Las emociones ya no se controlan. Reímos y lloramos. Sentimos la desolación, pero necesitamos la carcajada, la risa, ver en aquello que pudiera ser trágico, lo más cómico que nos hayamos podido encontrar. Se ha pasado en poco más de diez años por una crisis económica de enormes proporciones, con un cambio de paradigma, y a continuación se presentó una pandemia por un virus, un fenómeno del todo imprevisible para las mentes occidentales, a pesar de los epidemiólogos que advertían de la posibilidad, o de expertos como Hans Rosling, quien, en su libro Factfulness, de 2018, se refería a una posible epidemia o…una guerra. Esa guerra ha llegado y la ansiedad hace su presencia de forma constante. También cuando llenamos un teatro para degustar Fin de partida, de Samuel Beckett, ahora en el Teatre Romea, hasta el 24 de abril.
La obra la dirige Sergi Belbel, con una traducción al catalán del texto de Beckett impecable, que fluye y deleita, gracias a dos actores enormes, Jordi Bosch y Jordi Boixaderas, que interpretan a esos dos personajes desolados, Hamm y Clov, respectivamente. Ya protagonizaron la obra en 2005, dirigida por Rosa Novell, a quien se le dedica ahora la obra. Aquel duelo se repite, pero la lectura ya es otra, porque las condiciones, las nuestras, son muy distintas.
El puñetazo en el estómago es el mismo. Pero los dos años de pandemia obligan a nueva visión. Los dos personajes miran por la ventana, están aislados. Fuera no hay nada. Aunque se imaginan lugares y personajes. Saben, sin embargo, que están encerrados en casa y que, en algún momento, las rutinas que mantienen, tendrán un final. Todo se acaba. ¿Pero cómo se acaba?
Beckett escribe el texto en 1957, originalmente en francés, bajo el título de Fin de partie. Como solía hacer, él mismo lo tradujo al inglés, pero con el título de Endgame, el final en una partida de ajedrez, al que era aficionado. Lo que reflejaba era un mundo devastado, el de Europa en aquel momento, tras la II Guerra Mundial, que iba saliendo, poco a poco, del pozo de la destrucción. Podía haber ilusiones, deseos de sobrevivir, pero las condiciones eran duras. El paisaje era desolador, con ciudades que se iban reconstruyendo de nuevo.
Silencios inquietantes
El personaje central, Hamm, tiene vivos a los dos progenitores, que viven en sendos cubos de basura. Asoman la cabeza y piden comida, o que se les escuche. Hamm le pregunta a su padre por qué lo engendró, y ciego y paralítico se recrea en fastidiar a Clov, que tampoco sabe por qué le debe esa obediencia ciega, y que conlleva, como puede su cojera.
El diálogo es rápido, chispeante en ocasiones. Hamm cuenta su historia. Y hay silencios inquietantes. El espectador lo vive. Lo siente. ¿Debe reírse?
En cada función el público puede responder de una forma distinta. En el estreno, el pasado martes, el público fue tomando el pulso de la obra, pero esas emociones desbocadas hicieron acto de presencia. Risas por el cambio de lugar de la escalera que utiliza Clov para mirar por la ventana, risas sin complejos cuando abría la tapa del cubo de la basura el padre de Hamm, Nagg, que pide “farinetes” para comer. Y risas por los monosílabos de Nell, la madre. Los dos progenitores, con las piernas amputadas, vegetan, esperando todos el final de la partida.
¿Hay que reírse en una obra de Beckett? ¿Necesitamos buscar la parte cómica en una obra que refleja la desolación? ¿O se trata de una confusión? ¿O es que necesitamos reirnos, dejarnos llevar, como una necesidad del alma en tiempos de tanta inestabilidad?
Fin de partida está considerada como una obra encuadrada en el teatro de lo absurdo, pero el propio Beckett estaba en desacuerdo con esa definición. Dejaba al espectador su propia interpretación. Es una obra clásica del teatro, sin más etiquetas, que sigue funcionando, porque el mundo fluye, es dinámico, pero esa desolación interior se mantiene en el ser humano. Lo que inquieta ahora es que hemos pasado por la experiencia del encierro, y no hubo grandes reacciones, al margen de una pequeña minoría o de las voces que provenían del mundo jurídico, sobre la posible legalidad de poder tomar una medida de ese tipo, por parte del Gobierno. Y nos vemos como esos dos personajes, a la espera, tal vez, de un futuro que no llega, o de recuperar un pasado que no volverá.
La guerra arrecia en Ucrania. Rusia puede poner en solfa todo el orden internacional conocido hasta ahora. Y nos vemos en esa casa, con dos ventanas que no conducen a ninguna parte. La puesta en escena es esencial para llevar al espectador por los caminos de Beckett. La escenografía es de Max Glaenzel y Josep Iglesias, con la iluminación de Kiko Klana, que crea una atmósfera precisa, inquietante a medida que avanza la obra. La pequeña habitación es la nuestra, esperando que amaine.
La obra está coproducida por el Teatre Romea, Bitó y Mola Produccions. Belbel nos deja sin respiración, con otros actores también sublimes, los padres de Hamm, Jordi Banacolocha y Margarida Minguillon, maravillosos como Nagg y Nell. ¿Amainará, o siempre estaremos en esa habitación? Igual…, sí, hay que reírse, sin que se entienda como un sacrilegio, cuando vemos a Clov, de aquí para allá, como una peonza.