Quien haya leído Degenerado –el monólogo de un hombre acusado de pedofilia– sabe que no se sale indemne de la lectura de Ariana Harwicz, para quien la literatura es una indagación en los aspectos más oscuros del ser humano y de la sociedad a través de un lenguaje al que, frase a frase, desenmascara. Harwicz no busca reconfortarnos, más bien lo contrario. Desea mostrarnos lo que no queremos ver. Decir los que no osamos decir. Nombrar aquello que las palabras, atrapadas por los sentidos habituales, ni tan siquiera se atreven a nombrar. La editorial Anagrama publica ahora Trilogía de la pasión, donde se reúnen las tres primeras novelas de la escritora argentina instalada en Francia: Matate amor, La frágil mental y Precoz. Sus personajes se asemejan a los protagonistas de Bernhard, autor cuya estela sigue Harwicz, que también se inscribe en la misma línea de narrativa que Manuel Puig o Marosa di Giorgio. En estas novelasla trama es lo de menos. Lo que está en juego es el lenguaje y sus límites.

–Su último trabajo, Disertar, es un libro de conversaciones con Mikaël Gómez Guthart, donde dialoga con sus novelas. ¿Su narrativa es una disertación sobre el lenguaje?

–Totalmente. Disertar salió en 2021, y, si bien no fue buscado, al leerlo ahora en relación con estas primeras novelas me doy cuenta de que todo tiene coherencia: hay un discurso que une estos libros. Mi escritura tiene programa el disertar. Aunque pueda parecer una contradicción, escribo disertando sobre la escritura. Es imposible, obviamente. Pero mi intención es escribir una antiescritura, escribir la no escritura. Quiero escribir en español, desertando del español como lengua. Quiero escribir en francés desertando del francés. Es como una renuncia. Blanchot hablaba de la desposesión del lenguaje y es esto: desposeer la lengua, despojarla de todo, desmaterializarla, romperla… Este es el camino que he emprendido y es lo único que verdaderamente me interesa.

–Desertar de una lengua es cuestionar los significados con los que funciona.

–Claro. Por esto juego no solo a nivel estético con las palabras, sino con su significado. Esto que significa X, en mi novela, va a significar otra cosa. Esta palabra que en la vida cotidiana y social tiene este sentido en mi novela cobra otro. Trato de escribir trastocando los significados y jugando con las acepciones. Me gusta pensar la escritura como un falso diccionario.

–Al jugar con el lenguaje juega con la representación, que es realista, pero solo en apariencia.

–A priori, uno no diría que estas tres novelas son experimentales, que rompen con todo o que son experimentos surrealistas. Son novelas que hablan de temas tópicos, como la maternidad, la soledad, la violencia… Y, sin embargo, no es así. Detrás de estos temas aparece otra novela, casi como si fuera un monstruo y esta otra novela que aparece no es realista, no es figurativa. Me gusta pensar mis libros en términos pictóricos: no son Kandinski, no son el último Miró; tampoco son un Rafael o un Caravaggio. Son novelas que transitan en medio de todos estos lenguajes. Amo los cuadros que puede mirarse de una doble manera y quisiera que mis novelas fueran así: un espacio en el que es posible reconocer las figuras individualmente –una casa, un árbol, un individuo–, pero que, en su conjunto, resultan del todo irreconocibles.

–En el centro de sus novelas está la ambigüedad.

–Es cierto. Sería feliz si se viera claramente esta ambigüedad, porque es lo que intento lograr. Deliberadamente, lo que busco con la escritura es la ambigüedad y el misterio. Hay una madre, un hijo, una casa, un perro, vecinos… pero, de repente, estas figuras reconocibles se trastocan: el hijo no es el hijo, la maternidad se desarma, los vecinos se vuelven animales. Al leer uno se enfrenta a la posibilidad de entender y, a la vez, de no entender lo que tiene delante. Por eso escribir es algo muy difícil, al menos para mí. Si agotás todo el sentido, si hacés entender demasiado o todo, aunque pareciera que es lo apropiado, la novela se ahoga y se muere. Desaparece el erotismo, que implica precisamente no entenderlo todo. Cuando te gusta alguien o algo siempre hay un elemento que se escapa del entendimiento. Cuando escribo, trato de hacerlo a partir de aquí. Mi escritura siempre es elíptica. En mis novelas, las frases no se terminan de decir, la palabra no termina de caer, los personajes dicen algo, pero se interrumpen en mitad del discurso, el habla de uno se confunde con el habla del otro… Trato, en definitiva, de mantener vivo el misterio.

