Cuando estamos todavía bajo la impresión de la lectura de Oratges de la memoria, (Tempestades de la memoria), su poemario anterior, con aquellas reminiscencias de la juventud a la vez cálidas y distantes, con todos sus gozos y sus sombras, con todas aquellas tempestades de la memoria que son turbadoras para siempre (a no ser que seas una planta)… ahora Proa publica un nuevo poemario de Valentí Puig: uno de los autores que, si en lengua castellana es dueño de una competencia intachable, cuando su herramienta es el catalán alcanza extremos de flexibilidad, de melodiosa naturalidad sin parangón: en Els prats lluminosos, o sea Los prados luminosos, como, en realidad, en todos sus libros de ficción o de poesía, el placer del lector le llega desde las ideas y las emociones que encuentra en sus páginas pero también del placer sensual de la misma lengua, de la música.
A lo mejor acabo de escribir una banalidad y siempre es así, no sólo en el caso de Valentí Puig, sino en el de todos los escritores genuinamente literarios.
Las tonalidades de la paleta de este libro, aunque atiende también a fenómenos propios de nuestra actualidad digital, y a registros sarcásticos, son diferentes, fruto, seguramente, de un cambio en la residencia física del autor, cosmopolita con la experiencia de Palma, de Dublín, de Madrid, de Londres, de Barcelona, que desde los días de principio de la pandemia se retiró a un pueblo de la provincia de Barcelona --un pueblo con campos y bosques en los alrededores, también con librerías--. Y el entorno lo matiza casi todo. Como dice Larkin en uno de sus versos más crueles, how we live measures our own nature.
La densidad de Tácito
La última vez que hablamos con Puig nos dijo que desde luego, la mudanza, el traslado al campo, la observación de la naturaleza, el paisaje, están en la base digamos virgiliana de este poemario en la que también está presente, menos luminosa, una cuestión moral, de sentido, también a ratos de interrogación, como en estos versos: “…Vientos benignos agitan la masa dorada, / entre azuladas montañas. Recuérdame / la historia soberana del trigo, y también querría / saber cómo es que tanta luz viene de los siglos, intacta, / de un gran sol desentendido de la maldad de los hombres”; pero también subyacen la constante lectura de los historiadores de la Antigüedad que proporcionan un sentido umbrío de la historia, como Tácito y Suetonio, especialmente en poemas como el que empieza diciendo que “Ni el perro más cansado, piojoso y ciego ladra cuando pasa /el último cercanías, ya de noche. Hasta los pájaros charlatanes callan, en las ramas del cedro viejo” y que termina con presagios funestos.
Cuando le recordamos a Puig que hace algunos años, en 2014, cuando publicó su novela Barcelona cau (Proa), en castellano Barcelona cae (Pretextos), cuya trama estaba ambientada en los últimos días de la ciudad republicana, antes de la entrada de las tropas franquistas, ya mencionaba a Tácito como uno de sus autores fundamentales, preferidos, nos explica que “Tácito tiene una densidad especial, y desde luego es más grato de leer que Tucídides, por ejemplo. Tácito tiene un sentido de la naturaleza humana como si tuviese noción del pecado original, un concepto que, si crees, sirve para entender alguna que otra cosa... Y si no crees, también”.
Por puro placer de desocupado, sabiendo que al traducir a un autor deconstruyes, por emplear un término ya en desuso, sus recursos estéticos y su ánimo general, y algo vagamente se aprende así, y también en beneficio de los lectores de Letra Global que no dominen el catalán y por ello se pierden una de las voces poéticas más interesantes, maduras y particulares de la España contemporánea, hemos pasado un rato muy grato traduciendo algunas piezas de Los Prados luminosos. Reproduciremos aquí dos. La primera se titula La balaustrada y dice así:
Desde la tarde al anochecer, desde la balaustrada
pasar largas horas mirando las mariposas
hasta que el sol se hunde bajo la cordillera,
la noche decae, rojiza, y las ranas croan
en el fregadero, junto a los cañizos.
Crepúsculos para tener una copa en la mano
y pruebas de algún afecto que perdure.
Ir a cenar al fresco de la pérgola,
Oh juventud que siempre tuviste demasiada prisa.
Sentir el lento deslizarse del corcho cuando destapamos
una botella de blanco, el dring de la cubertería.
¿Son pocos, o demasiados años? ¿Es más clara la juventud
o la vejez? Aquellas horas han pasado con parsimonia,
entre andrajos de lucidez. Un ángel reposa
en el pasamanos de la balaustrada.
El siguiente poema, con el que acabaremos este artículo, se titula Tórtolas:
En la ventana, una tórtola ha puesto un huevo en el nido.
¿Hay cosa que pudiera ser más perfecta, más
geométricamente divina? Padre y madre están en vigilia
constante, empollan el huevo y hacen vuelos de Spitfire
para rociar a los intrusos. Cualquier huevo de tórtola
supera los manuales de teología y puedo agradecerlo
cada noche, cuando antes de acostarme miro el nido.
¡Qué privilegio otorga la naturaleza al homo sapiens!”
El huevo de una Sacra conversazione de Piero es su canon,
suspendido en el eje de la suprema simetría:
“La armonía es verdad; la verdad es harmonía”.
Aquella cría emigrará con sus padres entre continentes,
parándose en los rastrojos, vivaracho el cuello
y la mancha listada, blanca y negra, como una forma heráldica.
Aquí está la majestad de Piero, inaudita potencia
de la fragilidad, en la esquina del alféizar,
y no puede haber nada más libre entre las nubes,
con la luz del sol lustrándole el pardo oscuro del plumaje.
Como se ve, en los dos poemas está la naturaleza y la presencia inefable. El huevo de Piero della Francesca al que se refiere el poema de las tórtolas es el símbolo de vida y resurrección que pende sobre la Virgen, el Niño y los caballeros en la geometría eclesial de la célebre Madonna del huevo, obra maestra del Renacimiento. Es una intuición magistral del pota ligarlo con el nido y las aves que visitan su jardín.
Por lo demás los dos poemas los hemos traducido literalmente, y como es natural parte de la gracia y de la musicalidad se pierden en la traducción, y con la forma se pierde la emoción, parte del misterio. Damos “andrajos” por esquinços, no sé si acertadamente. Pensaba en los esquinçalls de la bandera en el melancólico poema de Carner. Se necesitaría aquí un miglior fabbro.