación-- que estuvo unas pocas semanas en las trincheras en la I Guerra Mundial, y que descolocó al poder militar y de forma especial a los nazis, que no podían tolerar tremenda insolencia.
La historia de Remarque enlaza con un mundo literario que desapareció con los nazis, con nombres ilustres, como Stefan Zweig, que huyeron como pudieron, al Reino Unido, o a Estados Unidos, en su mayoría. Muestra cómo el totalitarismo logra sus propósitos a través de pequeñas y contundentes acciones, que parecen controlables al principio, y que pueden ser ahora lecciones muy valiosas para impedir que se repitan situaciones similares.
“La democracia de asfalto” era un concepto que utilizaba Goebbels para designar a toda la intelectualidad de Berlín, con un porcentaje muy alto de ascendencia judía. Esos escritores, artistas o periodistas se pasaban la vida en los cafés, y escribían historias que se consumían, a través de libros o artículos en los periódicos. Y dejaban constancia de que las cosas iban cada vez peor, que las broncas en las calles, las provocaciones de los nazis, acabarían provocando una catástrofe. Uno de los primeros y persistentes denunciantes de todo ello fue Joseph Roth. Pero había otros que ejercían su trabajo sin apuntar tan alto.
La novela de Remarque
Es el caso de Erich Maria Remarque, que trabajaba como periodista deportivo en el Sport Bild. Su especialidad eran las crónicas de boxeo. Pero en sus horas libres escribía una novela, Sin novedad en el frente, producto de su participación en la guerra. A Remarque se le podía ver en los cafés de Berlín, conversando con el campeón de boxeo Max Schmeling, pero iba interiorizando una historia que enloqueció a los nazis, porque negaba todo el fervor patriótico que en aquel momento se iba desencadenando y que se esgrimía, también, como el motor de aquella guerra que llevó al matadero a generaciones de jóvenes europeos, y, en especial, a franceses y alemanes.
El poder de la escritura era, entonces, enorme. También del cine, como fenómeno de masas. Remarque tuvo un éxito fulgurante con su novela y eso era ‘intolerable’. La publicó, primero, por entregas, entre el 10 de noviembre y el 9 de diciembre de 1928, en el Vossische Zeitung. El relato era sombrío, sin medias tintas, crudo, sin alardes patrióticos de ningún tipo. Lo recoge Francisco Uzcanga en su libro El café sobre el volcán. Lo que Remarque señala es trágico: “Granadas, nubes de gas y flotillas de tanques; trituración, corrosión, muerte. Disentería, gripe, tifus. Estrangulamiento, quemaduras, muerte. Trincheras, enfermería, fosa común. No hay más opciones”. Es la guerra, como todas las guerras, como la actual en Ucrania, tras la invasión de Rusia. Es la nada. Lo peor.
En enero de 1929 aquellas entregas en el diario se convirtieron en un libro, que publicó la editorial Ullstein, con un latiguillo para venderlo: “La verdad sobre la guerra”. En solo dos meses, las ventas fueron enormes, con quinientos mil ejemplares. A finales de año ya había alcanzado el millón de copias.
Los nacionalistas alemanes, los conservadores, enloquecieron. Como señala Uzcanga, interpretando el momento, “no podían admitir una novela bélica en la que el héroe, en vez de morir una muerte heroica, caía alcanzado por una bala perdida cuando abandonaba la trinchera para coger una flor”. La novela, se entendía, podía arrojar a la juventud al pacifismo, olvidando el patriotismo, el que glorificó el nazismo para llevar al mundo a una nueva guerra todavía más cruel que la primera.
Hubo también políticos que reivindicaron la novela como una lectura “obligatoria” para las escuelas. Remarque se vio desbordado por el éxito. Sin tomar una posición clara en la polarización política que se había despertado, entre socialdemócratas y comunistas por un lado, y nacionalistas y conservadores por el otro, guardó silencio.