–Paradójicamente ocurre con personajes que hablan mucho e, incluso, gritan.

–Sí, hablan mucho. Pero, a la vez, no se les termina de entender. Habla la madre, habla la hija y una le dice a la otra: “Pero, ¿qué estás diciendo?” Me gustan muchos estos efectos que provocan perplejidad en quien lee. De lo que se trata, al menos para mí, es de jugar con los límites de la comprensión.

–Estos excesos verbales de los personajes tienen mucho de teatral. ¿Cómo ha influido el teatro en su concepción de la novela?

–En la presentación en Barcelona alguien dijo que el teatro siempre está postulando la máxima intensidad, en cuanto es pura presencia y un condesado para que lo más intenso termine en escena. No hay mucho tiempo para la digresión. Y en mis novelas sucede algo parecido:  hay digresiones, pero pocas. Todo esta cargado de intensidad y de urgencia, como si estuviera a punto de explotar una bomba. Todas mis novelas, breves porque no podrían ser de ninguna manera largas, estás escritas de esta premisa: va a explotar una bomba de forma inminente. ¿Qué vas a decir? ¿Qué vas a hacer?

–En un momento así se puede decir todo, como hacen los personajes de Bernhard.

–Bernhard es de esos autores que, cuando una los lee, tiene la sensación de que ni se limitan ni se censuran. En ellos, no opera la censura y lo dicen todo. Dicen aquello que el lenguaje no debería decir, lo que las palabras esconden y lo está detrás de las frases. Me gustan los personajes verborreicos que se enfrentan a todo, que tienen desparpajo e impunidad y parece que se pueden morir en cualquier momento y no temen decirlo todo. Son personajes que no tienen trabajo, casa o una familia bien armada. No están en la sociedad y, por esto, hay algo extremo en ellos.

–En todos ellos se percibe también algo marginal.

–Sí, los míos son todos personajes marginales, algunos más que otros, y todos escapan del ideal social. Ninguno de ellos cumple con el rol que se espera que cumpla. En La débil mental, por ejemplo, hay dos mujeres que sacan hasta el último dinero que tienen en el banco, se quedan sin trabajo, venden sus joyas, comen con la mano… Tienen una actitud animalesca. En Precoz es peor: los personajes están fuera de la ley. Tienen a la policía a las espaldas y viven en la clandestinidad. Aquí se muestran las marginalidades y las inmigraciones europeas que son distintas a las marginalidades y a las pobrezas latinoamericanas. No tienen nada que ver. Los marginales europeos son los inmigrantes rubios de ojos azules que vienen de Polonia, Rumanía y, ahora, de Ucrania.

–En su desconstrucción del registro realista juega un papel clave el terror.

–Las mías no son novelas de terror clásicas ni se pueden catalogar como ciencia ficción, pero el terror está latiendo siempre, todo el tiempo. No sé cómo sería trabajar el terror desde el género clásico y recurriendo a los elementos habituales, porque no lo he hecho nunca. Lo que he buscado es crear una atmosfera de terror, un sonido terrorífico que se escuche a lo largo de toda la novela. Tienen que ver con el terror pero también con la comedia. Eso sí, es un humor que está en una linde: te ríes, pero, al segundo, lloras. Me gusta juntar emociones, hacer que cuando el lector está en mitad de una carcajada entre el terror o viceversa: en una secuencia de drama introducir el humor, un chiste para descomprimir la situación. Y me gusta ver cómo los espectadores que acuden al teatro a ver Precoz se ríen.

