Un sujeto que, cuando los ejércitos alemanes avanzaban por Francia acercándose rápidamente a la capital, no se lamentaba de la tragedia, de las muertes y de la humillación, sino de lo fastidioso que resultaba que de todas las ventanas abiertas salieran las voces de la radio, echando a perder el placentero silencio de los barrios de París…
Era un caso, un personaje, un estilo y el portavoz de una tesis sobre la escritura autobiográfica interesante pero equivocada. Paul Léautaud (1872-1956).
Es curioso que haya pasado tan desapercibido, no ya aquí sino en Francia, el 150 aniversario de su nacimiento, pues hasta ahora tenía una reputación bien asentada, bien perfilada, gracias a las cerca de 6.400 páginas de su Diario literario: testimonio cercano, desde la atalaya de su empleo en la revista Le Mercure de France, por donde pasaban los mayores escritores de su época, y donde conoció y trató a Apollinaire, a Valéry, a Gide, y demás figuras del santoral, de la vida literaria francesa.
¿Será que suena antiguo, o que su voz resulta demasiado antipática? Ribeyro dice en sus propios diarios, La tentación del fracaso, que "sería necesario leer cada mañana, antes de empezar el día, un par de páginas del diario de Paul Léautaud, a fin de afrontar la vida sin ninguna pretensión, ni énfasis, ni ilusión". Vale, pero ¿hay mucha gente a la que le interese tan cenizo proyecto de vida? Yo diría que no. Y no se lo recomendaría a nadie. En cambio, mucha gente empieza el día en tan penoso estado de ánimo, o sea “sin pretensiones, énfasis ni ilusión”, y no necesita, para acceder a él, la ayuda de la lectura de Léautaud.
El trabajo en el Mercure de France
Cuyo materialismo y descreimiento es tan craso y aplastante que, en efecto, al cabo de unas páginas uno lo sigue leyendo en un estado de ánimo complejo, mezcla de fascinación --por el caudal de las anécdotas, por la excepcionalidad de su carácter, por su impudicia y sinceridad sin cálculo ni respeto humano, por la velocidad de su estilo-- y desmayo y repulsión. Pasa con estos diarios algo parecido a lo que pasa con las novelas de Houellebecq.
Durante los últimos años de su vida Léautaud había ido publicando fragmentos del Diario en revistas literarias (también lo hacía Gide) pero dejó dispuesto que póstumamente sólo se dieran a la imprenta ediciones íntegras. O todo o nada.
Naturalmente, su voluntad no fue respetada, pues al otro lado de los Pirineos rige, igual que a este lado, el principio de que “el muerto al hoyo, y el vivo al bollo”. La editorial del Mercure de France, donde estuvo trabajando durante 45 años, hasta que su último director, Jacques Bernard, le despidió “por el placer de no verle nunca más”, publicó hace unas décadas una antología muy equilibrada, obra de Pascal Pia, y que abarca mil paginas, más que suficientes para hacerse una idea del estilo y la personalidad del excéntrico escritor. En español la ha publicado Fuentetaja, mientras Seix Barral ha publicado el delgado Diario personal, que por su carácter marcadamente sicalíptico él mismo desglosó del diario literario.
Escribir de un solo trazo
Léautaud operaba así: pasaba el día en el Mercure, aunque con frecuentes salidas para recoger en las porterías de los alrededores, regidas por porteras cómplices, pan duro y otros alimentos y sobras para sus gatos. Cuando tenía en la redacción encuentros y conversaciones interesantes con los hombres de letras que la visitaban tomaba notas sobre la marcha, en su despacho.
Luego por la noche volvía a Fontenay-aux-Roses, municipio cerca de París donde tenía alquilada una casa con un jardín descuidado, del que no se ocupaba pero que necesitaba para los animales, y a la luz de dos velas escribía el Diario: desdeñoso de todo arabesco y floritura lo hacía siguiendo el ejemplo de velocidad impromptu de Stendhal, porque “en escritura sólo vale lo que se escribe de un solo trazo”. Le parecía deshonesto ir a posteriori a enmendar o matizar lo escrito, y sostenía que el valor principal de un diario era el de veracidad, y la inmediatez a los hechos. Tremendo error, aunque muy acorde con la avara pobreza de su carácter y de su estilo de vida. Tremendo error, porque eso es no entender la naturaleza de artificio de la literatura, donde la sinceridad y llaneza confesional es un valor muy relativo. Por eso es superior al de Léautaud un Diario tan corregido como el de Renard o tan enmendado como el de Junger.
A Léautaud le importaban muy poco los fastos y los lujos, se organizó la vida para estar como quien dice metido en literatura, tanto ajena como propia, siempre ganó muy poco dinero, podía alimentarse durante semanas de pan y queso, vestía ropa usada que le regalaban, tenía aspecto de mendigo harapiento, apestaba físicamente debido a su convivencia con muchos gatos, con los que compartía también la cama…
Memoria vida de la vida literaria parisina
“Sólo he vivido para escribir. He sentido, visto, entendido las cosas y a las personas sólo para escribir. He preferido esto que la satisfacción material, que las reputaciones fáciles. Incluso muchas veces he sacrificado el placer del momento, e incluso la felicidad de algunos seres, para escribir lo que me gustaba escribir. Todo esto me ha dado una dicha profunda”.
Léautaud era un conservador excéntrico, le desagradaba el mundo moderno y, especialmente, determinados inventos como los aparatos de radio, según hemos apuntado más arriba. Paradójicamente debió su fama, fama tardía, pues le llegó hacia los ochenta años de edad, a la radio.
Como era memoria viva de la vida literaria parisina, en los años cincuenta fue invitado a una serie de 28 entrevistas en la radio nacional francesa. Conducía las Conversaciones Robert Mallet, un locutor muy formal y un poco solemne, al estilo de Soler Serrano, cuya pompa se contradecía deliciosamente con el habla desinhibida, pícara y maliciosa de Léautaud. Esas charlas fueron un éxito enorme, sus libros y diarios se volvieron a poner en circulación, ganó buen dinero por primera vez en su vida. Ahora se cumplen 150 años de su nacimiento y casi nadie se acuerda de él. Teniendo en cuenta que, según dice la leyenda, sus últimas palabras fueron "Fichez-moi la paix" (dejadme en paz de una vez), cabe pensar que, si las siguientes generaciones han querido complacerle, a él, allí donde esté, no le parecerá mal.