No existe un pasatiempo más delicioso que leer a Martin Amis (Swansea, 1949) en estos tiempos (idiotas) de las nuevas masculinidades y las identidades líquidas, dos tendencias sobre las que una cofradía de bobos solemnes escribe obviedades con la vieja voluntad –¡ah, el pasado, ese muerto que siempre está sin enterrar– de épater le bourgeois, acaso para alcanzar por la vía rápida, que suele ser la del escándalo impostado, esa misma condición. Ya lo auguró Harold Bloom: las escuelas del resentimiento persiguen su éxito de forma análoga a los malos magos de las feria, agitando las marionetas de la inexistente bondad universal.
Todo esto, por supuesto, ya lo descubrió la patafísica, ciencia paródica cuyo principio rector puede enunciarse así: la regla maestra del universo es la excepción a cualquier norma, lo que –visto despacio– no deja de ser una contradicción en términos. Creer que absolutamente todo es extraordinario equivale a sacralizar la paradoja de que nada lo sea. Algo nada extraño en un mundo donde los que se presentan como defensores de la diversidad son como familias de hermanos mellizos: mismos gustos, idéntico aspecto, análoga cerrazón mental.
El escritor británico Martin Amis
Dado que la realidad hace tiempo que se convirtió en una mera simulación, no tiene nada de singular que algunas de las mejores ficciones contemporáneas se presenten como relatos de hechos indudablemente ciertos. Este ejercicio mágico es el que hace Martin Amis en su último libro, Inside Story, publicado por Anagrama con un título –Desde dentro– que, quizás por la pretensión de ser seductoramente ambiguo, hurta al lector los brillos del diamante. Amis nos cuenta una historia. ¿Cuál? Ah, sobre esto existen sus opiniones. En general, antagónicas.
El libro cumple así su primer objetivo artístico: sembrar la duda –bajo la forma de pregunta ontológica– sobre su propia naturaleza, dejando el enigma por desvelar, igual que sucede en algunos de los grandes cuentos de los escritores clásicos rusos, algo más tarde emulados por autores modernos norteamericanos. El autor británico define Inside Story como una novela, aunque le añade un subtítulo –Cómo escribir– que sugiere otra cosa, acaso un manual sobre el arte de la escritura. Para complicar las cosas, el libro se abre con un preludio (de cámara) en el que, en primera persona, sin velo artificial, Amis desvela el marco de lectura ideal.
Christopher Hitchens junto a Martin Amis en la portada de la edición en español de Inside Story
Cabe formularlo así: “Está usted, querido lector, ante una confesión (en una charla entre amigos) que versa sobre mi vida en un momento que, si no ha vivido usted como experiencia, en algún momento vivirá”. Es el tiempo crepuscular, ese día en el que la familia deja de ser tal y se convierte en un nido vacío –los hijos huyen del lado de sus padres, los progenitores abandonados permanecen solos en una casa excesivamente grande, la decadencia física comienza a vestirse con camisas y pantalones de talla excesiva– al que, desde fuera, golpean las primeras muertes prematuras, esas catástrofes que acompañan a cada generación como recuerdo de su extinción. Aún no es la mala hora, pero no tardará en llegar.
¿Se trata de un planteamiento lúgubre? En absoluto: la desolación es el origen ancestral del humor (negro), cosa que los optimistas profesionales, esos adanistas que creen que el mundo es una inmensa piruleta, no son capaces de entender. El Amis que nos abre las puertas de su intimidad –en un artificio deslumbrante, desinhibido, atmosférico– no se resiste a burlarse de su drama personal, como cuando pone en boca de su amigo Salman Rushdie una frase antológica sobre cómo debes criar a tus vástagos: “A los hijos es mejor no conocerlos hasta que estén en Oxford”. El escritor británico nos conquista de inmediato. Lo maravilloso es que este ritual de seducción –el afán de divertir, entretener y desvelar los secretos a ese invitado desconocido al que has dejado entrar en tu propia casa y sientas en el hogar de los antiguos lares romanos, junto a la chimenea– se extiende durante seiscientas páginas.
Mientras los críticos discuten cuál es el género real de Inside Story, Amis despliega su talento en todas las direcciones posibles, en un alarde de voces múltiples –primera persona, tercera, escenificaciones dialogadas– que pertenecen a personajes reales, pero cuya literalidad nunca deja de ser una suposición. El lector, sin saberlo, está ya en el interior de la historia, dentro de la cocina, sentado en la primera fila de un teatro donde el espectáculo (literario) consiste en un constante cruce de registros, códigos narrativos, datos y digresiones. El debate sobre el género del artefacto resulta bizantino. Poco importa que Amis nos presente su libro como una novela que, sin embargo, parece un borrador sincero de unas hipotéticas memorias.
