A principios de este siglo me impresionó la película Accidente, de Joseph Losey, con guión de Harold Pinter, que se había estrenado en 1967. Ahora he vuelto a verla on line, he confirmado mi primera impresión de que es una buena película, y ha vuelto a deslumbrarme la belleza de la actriz Jacqueline Sassard. Dirk Bogarde encarna a un profesor de uno de los colleges de Cambridge con una vida familiar y profesional muy ordenada y aburrida, que se prenda de una de sus alumnas, Sassard. Ésta sufre un accidente de coche en el que su novio fallece, y aprovechándose de su estado de shock, Bogarde la viola.

Viendo en la película los paisajes de Cambridge he recordado las semanas que pasé allí, invitado unas semanas en el Downing College; me alojaron en un cuartito de profesor, de esos que viene tu alumno preferido a consultarte algo y tú calientas agua en el calentador eléctrico, le invitas a una taza de té y pasáis la tarde hablando de algún olvidado novelista del siglo XVIII. Por los senderos entre prados y los caminos de sirga a lo largo de los canales circulaban en bicicleta los profesores, vestidos con chaqueta de tweed con coderas y pantalones de pana, exactamente igual que en las películas, exactamente igual que en Accidente. Me fijaba en todas las alumnas con las que me cruzaba por las calles y por los senderos entre los bosques de alrededor, a ver si por alguna magia del cine me encontraba con Jacqueline Sassard. Al cabo de cinco días de encuentros decepcionantes y de asistencia a conferencias incesantes, no estaba yo seguro de si anhelaba quedarme allí a vivir para siempre o si lo que de verdad quería era encontrar una buena soga, con su nudo corredizo: vigas sólidas de las que colgarla no faltaban en el Downing (nombre que por cierto quiere decir “echando abajo”).

La escritora checa Alexandra Berková / WIKIPEDIA

Lo mejor de aquellos días tranquilos en Cambrige fue conocer a la escritora checa Alexandra Berková, la autora de Amor tenebroso, que publicaría años después en España la editorial Bassarai: una desgarrada novela feminista bajo la forma del discurso de una mujer ante su psicoterapeuta, carrusel de emociones y experiencias en que la voz delirante de la protagonista explica el sometimiento y rebeldía sadomasoquista del yo en la cárcel de la vida en pareja, mezclando de forma libérrima, o enfermiza, los hechos reales y las visiones más disparatadas y expresionistas de la imaginación. Un carnaval frenético de máscaras. Vi a Alexandra por primera vez durante un cóctel sobre el césped del Downing: una mujer todavía joven, grandota, con el pelo corto, descalza y con una copa de vino blanco en la mano, y en seguida empezó a contar chistes autodeprecatorios en un inglés con tremendo acento eslavo. Era una persona humorística, inteligente y algo angustiada, buena escritora e ingeniosa pedagoga. Como ella en Praga y yo en Barcelona dábamos clases en sendas escuelas de “escritura creativa”, me reveló, haciéndome prometer que no lo difundiría, un recurso formidable que se había inventado y estaba pensando en patentar para estimular a los alumnos y que comprendiesen sin error en qué consiste de verdad la escritura literaria; tenía miedo de que se lo copiase algún anglosajón sin escrúpulos y se forrase a su costa, pero a mí me lo confió.

¿Mendiga irreconocible?

Volví a verla años después en un jardín de Praga, otra vez con la copa en la mano, antes de entrar en una galería de arte que esa tarde inauguraba exposición. En aquellos días se estaba divorciando, y ahora quería olvidarse por un rato de sus líos de familia, pero la primera persona que pasó a nuestro lado, dirigiéndose a la galería, fue precisamente su marido, Vladimir Novak, que por cierto era –o es, supongo que sigue vivo— un pintor magnífico. Al verse, Alexandra y Vladimir se echaron a reír con una especie de fatalismo. Los círculos culturales en Praga eran muy reducidos. Alexandra estaba consolidando su reputación como una de las mejores escritoras del postcomunismo, cuando falleció prematuramente, en el año 2008.

Tal como decía, yo buscaba y no encontraba en Cambridge a Jacqueline Sassard, cuya belleza extraordinaria, serena, misteriosa, un poco inexpresiva, sugiere una vida interior reservada y contemplativa. En fin, era muy bella. Y no actuaba nada mal. Después de ver la película busqué en Internet una explicación de por qué no se hizo famosísima. No averigüé nada salvo que nació en 1940, y su filmografía, dieciocho películas en 13 años, entre las que destaca el Accident de Losey y Les biches de Chabrol. De lo que hizo después no encontré ni rastro, sólo especulaciones: ¿De verdad cayó en el alcoholismo y las drogas y se había convertido en una mendiga irreconocible? ¿O bien se casó con un millonario y llevaba una vida muy discreta en la Costa Azul? ¿O quizá profesó órdenes religiosas y estaba en un convento? ¿Había muerto? Jean Louis Trintignant contaba en un documental que Jacqueline fue amante de un productor casado, y al descubrirse la bigamia éste se suicidó. Aquella muerte sacrificial realzaba la belleza inocente de Jacqueline con un prestigio morboso de mujer fatal.  

¿No era extraño y hasta extraordinario que en la época de la hiper-información, de la información total, una muchacha tan bella y tan expuesta a la mirada de la multitud desapareciese por completo? A punto estuve de llamar a Marcos Ordóñez, que lo sabía y recordaba todo sobre cine y teatro, música y literatura, para que me dijese qué fue de Jacqueline Sassard. Pero luego pensé que era preferible quedarse en la inopia. Pensé que tenía que respetar el silencio de Jacqueline, su voluntad de desaparecer, su misterio, que a mis ojos la hacía aún más preciosa.

Darle la espalda al mundo

En agosto del año pasado murió en Lugano, a los 81 años de edad. Así nos enteramos de que Jacqueline Sassard se casó con Gianni Lancia, acaudalado heredero de la marca automovilística, y que en adelante se dedicó a “sus labores”. Quizá no quería ya exponerse a las miradas, ser una estrella. Quizá el suicidio del productor bígamo la hizo replantearse su vida. El caso es que los señores Lancia vivieron muchos años en Brasil y luego en Suiza. Luego falleció él, y luego ella.

En fin, podría sacarse la conclusión de que todo acaba siempre igual: se descorre el velo del misterio, que es la gracia de la vida, y detrás aparece lo de siempre, la vida doméstica, lo inútil y final.

Pero pensándolo mejor, ¿no es un signo de máxima distinción ese darle la espalda al mundo? ¿No es bonito brillar como un cometa en el cielo nocturno y, como un cometa, desaparecer? Me refiero a Jacqueline Sassard, pero también a ti, Alexandra.