Profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Barcelona, Bernat Castany quedó finalista del Premio de Ensayo Anagrama 2021 con Una filosofía del miedo, un libro donde traza, desde la tradición ilustrada, un nuevo relato acerca del miedo y se reflexiona sobre cómo la representación que se ha prolongado desde el mundo clásico hasta la actualidad de este concepto, así como de la idea del valor, ha sido utilizada en términos políticos a la hora de legitimar –y deslegitimar– a determinados colectivos.
–En las primeras páginas de su libro explica que su origen fue el interés de una alumna por el tema del miedo. ¿Su ensayo responde al hecho de que vivimos en un momento en el que el miedo está muy presente y muchos discursos lo alientan?
–Es cierto que detrás del ensayo hay una anécdota real, pero, efectivamente, no fue el detonante. La anécdota tiene una función en el orden del discurso, pero no en el orden del pensamiento. El miedo es un tema que me interesaba desde hace mucho tiempo, en parte porque lo trataba en mis clases, puesto que gran parte de la literatura aborda la aventura, que no deja de ser una experiencia que te enfrenta al miedo y construye una cierta identidad. El miedo también me interesaba por una cuestión política, pero no tanto en términos macro, sino de micropolítica. Lo que realmente llamó mi atención es la relación que hay entre el miedo y la precariedad. En la universidad yo he vivido casi diez años de precariedad, marcados por la ansiedad y el temor. La precariedad me hizo sentirme poco libre, sobre todo a la hora de hablar, y no me dejó disfrutar de lo que vivía. En este libro quería tematizar micromiedos como los que yo había vivido y que, muchas veces, no tenemos presentes.
–¿Para poder escribir tuvo que superar esos miedos y salir de la precariedad?
–Sin duda. Escribí una primera versión de corte más académico, y me di cuenta de que no era lo que quería hacer: la teoría no me resolvía nada. Lo que sucede es que yo le temía mucho a la escritura no académica. Como docente estaba acostumbrado a esa escritura que es relativamente cómoda porque estás parapetado en marcos teóricos amplios y grandes autores. Tu función es pasiva. Dante, al respecto, tiene un ensayo en el que distingue entre textos esclavos, los que comentan lo que otros han escrito, y textos señores, que son los que afirman. Yo estaba acostumbrado a hacer textos esclavos, que en el fondo reflejaban la vida asustadiza que yo llevaba. Tiempo después decidí retomar esa primera versión y reescribirla completamente con otro espíritu y tratando de liberarme de los tics académicos. Decidí escribir superando los miedos que me impedían hacerlo con libertad.
–Resulta paradójico que la ANECA puntúe los textos esclavos, pero no los textos señores. ¿Se hace carrera universitaria haciendo de esclavo?
–¡Claro! De hecho, yo siempre me reía con mis amigos sobre el día en que por fin sería liberto. De todas maneras, la liberación que supone escribir un texto así no tiene solo que ver con el hecho de no tener que acreditarme, sino que es de carácter más íntima. Me costó encontrar una voz ensayística que me permitiera afirmar arriesgando, que me hiciera sentir libre de arriesgar a decir banalidades, a pasarme de gracioso o de curioso, a que me confundan con la autoayuda o con la religión… Sabía que escribir un libro así era transitar una carretera con curvas, pero quería hacerlo y quería sentirme cómodo.
–Usted transita esta carretera inscribiéndose en la tradición ilustrada.
–La Ilustración es fundamental. Mientras escribía el libro traduje varios textos de ilustrados franceses, así como un ensayo de más de seiscientas páginas de Voltaire que acaba de publicarse. Quería escribir como los ilustrados franceses, con esa frescura y esa fuerza tan atractivas. No hay que olvidar que la Ilustración, al menos según la definición de Kant, tiene dos enemigos: el miedo y la pereza. Kant, de hecho, reflexiona sobre el miedo a pensar por uno mismo y sobre el miedo a equivocarse. En clase siempre digo a mis alumnos que el ensayo va de la mano del error: el ensayo implica, como la improvisación musical, aceptar convivir con el hecho de equivocarse. Si no se tolera la equivocación, es imposible pensar con libertad y sin barreras.
–¿La primera barrera son los prejuicios tras los cuales a veces nos parapetamos?
