Alejado de las etiquetas, de las modas y construyendo una obra sólida que transita de la novela al ensayo y de la poesía al diario, encontramos a Manuel Astur. Hace ya algunos años decidió abandonar Madrid y regresar a Asturias. Desde allí ha escrito algunos de los textos más interesantes de los últimos años, entre los que cabe destacar San, el libro de los milagros, su última novela. Ahora acaba de publicar La aurora cuando surge (Acantilado), un libro híbrido entre el relato de viaje, un diario de duelo y un ensayo sobre la mirada. Un texto en el que Astur dialoga con el género del viaje a Italia para darle la vuelta y mirar al país –igual que un poeta– como si fuera la primera vez.
–Después de San, el libro de los milagros, una novela, vuelve con un libro que está a medio camino del ensayo, el relato de viaje y el libro del duelo. Es también un libro que nos devuelve al poeta, ¿me equivoco?
–No, no te equivocas. Mi primer libro publicado, hace más de una década, fue un poemario, pero desde entonces no he vuelto a publicar poemas, aunque no he dejado de escribirlos. De hecho, cuando comencé el viaje tenía claro que iba a escribir mucha poesía, pero no con la intención de publicarla, sino al modo oriental, como un ejercicio espiritual para lograr estar más presente donde estuviera y vivir más plenamente ese momento. En vez de hacer fotos con el móvil, que luego no iba a volver a mirar, me sentaba y trataba de escribir unos versos sobre el lugar intentando dejar a un lado mis opiniones y juicios. Estos versos no existían antes, sino que surgían como resultado, como prueba, de que había logrado estar allí de verdad.
–Hablando de poesía y de fotografía yo diría que si hay algo clave de La aurora cuando surge es la mirada.
–Sí, de hecho, creo que ese podría ser el tema principal del libro: cómo surge la poesía (o la belleza, o el éxtasis, o Dios, o la plenitud, llámalo como quieras) cuando dejamos de lado nuestras minúsculas verdades y opiniones y empezamos a ver realmente, cuando tenemos la sensación de que el mundo está recién inaugurado.
–¿El paisaje se vuelve correlato del poeta? ¿Describiéndonos Italia nos describes al narrador?
–Obviamente lo que llama nuestra atención nos define. Pero mi interés principal no era retratarme a mí mismo, que no tengo la menor importancia, sino describir un viaje y hacer una serie de reflexiones con un espíritu lo más limpio posible.
–Hablo de narrador, aunque, quizás, ¿debería hablar de usted? ¿Qué le interesa del yo y de lo autobiográfico?
–Si te soy sincero, cuando escribo no diferencio entre lo autobiográfico y la ficción: en ambos casos me sirvo de lo único que tengo: mi memoria, que combino a mi gusto en busca de algo que no sé muy bien qué es hasta que lo encuentro (momento en el que me libero y pierdo el interés). En muchas ocasiones comienzo a escribir desde el recuerdo y casi sin darme cuenta empiezo a ficcionar, hasta que ya no sé, ni me importa, qué ocurrió realmente. La literatura crea su propio mundo independiente, un buen libro solo tiene la obligación de ser coherente con ese mundo.
–Fíjese que le hablaba de un yo autobiográfico, no de autoficción…
–No estoy muy seguro de la diferencia. De ser algo, yo diría que este libro es lo que los ingleses llaman narrative non-fiction. Por un lado, siento que soy el protagonista de todos mis libros y de todo lo que escribo; por otro, tienen muy poco que ver conmigo. Esos yoes que muestro son una representación, inspirada en hechos reales en mayor o menor medida, que me sirve como vehículo para buscar un puñado de verdades que le van bien al personaje, el cual, si todo funciona, al final estará definido de un modo en el que yo, como humano complejo y lleno de zonas oscuras, jamás lograré estarlo.
–¿Queda algo de ese Nuevo Drama que lo que quería “romper con los artificios literarios y contar historias”. ¿Sigues suscribiendo los lemas de entonces?
