Llegamos a Dublín desde Belfast y el aterrizaje no puede ser más caótico: pasamos casi más tiempo en un embotellamiento que va del aeropuerto hasta la estación central de autobuses que de Belfast a la capital de Irlanda, que es totalmente diferente de la capital del Ulster.
Belfast es agradablemente provinciana y pulcra. En el Norte nos ha dado la impresión de que la zona estaba despertando al gran mundo, a la diversión y el turbocapitalismo. Belfast echará a tierra los muros de la guerra civil étnico-religiosa a través del turismo, la gentrificación y el disfrute de la vida. Nunca hemos visto tanta gente feliz, tantas parejas sonrientes devorando sándwiches y pizzas, como en Belfast. Una noche allí en el hotel Ibis vale 200 euros, y de oferta. El dinero está empezando a fluir por una zona que ha visto cerrar los astilleros pero no las cicatrices de un conflicto incomprensible, gravísimo: las historias de Belfast, los muros que separan los barrios católicos de los protestantes, los murales que exaltan los fusiles de asalto y las víctimas de las bombas y los francotiradores militares, son cosas que no resultarán fáciles de olvidar.
Nos olvidamos de ellas cuando entramos en Talbot Street, dejamos las maletas en el precario hostal y nos acercamos al legendario Temple Bar. Dublín no tiene nada que ver con Belfast. Hay mucha más gente acumulada en el sur, en esos paseos y aceras desgastados por el uso de una multitud enloquecida que parece haber descubierto una religión en el consumo rápido. La feraz y curvilínea naturaleza que hemos recorrido en el norte parece haberse quedado en otro planeta.
Los efectos de la primera pinta de Guiness
Entre los monumentos a los libertadores, pululan toda clase de personajes pintorescos. Un tipo semidesnudo hace molinillos amenazantes ante el Museo de Historia Moderna. Un ejército de hinchas de un equipo de rugby procedente de Nebraska ha tomado las calles y vocifera himnos. Los líderes de esa tribu lucen gorros en forma de espigas de maíz amarillas en la sesera. Nadie tiene miedo al ridículo. En el Temple una multitud de gordos felices canta y baila con toda naturalidad, enseñando la tripa y limpiándose la espuma de las comisuras de los labios. En las calles no cabe ni un alfiler. Es como si Lisboa u Oporto hubieran sido invadidas por simpáticos orcos vestidos de rojo y el verde nacional. No puedes hacer fotos de nada porque en todas sale alguien. No parece posible abstraerse y mucho menos orientarse.
Hemos de reconocer que esta multitud de poseídos consiguen contagiarnos su alegría. En un portal, un individuo destrozado dormita en el suelo esnifando disolventes sorbiéndolos directamente de un spray de lo que parece pintura de pared. Nunca hemos visto tanta miseria, tanto chulo desorientado y tanto elfo metalero como en Dublín.
Tardo en reaccionar. Me froto las sienes y me sobrepongo a los efectos de la primera pinta de Guiness intravenosa.
Me había imaginado, ignorante, una ciudad espiritual con placetas y librerías y un silencio sepulcral, aliñado por el calabobos neblinoso. Una especie de Girona llana o Alcalá grande y aún más monacal, con su arbolado consolador y un espíritu portuario y celta. Lo que estalla ante nuestras narices es una ciudad descontrolada que no descansa nunca, repleta de casas de apuestas y donde no cabe ni un alfiler más, donde es totalmente imposible conseguir un taxi. De los druidas y sacerdotisas ya no queda rastro más que en los cromos de los bares cutres y los aparadores de los touroperadores, y también en las abarrotadas tiendas de souvenires acumulados.
Cultura, cultura y cultura en los muros del Trinity
El Dublín cultural lo descubrimos el segundo día, cuando visitamos el Trinity College y transitamos por los palacios gemelos del Museo Nacional de Arqueología y la Librería Nacional.
Como el verano pasado me había leído un volumen de historia medieval sobre la formación del Reino Unido, tenía mucha curiosidad por ver cosas que procedieran de la Iglesia Irlandesa Celta, un fenómeno realmente curioso, que brilló con tanto esplendor en el siglo VIII. Pero de aquello pude ver poco: lo más espectacular procede del mundo vikingo y de la Edad del Bronce.
El Dublín monumental, verdad que ocupa poco espacio, está muy concentrado: todo lo que hay que ver, la Christ Church Cathedral, el ciclópeo City Hall, el Castillo que se esconde detrás, y el Trinity que sirve de atrio a las calles de las librerías y los museos, no debe de apretarse más que en un kilómetro de distancia. Sorprende esa arquitectura neobizantina de los antiguos bancos y los hoteles, con arcos peraltados y colores pálidos y violáceos. Poca piedra amarillenta y amarronada como la de Edimburgo. Mucho ladrillo rojo y ensayo de arquitectura clasicista norteamericana. Lo más genuinamente irlandés huele mucho a lo más genuinamente yanqui. Lo que pasma es la cantidad de cultura que se ha llegado a acumular entre estos muros.