–Los prejuicios fueron motivo de reflexión para la Ilustración, puesto que son el reflejo de cómo la sociedad nos programa desde pequeños para que funcionemos de forma aparentemente autónoma. Y es importante el adverbio ‘aparentemente’, puesto que, en verdad, lo que hacemos es seguir las indicaciones de un software religioso, social, político…. Si uno quiere sentirse libre a la hora de pensar debe enfrentarse a todos estos prejuicios, que muchas veces han sido invisibilizados y tachados de naturales. Al fin y al cabo, el objetivo de la ideología es naturalizarse e invisibilizarse. Por esto insisto en el hecho de que ser valiente no es lanzarse en paracaídas o cazar un oso con las manos, sino otra cosa. Hay toda una serie de valentías que no se ven, en parte porque la valentía y la cobardía han sido dos nociones que se han utilizado para dominar a las personas. Convencer a un colectivo que es cobarde implica convencerle de que no es digno ni de gobernar ni de autogobernarse. Esto es lo que se ha hecho con las mujeres, pero también con los plebeyos, repitiendo una y más veces que el pueblo es una masa histérica, una bestia que no responde de sí en los momentos de crisis y, por tanto, que necesita de valientes –nobles, políticos, empresarios– para que lo guíen.
–Usted observa, siguiendo a Vladímir Propp, que el relato es siempre el mismo. ¿Los argumentos que antes sustentaban la idea de valentía son los que se usan ahora con los emprendedores?
–Estamos delante de un relato que se va repitiendo, a pesar de algunas modificaciones, desde hace siglos. Por esto, apelar a un estructuralista como Propp es especialmente adecuado. Me permitía observar cómo se repite siempre el mismo esquema, tanto a nivel colectivo como individual. Cuando un maltratador quiere desactivar y someter a una mujer o a un niño lo que hace es exagerar sus miedos, convencerles de que, sin él, no son nada… El miedo es un mecanismo fundamental de dominio. Por eso la batalla contra el miedo se libra en el ámbito de la representación. Seguramente, una de las grandes victorias de la Revolución Francesa fue la posibilidad de representar al pueblo como un sujeto valiente capaz de enfrentarse al poder. Es decir, el pueblo le arrebata, a través de la imagen, el privilegio de la valentía a los nobles. Un privilegio que ahora se asocia al empresario, puesto que se presupone que son quienes que se han atrevido a invertir y a arriesgar, mientras el resto somos cobardes que preferimos la comodidad y, por eso, no merecemos tener privilegios. El miedo aquí lo que hace es justificar unas desigualdades que, sin embargo, son estructurales e injustas.
–¿El miedo sigue estando detrás de muchas cosas sin que seamos conscientes?
–Hay un rasgo de género. Mientras escribía el libro, más de un hombre de mi familia, de una generación anterior a la mía, me preguntaba cómo iba a hablar de mis miedos. Esto se debe al hecho de que se ha asumido que el hombre no debe tener miedo y, si lo tiene, no debe confesarlo, porque resulta vergonzoso. Una de las cosas más perversas de esta guerra es oír a los reaccionarios de todos los ámbitos mostrarse contentos de que el conflicto vuelva a poner las cosas en su sitio: las mujeres en la carretera con los niños y los hombres peleando. La guerra prioriza una noción del valor y del miedo que es perversa. Es la noción que las novelas de caballería trataron de mantener cuando la nobleza estaba con respiración artificial, agonizante. Esas novelas trataban de mantener esos concetos porque así legitimaban la nobleza. Y uno de los aspectos perversos de esta guerra es que vuelve a poner en funcionamiento un discurso que legitima el poder de los hombres, de los militares… de los valientes.
–Usted habla de miedos invisibilizados pero estructurales en la sociedad
–El miedo a decir la verdad, a pensar por cuenta propia, a asumir que el mundo es ambiguo y complejo, a dar libertad al otro… Y, entre otros, el miedo a no dar miedo. Para mí, uno de los mayores actos de valor es el ser capaz de reducir el miedo de los demás. Es esencial sacar a las luz los miedos invisibilizados, señalar aquello que todos los compartimos. Hay diferentes distribuciones del miedo y distintas disposiciones para superarlo.
–El miedo a decir lo que se cree restringe la libertad. ¿Es mayor el temor a hablar o el rechazo que existe a escuchar ciertas opiniones?