–¿El chiste es una vía de escape?

–Sí, es como una ventana. El chiste lo descomprime todo. Es desacralizante. Saca lo trágico. Lo que intento es que, en medio del terror, la tragedia, el horror, lo marginal o lo sórdido aparezca una situación patética, humorística o ridícula que haga reír. Esto se ve muy bien en Precoz, que imaginé como un largo poema lúgubre y, al mismo tiempo, como una historia de cowboys. Precoz tiene algo de road movie: los personajes se están moviendo constantemente a lo largo de la carretera.

–¿Se puede escribir prescindiendo de la imagen?

–Imposible. Yo pienso a partir de la imagen. Ten en cuenta que mi cabeza bascula entre el cine y el teatro, la pintura y la música. Todos estos elementos intervienen a la hora de escribir. No sé escribir sin ellos. Y en mi caso, la pintura está muy presente en la escritura: en las palabras, en la frase… Estudié cine, teatro y fotografía. Todas estas disciplinas no me son ajenas, al contrario. Para mí la literatura es esto: la pregunta sobre cómo puedo llegar a la palabra a través de la imagen.

–¿Su escritura busca escapar de la literalidad?

–Está muy bueno pensar en la posibilidad de una escritura que se oponga a la literalidad. Me gusta pensar la literatura como un postulado en contra de la literalidad, porque me parece insólito que las palabras signifiquen lo mismo en la vida real que en el texto escrito. No lo comprendo. Cualquier conversación que ahora podamos tener vos y yo forma parte de la vida real, pero ¿qué tiene que ver todo esto con la literatura? No podemos leerla de forma literal. En literatura las palabras son otra cosa. No tienen nada que ver con la lengua de comunicación que utilizamos en el supermercado o en el aeropuerto. Para nada. En literatura la palabra es, ante todo, sonido. Cuando escribo, nunca las elijo por lo que aluden en la vida. Las tomo para transformarlas.

–De ahí la importancia de la traducción, entendida en sentido amplio.

–Cierto. Desertar es un diálogo sobre traducción, sobre el cambio de una lengua a otra, sobre el abandono de un idioma… Volviendo a la pregunta de antes: cuando escribo, yo veo un pentagrama, veo música. Para mí el lenguaje es música.

–¿Lee en voz alta?

–Sí, hago de todo. Digo las palabras a media voz, en voz alta, las mastico, las grito, las muerdo, las digo con y sin música, rápida y lentamente…Es obvio que la escritura va más allá, no se limita a su dimensión sonora, pero lo cierto es que es muy importante para mí leer en voz alta y escuchar cómo suena hacia adentro y hacia fuera. Además de todo esto, escribir es hacer un gran trabajo de depuración y de corrección. Trato de que en las frases no haya ninguna palabra de más, ninguna palabra que pueda ser eliminada sin que se note su ausencia. Voy achicando el texto. Por eso mis novelas son tan breves. Elimino lo sobrante hasta que ya no se pueden quitar más palabras, porque de lo contrario la frase se balancearía, el texto sería incomprensible y todo el sistema se desarmaría. Estaría bueno pensar que las novelas no tienen ninguna palabra que sobra, que ninguna palabra es un simple adorno. ¿Qué es el adorno? Es algo inútil.

–De ahí también la escasa adjetivación.

–¿Se nota? No digo que no utilice adjetivos, pero pocos. Antes de escribir que algo es terrible lo pienso diez mil veces. Antes de definir algo como grotesco, alucinante o bello lo pienso otras diez mil veces. En la vida cotidiana adjetivamos constantemente, pero en la literatura debemos tener cuidado con el adjetivo gratuito. Hay que intentar decir lo que vayas a decir, pero de otro modo. Este es mi objetivo: no reproducir de forma acrítica las palabras de la vida, porque es totalmente antiliterario imitar el lenguaje de la vida real. Para mí la literatura implica hallar nuevas formas, pero los hallazgos no tienen que ser mentirosos, no tienen que ser un juego. Tienen que ser reales. Volvemos a lo que comentábamos al comienzo: se trata de hacer otra cosa de la escritura, no convertirla en una reproducción pasiva.