Y es que a la ciudad de Dublín le están a punto de saltar las costuras en todo. Parece que vaya a explotar estruendosamente a los pocos segundos. Quienes la han hecho universal (Wilde, Joyce, Beckett) son los primeros que huyeron de ella.
Se nota que en Dublín hay gente que ha hecho dinero muy de prisa. Lo indica la cantidad de gente que se ha quedado completamente fuera del sistema y ahora pulula sudorosa, pudriéndose en callejones llenos de roña o gritando desorientados por los bulevares como almas en pena. Realmente causa angustia preguntarse qué va a hacer el país con tanto lumpen agresivo acumulado. Parece que los trabajadores, enteramente empleados en el sector terciario (vestidos de chóferes, oficinistas, taquilleros) pasan por el centro apresuradamente, sin pararse más que para orinar o comprarse un bocata. No quieren rozarse con el apocalipsis zombi.
Lo bueno de Belfast es que había pocos guiris. Parecía que los únicos éramos nosotros. Ahora hemos de abrirnos paso entre una gernación espesa y simpática en general, que nos mira con aspecto de ver si nos pueden birlar la cartera. Los cacos aquí son como los de las novelas de Francisco González Ledesma, los invitarías a una pinta y te interesarías por su familia. La policía no suele bajar de los coches patrulla. En general, estos sujetos parecen sacados todos de una película de Ken Loach.
Pero no me gustaría ser injusto con los dublineses: no hay gente más amable y servicial que los irlandeses. Buena gente, nada más que añadir. En ese sentido, parecen aragoneses. Los suelos de Dublín están llenos de cerveza seca, derramada, desperdiciada. En muchos portales, en algunos solares, crecen la maleza y las manchas de orín, como en Oporto, como en Lisboa, como en el Trastevere. La roña en Dublín es un valor aún más positivo que la de Roma o la de Portugal, un elemento de interés paisajístico. El suelo está literalmente lleno de cáscaras de cacahuetes, latas vacías, envoltorios de pastelito y colillas. ¡Nunca habíamos visto tanta mierda junta! Ante una sede del Ulster Bank, un tipo recoge colillas del suelo.
¡Un colillero! ¡Yo pensaba que estas cosas se veían ya solo en las novelas!
Belfast se parece más a una ciudad media alemana, bien diseñada y natural.
María Zambrano, presente
Dublín resulta fascinante por el motivo contrario, por su abigarramiento y trágica vitalidad, convertida en un Ámsterdam más canalla y sucio.
Y, pienso, tiene razón María Zambrano, cuando escribe que “el claro del bosque” ontológico se abre en tu alma por azar, cuando menos te lo esperas. El rayo místico se apoderó de mí en dos ocasiones: ante el pequeño monumento dedicado a Joyce, en el St. Stephen’s Park, rodeado de árboles centenarios y de una paz definitiva y húmeda, y ante la catedral de Christ Church. Hay que aclarar que descubrimos esta abadía de origen anglonormando y restaurada con gusto neogótico por total casualidad. No se debe confundir este edificio chato e hirsuto con la más airosa catedral de San Patricio, situada a cierta distancia de la yema del huevo urbano. Yo nunca olvido a María Zambrano: las serpientes, los lagartos y los ciervos y los jabalíes del destino vienen a buscarte para mostrarte el camino, sin que haga falta salir en su busca por la selva humana.
Solo hay que mantener los sentidos despiertos, mantenerse alerta.
He de aclarar que me acababa de tomar una de esas enormes cervezas Guiness que te sirven en todas partes. Por decirlo llanamente, se me había subido un poco la cerveza al cerebro. De repente, entre haces de luz y espirales de niebla, surgió la abadía, como un Grial entre nubes que abrazan. Yo estaba allí y no pude evitarlo. Levité secuestrado por una paz primitiva y sanjuanesca. Suerte que Bea me conoce bien y ya sabe que con chapiteles y agujas góticas no hay nada que hacer. De repente, me encontré dentro del recinto con una entrada de diez euros que me había comprado Bea, billetito que me autorizó a recorrer el edificio mágico, que pude fotografiar con auténtica furia onanista. Ella me esperaba fuera leyendo un libro y se ahorró el rollo patatero, aunque contenta de haber facilitado el “claro de bosque” elemental.
La epifanía fue, pues, completa, y la copulación arquitectónica, garrafal. Piedra negra y arcos de crucería me trasladaron a los haces de luz filtrada. Descendí escaleras bailoteando en círculos, me fusioné con las ojivas y no sé cómo, de repente, estaba en una primitiva cripta del siglo XII.
Luego supe que Irlanda había sido invadida por dos veces por elementos de origen vikingo (que ya es desgracia grande), una hacia el año mil, formada por colonos escandinavos que fundaron Dublín, que en su idioma significa “Laguna Negra”. Si no me equivoco, los cafres que vivían en el Danelaw eran de origen danés. Esa laguna está hoy cubierta de hierba, y resulta que está ocupada por las cocheras almenadas del Castillo de Dublín, antigua sede del Virrey colonial y actual complejo gubernativo y protocolario de la República libre.