–Una especie de modelo metafórico para concebir las relaciones entre personas dentro del ámbito colectivo es el de la amistad, según la definición clásica, que incluye un pacto que consistiría en lo siguiente: puesto que cada uno está encerrado en su burbuja cognitiva, suscrita por los demás, que temen llevarle la contraria –a veces tenemos miedo de decirle tal cosa a la otra a tu pareja, a tus amigos, a tus familiares–, la amistad lo que hace es romper esas burbujas y obligarnos a decir la verdad al otro y a aceptarla. Cuidado: hablo de nuestra verdad, porque es solo nuestra. No significa que tengamos la verdad en términos absolutos. Lo único que tenemos es nuestra perspectiva sobre las cosas, que puede ser opuesta a las de los demás. Creo que si este modelo de amistad se extrapola al diálogo social sería algo beneficioso. Quizás existen grupos opuestos ideológicamente a mí, pero tienen acceso a realidades y matices que yo no puedo ver, porque estoy encerrado dentro de mi ideología. Ellos me pueden decir su verdad y yo, como ciudadano sometido a a este pacto, debería estar dispuesto a escucharla. Lo que sucede es que, la mayoría de las veces, no existe dicha disposición.
–Tenemos que estar dispuestos a escuchar al otro, pero también a que nuestras afirmaciones sean contestadas y criticadas.
–Por supuesto. A menos que lo que digas sea una especie de acto performativo llamando al odio y a la violencia, la respuesta debería ser siempre dialéctica: nunca un despido o la cancelación.
–Eso es lo que ha pasado en ciertas universidades de Estados Unidos…
–Conozco algún caso. Estudié cinco años en Estados Unidos, donde tengo muchos amigos que, siempre de forma temerosa y en privado, me comentan que existe el miedo a decir ciertas cosas. Se ha llegado a extremos un tanto absurdos. Aquí no se han producido casos similares. Lo que veo en las redes son polémicas que tienden sobre todo a la reducción al absurdo. En las redes no te encuentras a alguien que, tras dar su opinión de forma razonada e informada, sea cancelado. Te encuentras más bien con personas que dicen burradas y se les bloquea.
–¿Las redes sociales fomentan o crean miedos?
–Cada revolución tecnológica, y el descubrimiento del fuego lo fue, implica miedos e inseguridades. Seguramente al primero que descubrió el fuego se le acusó de haber matado un Dios o incluso lo mataron. Cualquier descubrimiento trae beneficios, pero también inseguridades y temores. Piensa en la imprenta: no fue recibida como una maravilla tecnológica que iba a difundir conocimiento por el mundo, sino que fue tachada de ser una herramienta capaz de dar voz y difusión a las mentiras y los bulos. Basta pensar en el enfrentamiento entre protestantes y católicos. Con las redes sucede lo mismo. Esto nos los dice el Humanismo, uno de cuyos principios es que el ser humano es esencialmente el mismo en todas las épocas y todos los lugares. Es reconfortante esta idea y nos ayuda no ser apocalípticos. El mundo no va a acabarse. El mundo siempre está a punto de acabarse, pero siempre ha sobrevivido. Con esto no quiero decir que sea perfecto, todo lo contrario, pero tan nocivo es caer en actitudes apocalípticas como en el utopismo.
–¿Está relacionado el miedo con la pérdida de un estatus?
–Muchísimo. Este es el miedo que tienen los que en su día tuvieron poder, aquellos que piensan que los cambios en la representación del valor va provocarles una pérdida. Hoy en día lo vemos en las reacciones de corte patriarcal contra el feminismo: aunque se intente aparentar hombría, lo que tenemos es a un grupo de hombres asustados porque ven que su identidad, su estatus y su poder se está cuestionando. Este miedo lo encontramos también en los nacionalismos y en fundamentalismos religiosos. Se suele creer que tener valor implica defenderse, pero, en mi opinión, puede considerarse un acto de valor aceptar el cambio y la derrotao, o reconocer que tu victoria es injusta. Por esto es importante construir un relato más complejo del miedo. Sólo así nos podremos desprender de esa idea de valentía que consideramos casi un deber.
–¿La tolerancia es una buena respuesta ante el miedo?
–La tolerancia es una forma de valor y la intolerancia es una forma de violencia dirigida contra aquello que se considera diferente y que amenaza nuestra existencia, nuestra manera de conceptualizar las cosas. Hay gente que está dispuesta a morir por una guerra, pero quizás no está dispuesta a cuestionarse su idea de nacionalidad, de género o de clase social. La tolerancia es el valor de convivir con los diferentes.