Saul Bellow
La historia, sencillamente, funciona. Se eleva, desciende, respira con todo el encanto de la oralidad, fluye y aborda de forma original temas tan graves como el paso del tiempo, la extinción (ese permanente reflejo a traición que está dentro del espejo) y el arte espectral de la literatura, definición cuyo autor –Norman Mailer– calificó a la generación de Amis como “una maldita camarilla de putos gay”. El escritor británico filosofa sobre su oficio –la escritura perpetua–, rinde tributo a sus mitos –Nabokov, Saul Bellow, Philip Larkin– y convierte en una indestructible ficción a Christopher Hitchens, su gemelo, asesinado por un mal cáncer de esófago. Habla también de su juventud, de su padre Kingsley y de mujeres, amantes, desengaños, intuiciones, obsesiones estéticas y políticas, muchas referidas a la América de Trump (dada su condición de expatriado en Brooklyn)–, algunos tiempos muertos –memorable es la escena de su bloqueo creativo en Uruguay– y otras felices calamidades.
El libro intercala tiempos y personajes, asuntos y tramas, pero huye de la dictadura de la peripecia para sumergirse en esa forma indirecta de narración que es el falso ensayo, la narración digresiva, tan cara para Borges. La factura está conseguidísima: Amis usa las notas al pie –esa convención académica– para crear una segunda instancia narrativa dentro de un puzzle de escenas fragmentarias que otorgan a la novela un dinamismo envidiable. Así, bajo el retrato (ficticio) de un escritor (real) en el último recodo del camino, continúa las memorias que, veinte años antes, había comenzado en Experiencia y se sumerge en asuntos enunciados en sus excelentes libros ensayísticos, como El roce del tiempo.
“Los escritores” –escribe– “son adolescentes varados que disfrutan del arresto domiciliario”. Su vida no es excepcional –al contrario de lo que afirma la mitología del Romanticismo– pero, en sus novelas, más que en las autobiografías e incluso en la poesía, se condensa lo que son. “Si has leído mis novelas, lo sabes absolutamente todo de mí. Así que este libro no es sino otra entrega, y los detalles suelen ser cosa de agradecer”. Amis se refiere tanto a ciertos episodios íntimos como a las convicciones artísticas, de cuya dosificación depende –según Nabokov– parte del secreto de la literatura. El escritor británico aplica esta máxima, salvo con las descripciones sexuales, a su juicio fallidas en todos los códigos literarios.
Uno de los personajes memorables de Inside Story –Phoebe Phelps, una amante de juventud, quintaesencia del “terrorismo” del sexo opuesto– ilustra sobre usos y prácticas amorosas que, en los tiempos del Tinder, parecen arqueológicos. Entonces no podía significar sí, de la misma manera que la muerte, el fantasma que sobrevuela toda la novela, no se manifestaba con estruendo, sino a través del rotundo silencio de las ausencias más cercanas. “La vida avanza hacia las muerte a cinco mil latidos por hora”, escribe Amis, que muestra el sentido del libro en una reflexión sobre las divergencias entre la realidad y la ficción. Al contrario que en las novelas, donde hay simetría, orden y disposición, “la escritura de la vida es informe, no apunta a nada ni se agrupa en torno a nada, y carece de coherencia. Artísticamente está muerta. La vida está muerta”.
Philip Larkin
El motor del libro son las muertes de un poeta (Larkin), un novelista (Bellow) y un ensayista (Hitchens). El sortilegio de la ficción permite a Amis obrar el prodigio de resucitarlos, devolviéndolos al curso de una historia donde el pretérito y el presente se alternan con un futuro inmediato que, cumplidos ya los setenta y dos años, es vagamente sombrío. Con el pie casi en el estribo, haciendo recapitulación de sus gloriosas maldades, como cuando le dijo a Graham Greene que la fe debía de ser un gran consuelo para quienes iban a morir pronto, Amis nos deleita con sus confesiones de sobremesa postrera en el salón de su casa inglesa.
En el fondo, con sus chispazos de ingenio y su irreverencia colosal, el escritor británico, firma aquí su teología, que es la disciplina que –al menos para los creyentes– explica cómo abolir la muerte. En un tiempo gobernado por los algoritmos, seducido por la tecnología y condenado a la aceleración perpetua, Amis decide parar y devolver a la escritura su antigua condición sagrada. La vida es un canto al amor y un himno dedicado a la muerte. Eso es todo. Quizás sea algo pronto para decirlo, pero este Amis crepuscular que se despide de nosotros –sus lectores– ha logrado uno de los títulos esenciales del año que empieza. Un libro soberbio.