La segunda oleada se produjo dos siglos después en forma de dominación anglonormanda: y esos tipos tan simpáticos fueron los que empezaron a construir con piedra negra y a someter sin demasiados miramientos a la población local.
El primer arrebato de paz explosiva o derramamiento de mi ser interior que he referido, el que me secuestró la mollera o espíritu en el rincón del parque, acabó cuando fue hora de entrar en el MOLi, el museo de la literatura de la ciudad. Si algo ha producido la ciudad de Dublín, además de cerveza y nacionalismo, es una cantidad realmente asombrosa de literatura de primer orden: Óscar Wilde, Samuel Butler Yeats, James Joyce, Samuel Beckett, Seamus Heaney, acompañados y defendidos por librerías que producen la ruina del pobre guiri lector.
La poesía de Yeats
Lo que hay en el MOLi no es mucho desde una perspectiva cuantitativa, pero lo que presenta destila buen gusto y honradez explicativa. Es un museo cómodo, que trae paz, que incluye un jardín silencioso y un librero irónico. Uno sale del palacete rumiando historias, con ganas de garrapatear poemas en servilletas de bar. Completó el tour literario una magnífica exposición sobre Yeats en la Biblioteca Nacional, muestra profunda, didáctica y completísima, ideal para fetichistas.
Yeats era una máquina. Este hombre destilaba casi tanta poesía como Juan Ramón Jiménez, y no muy distinta de la del de Moguer, a veces. Más esotérica, con un punto diabólico o trágico. Yeats era un poseído por las fuerzas del Ultramundo y la delicadeza. En los paneles se explicaban su evolución, sus amores, sus lugares de memoria, se exhibían sus gafas, su medalla del Premio Nobel, sus cartas más interesantes, su interés por los mitos celtas y las órdenes mágicas. Los claroscuros de una larga trayectoria también se dejaban ver, si uno sabía leer entre líneas. Sólo en Edimburgo hemos encontrado un culto parecido a los grandes autores locales y universales y a la literatura, de manera que volver a un país bastante más garrulo que Irlanda, donde hay chicos y chicas leyendo en todas las plazas y parques, y hasta en los restaurantitos de tallarines asiáticos, empezó a darnos bastante pereza.
Al tercer día llega la hora de partir y no hemos sabido resolver el problema del traslado al aeropuerto. Dublín es una ciudad con muchos sótanos y muchos arcanos. Los autobuses de línea hay que reservarlos por Internet, pero las webs de las empresas de transporte no dejan que compres tiques para acceder a ningún autobús. Y los taxis no paran, y si llamas a la compañía de taxis, no responde nadie, nunca. Es algo inverosímil, realmente increíble. Desesperados vamos a Recepción a pedir ayuda. Allí nos confirman que es imposible reservar un taxi o un autocar en la ciudad de Dublín. Hay que jugársela tratando de que te hagan un hueco por pura cortesía en algún vehículo previamente reservado hasta los topes por la inquieta población nativa.
En Irlanda hay que realmente mendigar una silla en un autocar de línea, y nadie sabe cómo conseguir un valiosísimo boleto (un “booking”) hasta para ir al pueblo de al lado.
La pregunta es: ¿por qué entonces pasan multitud de taxis ocupados y parece que haya más autocares atestados que utilitarios en las cansadas calzadas de las avenidas dublinesas? Delante de un hotel de cinco estrellas, unos millonarios norteamericanos con pinta de devoradores de burguers y gorras rojas suben con sus maletas y sus enormes dientes blancos a un flamante taxi. Es posible que se me haya revelado el misterio: como en la ciudad se han desbocado los precios, las personas normales hemos sido reducidas a lumpen, a residuo, como diría Beckett.
¿Participar de la riqueza?
La obsesión en Dublín, convertida en la Meca de los servidores de Internet y de los grandes operadores de redes sociales, es que pongas nota o likes a las páginas de los establecimientos, que dejes huella digital y valores todo lo que has visto, tocado o experimentado. Si no logras reservar algo por Internet, esa realidad no existe. Si no estás forrado, tu sitio está entre el lumpen urbano y totalmente invisible. Si no eres Elon Musk, no les interesas, no hay servicios para ti. Es una extraña filosofía que trata de marginar o borrar, por inoportuna, la realidad. En el fondo, es como un “apartheid” muy bestia. O participas de la riqueza o para moverte solo puedes contar con tus santas piernas.
Afortunadamente, el Dublín de la simpatía, el Dublín alegre, musical y abigarrado, existe. Y el cantón del silencio y la lectura meditativa, también mantiene su parcela de universo. Dublín ha impactado sobre nuestras mentes como un misil nuclear, y a quien ha conocido otros tiempos más modestos y bohemios de la ciudad puede haberle defraudado la rapidísima transformación. Dublín es la nueva Barcelona, y Joyce su Gaudí. Esperemos que conserve sus tufos humanos, sus puentes delicados, sus gamberretes y hooligans melancólicos, sus bares de deportes y sus rincones dedicados al rock y a la poesía. Si es así volveremos a vernos pronto.
Ante la imposibilidad manifiesta de reservar un taxi, el chico del hotel sentencia: “This is a big city without structure”. Nos parece un análisis excelente.