–Mientras la escucho pienso que vivimos en un momento de exceso de literariedad. La prueba es lo que le pasó y le sigue pasando con el título de su novela Mátame amor. ¿Ya no sabemos leer en clave metafórica?

–Es increíble. Se habló de incitación a la violencia, de incitación a la automutilación, de incitación al suicidio… Es delirante. El problema es que, actualmente, se piensa que la literatura es la vida, pero no lo es en absoluto. La literatura es otra dimensión, otro lenguaje. Y, sin embargo, se sigue pensando la literatura con los mismos esquemas con los que pensamos la vida: discriminación, racismo, machismo… Se pone a la literatura en el mismo plano de la realidad, cuando no lo está. Vivimos un retroceso del arte y lo peor es que los artistas aceptan esta lectura y se vuelven cómplices. Por esto no me dan pena. Los artistas no tendrían que ser así, en el sentido de que no deberían tener miedo a decir o hacer determinadas cosas. No está Hitler, no está Franco, no hay una dictadura en los países occidentales en los que se está viviendo este retroceso. Y, sin embargo, los artistas aceptan las lecturas morales de sus obras. ¿Por qué? ¿Por miedo? ¿Por miedo a perder seguidores en Facebook? No te van a llevar a Siberia. Como mucho de te van a boicotear en las redes. Hay mucho miedo e hipocresía en el mundo de la escritura.

–Mientras usted escribe una novela como Degenerado se debate sobre el valor moral de Lolita y el papel de Nabokov al crear la voz de su narrador.

–Ante estos debates, una se pregunta dónde está el valor metafórico del lenguaje, dónde está la sublimación. Se piensan a los autores y a las obras desde los cánones de la convención. Además, se establece la ecuación el autor es igual a la obra, sin tener en cuenta el salto que supone escribir. Se saltea esto y se termina en una identificación rudimentaria y literaria entre autor y personaje. Muchas autoras, que quieren reclamar determinados derechos, escriben un libro como si ellas fueran los personajes…

–En contra de lo que dijo Barthes el autor no ha muerto…

–Por esto hoy muchos tienen miedo a la hora de escribir y van con cuidado para no ser acusados de racistas, misóginos o fóbicos … Con todas estas categorías apuntándote, es inevitable no preocuparse ante la posibilidad de ser señalado. Y así salen los libros.

–¿Cómo le afecta a usted esta situación?

–El miedo siempre está ahí, pero hay que avanzar, hacer lo que hay que hacer. La gente tiene miedo a la hora de decir determinadas cosas. En mi caso, intento decirlo todo y tratar de tener coraje, una cualidad que se ha perdido. Hay muy pocas obras que tengan coraje, que se enfrenten con valentía a su tiempo, que corran el riesgo de ser censuradas o boicoteadas. Lo que hay es todo lo contrario: autores que cuidan mucho lo que van a decir para no ser acusados de nada. Yo trato de no tener miedo y, cuando lo tengo, intento vencerlo. Porque si te dejas llevar por él, eres un fracaso: comienzas a escribir mal y la escritura se vuelve algo innecesario. Ante esto, hay que enfrentarse al propio miedo y no caer en la tentación de aceptar las exigencias de los otros. Una tiene que ser consciente que los escritores siempre han tenido enemigos y han construido su literatura a pesar de ellos, discutiendo y espadeándose con ellos. Pero esto también se ha perdido: en la década de los cincuenta y de los sesenta, incluso durante los setenta, se producían debates públicos entre filósofos y escritores. Ahora se busca a estar bien con todo el mundo.

–¿Han desaparecidos las querelles?

–Hay que debatir, la discusión es necesaria. Sin embargo, se impone el deseo de consensuar, que es algo peligroso. O, lo que es todavía peor, la discusión termina siendo una pelea en redes a base de insultos que concluye con los participantes bloqueándose los unos a los otros.