–Del Nuevo Drama queda la amistad entre sus miembros y el deseo de emocionar sin ser cursi y de pensar sin ser pedante. Cuando pegamos aquel golpe sobre la mesa, que sonó mucho más de lo que esperábamos, el mundo literario, al menos el culto, estaba dominado por una literatura en la que era más importante la teoría que justificaba el texto que el texto en sí. Artefactos, los llamaban. Parecía literatura escrita por algoritmos. Por fortuna, eso envejeció rápido y han sobrevivido los que eran realmente escritores: los que tenían algo que contar. También por fortuna, yo ya no estoy tan seguro de nada y he aprendido que las confrontaciones son un disfraz retorcido.
–“¿Cuántos diarios italianos hay? ¿Es obligatorio escribir diarios si vienes a Italia?”, se pregunta en su libro, donde dice que la escritura nace de la necesidad. ¿Es esta necesidad la que hace que la escritura nazca más del duelo y de los recuerdos que del viaje?
–En este libro, el duelo, los recuerdos y el viaje están unidos de un modo orgánico. El ejercicio poético que me hizo contemplar el presente de un modo amplio también hizo que viera mi propio pasado y mis recuerdos del mismo modo, un poco como el viajero que pasea por la borda de un barco y, a veces, mira hacia los lados y otras mira la estela del barco, que queda atrás.
–Diría que La aurora cuando surge es el relato de un viaje más espiritual o emocional que geográfico.
–Puedes decir espiritual, no tengo miedo de ese adjetivo. Todo viaje verdadero es una peregrinación en busca de un lugar santo, aunque no lo sepamos. Lo mismo ocurre con la literatura cuando se logra: ni el personaje protagonista ni el autor son los mismos cuando acaba el libro. Han llegado adonde necesitaban llegar.
–En las últimas páginas pasamos de la catedral de Palermo a la habitación de sus padres, un salto en el tiempo, una evocación de la memoria hacia a ese recuerdo que remite al Marcel de En busca del tiempo perdido en Venecia. El narrador viaja y, al mismo tiempo, se queda quieto.
–Nunca he encontrado el tiempo para leer a Proust. Pero sí, entiendo lo que dices. La escritura que más me interesa nace de la quietud. Vuelvo a lo del ejercicio espiritual, porque para mí la escritura es un modo de estar en el mundo que tiene muchísimo de meditación y que ofrece un gozo similar. En mi opinión, somos como el eslabón de una cadena tensa: por detrás tiran de nosotros el pasado y todo lo que creemos que ocurrió; por delante, el futuro y lo que esperamos que ocurra. Es imposible escapar de la cadena del tiempo, pero el arte verdadero afloja esa presión y nos permite ser conscientes del eslabón que habitamos, el presente, que es lo único que existe. Permite poder mirar lo de detrás y lo de delante, que no es nada más y nada menos, que literatura, sin angustias ni dramas. Creo que el gran reto de la humanidad es reinventar el presente y cambiar nuestro modo de existir en el tiempo.
–La idea de pérdida está aquí muy presente. Se refleja en su mirada sobre Italia, en la pérdida de determinados modos de vida.
–Creo que Italia es uno de esos lugares en los que por alguna razón la humanidad ha dejado sus mejores visiones. Un país de santos y poetas. Italia es un modelo que tiene que ser pintado y cantado de nuevo. Simplemente hay que esperar a que regresen los poetas y vuelvan a mostrárnosla como nunca la habíamos visto, y que esta visión se convierta en la nuestra. Me gusta evocar lo que los japoneses llaman aware, la intensa emoción que experimentamos ante suceso pasajero de la vida o la naturaleza y que encuentra su vía de expresión a través del haiku. La nostalgia sin amargura es preciosa.
–Debo confesarle que mientras leía La aurora cuando surge pensé en su ensayo Seré un anciano hermoso en un gran país. ¿Ve relación entre ambos textos?
–Veo relación entre todo lo que escribo. En mi cabeza todos mis libros son cancioncillas que forman parte de una melodía coral que todavía estoy componiendo y seguramente nunca terminaré, la cual, al mismo tiempo, es parte de la canción de la humanidad. Cada uno refleja una cosmovisión y es resultado de un proceso íntimo, muchas veces doloroso, que me ha llevado años de vida.
