Un simple vistazo a las listas de lo más escuchado en cualquier plataforma musical revela un austero panorama: novedades recién salidas del estudio alcanzan el número 1, que todo el mundo escucha y conoce, con una temporalización aproximada hasta que, un tiempo después, el mismo proceso se repite para dar paso a otra obra de características similares. ¿Quién recuerda el más reciente número 1 antes del actual? ¿Cuál es el proceso que sucede en esta transición?
Es innegable que la sociedad se encuentra sumergida en la masiva industrialización de las artes. Hace 75 años, Horkheimer y Adorno publicaron Dialética de la Ilustración, cuyo contenido parece seguir vigente. Los autores mencionan la cultura de masas como modelo que sobrevuela toda la sociedad. A través de la masificación, la desaparición del pensamiento reflexivo, la invariabilidad del gusto o la producción agotadora se desarrolla este pensamiento desmoralizador que opone sistema y colectividad social.
La cultura se reduce al escaparatismo, convertido en una fábrica de réditos con fecha de caducidad. Resulta incluso sorprendente la facilidad con la que la industria ha encontrado en la cultura musical un mecanismo para producir beneficios. ¿Son cultura e industria términos opuestos? El beneficio económico es innegable, pero ¿cómo asume la ética estas situaciones? La relación es desigual, ya que esta forma de cultura solo se concibe en un movimiento vertical y descendente desde el sistema y hacia la sociedad.
El cambio a gran velocidad hace que nada sea permanente, ni siquiera las formas de creación que tan arraigadas parecían ser. Todo se tambalea sobre una superficie inestable, a la cual los artistas se agarran por instinto de supervivencia. La situación es radical: el cambio se ha convertido en algo tan fugaz que su propia definición parece desaparecer. ¿Podemos hablar de una obsolescencia cultural programada?
El término surgió hace un siglo en Estados Unidos, cuando el presidente de General Motors buscaba una fórmula para competir frente a Ford. Su solución fue alentar a los compradores a adquirir el último modelo de su marca, aunque los automóviles anteriores funcionasen a la perfección. Décadas más tarde, esta técnica se perfeccionó hasta fabricar objetos con fecha de caducidad señalada de antemano. La calidad se sacrificó en favor de los beneficios económicos. La aplicación de este principio se ha extendido al ámbito psicológico, biológico y ecológico. ¿El consumo de la cultura se reduce a usar y tirar?
El fenómeno invade ya la esfera cultural y, en particular, a la música. Según Adorno, la cultura de masas se ha apropiado del entramado cultural y lo ha transformado en una industria consumista donde la calidad no es lo esencial. En los últimos quince años, la música ha sufrido cambios vertiginosos. Con la aparición de internet y las redes sociales, el consumo y la distribución musical cambió por completo. El consumo online es el nuevo metaverso. La aparición de los servicios musicales como Spotify o Apple Music y el streaming modifica los hábitos de escucha y los beneficios recibidos.
El negocio se ha trasladado a los conciertos, las licencias musicales y las redes sociales. El amateurismo ha adquirido además un espacio propio, sin depender de los intermediarios. Esta transformación afecta al entramado industrial y a la propia noción de música. La cadena de consumo sigue dependiendo de la distribución y el ocio, esenciales en una cultura de masas, que busca distraer al oyente y captar su atención con productos efímeros. La perdurabilidad ha dejado de importar.
El nuevo paradigma es oír (que no escuchar) y desechar. Los artistas deben expresarse a través de una industria que no considera la creación desde un prisma conceptual. La producción se ha tornado homogénea y afecta a instituciones como la crítica cultural. ¿Las redes sociales reflejan el gusto de la sociedad? ¿No es el sistema industrial el que dicta la norma? Sería interesante considerar este hecho como una consecuencia directa de la obsolescencia programada: es el sistema el que establece ciertos preceptos (modas, estilos o géneros), los cuales son seguidos fielmente por la sociedad. El actual sistema de distribución implica que la velocidad a la que se sacan productos es tan apresurada que hay una pérdida de la espontaneidad y un sentimiento de ansiedad. Este aparece cuando se desechan los anteriores productos y salen a la luz creaciones que son novedosas solo en apariencia. Un círculo vicioso en el que todas las partes están implicadas, pero únicamente una de ellas sale beneficiosa.
Es en esta pugna donde los hábitos de consumo y de escucha son fundamentales para alterar el curso de las cosas. Aprovechar las aulas para incentivar el consumo responsable no solo para cuidar el planeta, sino para cuidar la cultura; apoyar el debate crítico interno y externo; conocer opciones para elegir. Sin embargo, todas estas propuestas resultan demasiado utópicas y se alejan en exceso de la realidad. ¿Si todo está impuesto dónde queda la libertad del individuo como oyente? Esto nos lleva a una discusión sobre el gusto. ¿Es permanente, volátil, individual, colectivo o preestablecido?
Su indeterminación ya fue objeto de estudio por parte de la Teoría Estética. Si este problema sigue vigente hasta el día de hoy, según Carl Wilson (Música de mierda, 2018), se debe a la imposibilidad de prescindir de la cuestión racional. El choque entre mercado y democracia ha provocado la fragmentación de la idea del gusto. ¿Es el eclecticismo la causa o procede del paradigma con el que opera la industria cultural?
Decidir si realmente existe el gusto y si está basado en una elección libre, objetiva o únicamente aparente plantea la dicotomía entre lo correcto y lo incorrecto según el concepto de lo obsoleto. ¿Cuál es la diferencia entre la música basura y la música buena? ¿Qué música debe conservarse y cuál no? La cuestión puede extenderse a otros productos culturales. Giras, discos, entradas, merchandising y todo aquello que implica un impacto ambiental, como soportes físicos que quedarán obsoletos, plataformas que desaparecerán, discos efímeros. Lo volátil es la norma que permanece en una industria musical donde da la sensación de que nada pertenece al oyente, salvo su experiencia auditiva (que puede venir determinada con anterioridad).
La presencia de lo obsoleto subraya el nuevo papel de la industria creativa en nuestra sociedad. Puede que sea estéril en términos prácticos defender un modelo no consumista, pero nada impide que este debate sobre el valor de los contenidos culturales incluya una reflexión sobre los valores de la perdurabilidad artística. En un momento en el que la cultura se ha vuelto más volátil que nunca quizás sea pertinente defender una ética del consumo cultural.