Stefan Zweig, timorato a ojos de su amigo, Josep Roth, sí mostró su agrado por Remarque. Y escribió a otros de sus grandes amigos –al que cita de forma constante en su libro El mundo de ayer--- Romain Rolland, que había que defender el libro: “Este libro sencillo y veraz ha sido más eficaz que toda la propaganda pacifista de los últimos diez años”. Otros, como el periodista Roman Hoppenheit, iban más allá: “El caso Remarque ha acabado degenerando en una derrota político-cultural de toda la derecha”.
Pero fue un error de apreciación, claro. Porque Goebbels había comenzado a tomar conciencia de lo que representaba la novela. Aunque llegó tarde al debate, como indica Uzcanga. Leyó el artículo de Hoppenheit, y así lo refleja en sus diarios. En el apunte del 21 de julio de 1929: “Un libro infame y corrosivo”. Y en su periódico se hacía eco con una crítica frontal, en un artículo sin firma, señalando que la novela “glorifica al subhombre”, y que resultaba un “insulto al pueblo alemán”.
Los nazis no pudieron hacer nada con la novela, que ya se vendía a mansalva. Pero sí se preparó un acto contundente con la película, que se estrenaría un año más tarde. Tras reventar una conferencia de Thomas Mann, la forma de actuar se había asumido a la perfección. Nazis infiltrados, bronca, peleas, y justificación posterior de que el país necesitaba orden.
En el caso de la película, se buscó el segundo día de proyección, después del estreno del 4 de diciembre de 1930. Con toda la sala llena, la sala Mozart de la Nollendorfplatz de Berlín, los agitadores enviados por Goebbels hicieron de las suyas. Tras la primera escena bélica, en la que se aprecia un ataque de granadas de los franceses, los gritos comenzaron a producirse. “Y esto lo tenemos que tolerar los alemanes en la mismísima Alemania”, se gritaba. Esa frase era la señal para el alboroto, con insultos, con parte del público reclamando silencio y el final de la bronca, y con la interrupción de la proyección de la película.
En ese momento, apareció Goebbels, junto a Münchmeyer, su compinche, para dirigirse al público: “Es una vergüenza”, clamaron, pero les obligaron a callar, y el estruendo ya fue de traca, con el lanzamiento de bombas de humo, bombas fétidas y con la irrupción de los llamados tschakos, con porras en la mano, intentando poner orden. Pero las sorpresas no se habían acabado.
Como indica Uzcanga, en uno de los trabajos que mejor ha reflejado la situación de Berlín en aquellos años, había llegado el instante que preparaban los miembros de las SA. Abrieron sus “zurrones”, y sacaron unas cajitas de cartón para liberar cientos de ratones blancos que correteraron por toda la sala. El caos fue total. La policía trató de desalojar el cine lo antes posible, mientras miembros de ese ejército particular de Goebbels se dirigían a la taquilla para robar toda la recaudación, tras romper los cristales y forzar a las cajeras.
El enfrentamiento era diáfano y sin titubeos. El acto tuvo una repercusión mucho mayor que la bronca con Thomas Mann, que había provocado su salida de una sala de conferencias en volandas. Los nazis imponían su ley, y el gobierno de Weimar se iba por el desagüe.
¿La película? Las autoridades prohibieron su proyección. Y Goebbels escribía en su periódico Der Angriff: “Remarque está liquidado….hemos logrado que la democracia de asfalto doblegue las rodillas en Berlín”.
Fue el principio del final. Hacia Estados Unidos partieron esos ‘demócratas del asfalto’, como George Grosz, Thomas y Heinrich Mann, Alfred Döblin, --por supuesto Erich Maria Remarque—Alfred Polgar, Brecht, Max Reinhardt….Hacia Inglaterra salieron Elias Canetti, Gabriele Tergit, Sylvia von Harden, y a Palestina otros, como Else Lasker-Schüler. En el caso de Roth, se instaló en París, donde murió en 1939, antes de ver cómo los nazis llegaban hasta la misma capital de Francia.
Ahora, la novela de Remarque cobra una nueva vida, con la película ‘alemana’, en coproducción con el Reino Unido. Y la causa belicista recupera también un material de primera, mientras prosigue la guerra en Ucrania, el territorio, precisamente, del que surgieron muchos escritores y artistas en aquellos años, como el propio Roth.