–Antes hablaba de reconstruir los lazos políticos. David Becerra Mayor sostiene que, salvo excepciones, la literatura española de las últimas décadas apeló a lo individual y se olvidó de lo colectivo. Es decir: interpretó los problemas solo en clave individual y no en términos sociales. ¿Suscribe esta idea?
–Esta es una cuestión interesante,sobre la que no me he detenido en exceso. Soy especialista en literatura latinoamericana y he leído poca literatura peninsular de los últimos años. Belén Gopegui es una autora que todavía no he leído, pero que me ha recomendado muchísimos amigos, todos ellos haciendo énfasis en el carácter político de su literatura. Es este carácter político lo que ha hecho que me haya interesado mucho Marina Garcés. Y lo que comentas de Becerra Mayor me parece acertado, porque, aún no siendo un gran lector, lo que me provoca más pereza de la literatura peninsular es que casi siempre presenta problemas de individuos de la clase media, olvidando no solo la colectividad, pero no solo nacional, sino también en términos internacionales. No veo ningún intento de redimensionar lo individual en un contexto colectivo y mundial.
–¿En la literatura latinoamericana sí?
–Esta tendencia es menor, aunque ha habido algún ejemplo. En Latinoamérica no ha existido durante mucho tiempo clase media, de ahí que muchos escritores pertenecieran a las clases altas pero se disfrazaran de clase media. Esto produjo un cortocircuito. Véase Vargas Llosa: comenzó en un extremo y ha terminado hablando igual que la aristocracia. El desclasamiento no es un problema; me parece una opción muy valiente. Nunca voy a esencializar las relaciones de clase. Dicho esto, creo que en términos generales la literatura latinoamericana está más politizada. Desde las independencias del siglo XIX, la figura del escritor-intelectual está muy presente y no hay otra parte del mundo en el que encontramos tantos escritores que hayan tenido cargos políticos, desde embajadores a presidentes del Gobierno, pasando por sindicalistas. Lo que quiero decir con esto es que la conexión literatura-política es mucho más estrecha.
–Le preguntaba sobre la literatura latinoamericana, pero, seguramente, es una expresión inadecuada. Son muchas literaturas distintas.
–Bueno, esto se debe a una cuestión interna: Latinoamérica tiene una pulsión unificadora. Desde Bolívar existe el sueño de formar unos Estados Unidos de América del Sur. En parte es legítimo hablar de una literatura latinoamericana porque hay quienes aspiran a esta unidad. Es evidente que hay muchísimas diferencias entre países y literaturas que son diversas entre sí, si bien es cierto que la literatura latinoamericana surge de movimientos que son continentales. Rubén Darío viaja por todo Hispanoamérica fundando revistas y el Modernismo el movimiento que, por primera vez, unifica el continente en términos literarios. Este mismo papel unificador lo tuvieron las vanguardias y, más recientemente, el boom. Lo que quiero decir es que, al menos en el pasado, han sido muchos los intentos por formar una sola cultura, en parte por esa relación de amor-odio con los Estados Unidos.
–¿Qué presencia tiene la literatura latinoamericana en la universidad española?
–La literatura latinoamericana está infrarrepresentada en la carrera de Filología Hispánica y en Estudios Literarios ni siquiera existe una asignatura. En Hispánicas, solo hay tres cuatrimestres de literatura latinoamericana. Es poquísimo. Me parece curioso que en la carrera puedas tener una asignatura de Ilustración española, que es un oxímoron, una asignatura dedicada al teatro español de la primera mitad del siglo veinte y así muchas más, pero solo tres dedicadas a la literatura de América del Sur. La representación institucional sigue siendo eurocéntrica y nada tiene que ver con le interés de los alumnos. Por mi experiencia como docente puedo decirte que los alumnos siguen fascinados por la literatura latinoamericana y, cuando comienzan a estudiarla, es aire fresco. Una literatura que les abre el mundo, empezando por Cortázar…
–¿Borges y Cortázar siguen fascinando como hace treinta años?
–Cortázar está un poco más olvidado. Yo creo que Rayuela ha envejecido mal, pero sus cuentos son espectaculares. Y Borges continúa igual, sigue despertando pasiones. Algo similar pasa con Bolaño. No hay estudiante que no quede fascinado cuando lo lee.