–Como en sus obras anteriores volvemos a encontrar una reflexión sobre la fe, la religión, la trascendencia. ¿Qué le interesa de ellas?
–Habitamos una casa que construyeron otros, no podemos vivir dudando de todo. Necesitamos ideas y visiones que ya existían antes que nosotros Y esas visiones nos las han dado los poetas. Desde Adán, que le puso nombre a todas las cosas, o un hombre primitivo, que pintaba búfalos en las paredes de una cueva para apoderarse de su alma antes de cazarlos, pasando por Jesús, Buda, Byron, Emily Dickinson o Nietzsche hasta Einstein, el primer humano que caminó por la luna o Alda Merini. Todos fueron poetas que dieron nuevos sentidos a una realidad material que carece de finalidad ni razón y en la que sin ellos sería un infierno vivir. Lo que pasa es que, en muchas ocasiones, sus visiones son acaparadas por profesionales (sacerdotes, políticos o fanáticos) que organizan una iglesia para imponérnoslas e impedir que el proceso de creación del mundo continúe. No es culpa de los poetas. Creo que el ser humano no es un animal racional, como se suele decir, sino un animal espiritual: el único animal que sabe que va a morir y por las noches alza la vista y mira las estrellas. Necesita creer que hay algo más.
–¿Siente afinidad con esos autores que desde el agnosticismo o la duda han indagado en la fe?
–Por supuesto. No concibo un gran autor que no sea también un gran pensador. Como decía George Santayana, me gustan los poetas filósofos. Creo que estamos viviendo una terrible crisis mundial de fe. Ahora que el relato del progreso comienza a no tener sentido estamos descubriendo todo lo que sacrificamos en su nombre, todos los templos que tiramos abajo, pero es difícil regresar a lo viejo: la labor de los poetas es darnos nuevos mundos en los que seguir viviendo.
–Me da la impresión de que usted es un escritor que escribe lo que quiere. ¿El hecho de haberse alejado de la capital y vivir en un pequeño pueblo de Asturias, le permite escribir sin tanto condicionamientos?
–Bueno, yo suelo decir que uno no se mete en un monasterio para creer en Dios, sino que primero cree en Dios y luego se mete en un monasterio. Cuando eres joven es bueno y necesario conocer a otros jóvenes aspirantes a escritores que participen de tus pasiones y compartir con ellos duelos y brindis a la luna. Todo escritor comienza admirando, continúa tratando de imitar lo que admira y, con suerte, termina siendo él mismo. Personalmente no dejé Madrid por razones thoreauianas, sino por necesidad. En Madrid me lo pasaba tan bien que no tenía tiempo de escribir. En cualquier caso, también es cierto que con las redes sociales ya no es tan importante estar en ningún lugar físico. Las provincias son un complejo heredado del siglo pasado.
–En un momento en que los autores hacen autopromoción de sus libros en las redes sociales e importa el número de seguidores y las editoriales promocionan más al autor que sus libros, usted parece recordarnos que lo único que importa es el texto.
–No tengo nada en contra de las redes sociales. Tengo una cuenta de Instagram donde de vez en cuando cuelgo poemas y algunas tonterías poéticas para los amigos y para algunos lectores que se han tomado la molestia de buscarme. En realidad, al principio de las redes sociales fui muy activo. En aquella época no había ningún tipo de control. Era como el Lejano Oeste antes de que llegaran los sheriffs de lo políticamente correcto: un lugar de absoluta libertad y creativo. A algunos de mis mejores amigos los conocí en aquella época . Soy escritor gracias a aquellos años. Durante un tiempo sobresalió lo mejor. Pero pronto se fueron convirtiendo en lo que son hoy: algo que te roba mucho tiempo y donde hay que ser terriblemente mediocre para cosechar aplausos, un modo de explotarse a uno mismo y convertirse en un producto vacío. Estoy convencido de que casi ningún escritor sale beneficiado de exponerse en redes sociales. Nuestra red social es la literatura. Escribimos porque es el modo que tenemos de relacionarnos con el mundo. Mis libros son mucho mejores que yo. Y creo que así tiene que ser.