Una pena inmensa. Contra sí misma, como nación. Por haber ganado la guerra y considerar que nadie lo agradeció suficiente. Y un dolor grande, porque los países derrotados acabaron colonizando la isla. ¿Es eso posible? Lo es, y acaba de suceder. Está en la mente de los ingleses. Es el Brexit. El Reino Unido deja la Unión Europea, y considera que se trata de un gran triunfo porque consigue desligarse del opresor, de ese monstruo que domina Alemania, el país, precisamente, al que se derrotó, tras sufrir lo indecible, en la II Guerra Mundial.
El Brexit es el dolor autoinfligido más placentero para los ingleses, que no para los británicos, una experiencia que dice mucho de las sociedades modernas, moldeadas por fantasmas culturales y políticos, trufados de forma permanente por los medios de comunicación y los productos audiovisuales. Es algo que podemos ver en otras latitudes. En España mismo, o, más concreto, en Cataluña, con el proceso independentista. Imágenes que se edifican en las conciencias, y que producen un extraño fenómeno: la victimización de sociedades que, en realidad, ocupan un espacio privilegiado en el concierto de las naciones.
Pero volvamos a la dulce Inglaterra, a la maravillosa isla que ha ofrecido tantos referentes al mundo occidental. Lo ha relatado un irlandés, que, en realidad, había asumido todas las esencias británicas, al entender que era una sociedad moderna en la que muchos irlandeses querían establecerse, dejando atrás el catolicismo y el mundo cerrado de su patria en el último tercio del pasado siglo. Es Fintan O’Toole, autor de Un fracaso heroico (Capitán Swing), tal vez el mejor retrato de esa Inglaterra que acaba de alcanzar el Brexit.
La dinámica de los países 'invadidos'
Para España la percepción es por completo distinta, pero para un inglés Europa es Alemania, es la voluntad de los alemanes de unificar Europa, a su manera. Y a los alemanes ya los derrotaron los ingleses, resistiendo, como pidió Churchill con todo el dolor posible. La visión de los ciudadanos ingleses, potenciada y tergiversada por los tabloides y las novelas históricas –que han jugado una y otra vez con la hipótesis de una Europa dominada por los nazis– se basaba en la impotencia de un país que perdía su Imperio, todas las colonias, y que descendía posiciones frente a países como Francia y Alemania que se beneficiaban de la reconstrucción tras la II Guerra Mundial.
La idea de una Europa nazi, burocratizada, monstruosa, frente al país amante de la libertad y virtuoso, ha sido una constante entre los ingleses, –la parte que se apropió del todo que ha sido el Reino Unido, con Gales, Escocia e Irlanda del Norte– y choca con la experiencia de España, que vio siempre en Europa la solución a sus males históricos. O’Toole lo muestra una y otra vez.
En el informe oficial del Gobierno británico sobre la entrada en el Mercado Común, de 1971, se comparaba el destino del Reino Unido desde la II Guerra Mundial con el de los seis miembros del entonces Mercado Común, que habían sido, todos, invadidos en la guerra: “El contraste entre sus experiencias en años recientes como miembros de las Comunidades y las nuestras fuera de ellas muestra que nuestros recursos no han crecido lo suficiente para hacer todo lo que nos gustaría hacer en casa y en el exterior, lo que sugiere que esos países escogieron la vía correcta (…) Todos los países de la Comunidad Europea han disfrutado de tasas de crecimiento del PIB per cápita, o del consumo privado per cápita, que doblan las registradas en Gran Bretaña”.
¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo se podía digerir? El país invadido crecía más que el que no lo había sido. Ser invadido parecía ser una buena cosa. O’toole lo interpreta, siguiendo las claves culturales inglesas: “Para Gran Bretaña, aquello era como el mundo al revés: el vencedor había sido superado por los vencidos. ¿Por qué no extraer una conclusión que pusiese todo patas arriba? La respuesta estaba escondida en un estrato oscuro de la mente reaccionaria: ¿Por qué no pensar en nosotros mismos como una nación derrotada? Y si el Reino Unido tenía que aparecer como un país que había sido derrotado, el invasor opresor debía ser la UE. Debía serlo porque no había otro candidato”.
El miedo del inglés blanco
Esa psicología ha sido determinante para el Brexit. La idea se iba instalando, con un agravante: al enemigo alemán se le podía resistir y contraatacar. En una guerra se puede golpear, como se pueda, al adversario. Pero con la Unión Europea ha sido peor porque Alemania ha hecho la guerra de forma sibilina, dejando de comprar, por ejemplo, carne vacuna, tras la crisis de las vacas locas, cuando el problema no fue de los países europeos, sino de una relajación en las garantías del tratamiento de esas carnes por parte del gobierno británico, que dejó las medidas al libre albedrío de la industria cárnica del país.
Cartel en español de la película
El fantasma cultural aparecía una y otra vez, y eso lo han explotado políticos como Boris Johnson. Los dos miedos se unían y se plasmaban en el Brexit, dos miedos que han actuado como un sentimiento de autocompasión, como señala O’Toole: el de perder estatus, –el Reino Unido lo ha ido perdiendo desde 1945, con la II Guerra Mundial– y el miedo del inglés blanco que no entiende el mundo multicultural y multiétnico que se extiende.
Ante eso, ¿quién es el rival? La Unión Europea que invade la isla con burócratas, desde el cerebro de Bruselas, y con inmigrantes de toda condición étnica. Mejor infligirse un daño, que, en realidad, es placentero, porque se le hace un corte de mangas al alemán que sueña con la unificación de toda Europa: algo realmente muy inglés. Sin embargo, la tragedia es mayor, porque, en el fondo del alma del mismo Johnson, –aunque su frivolidad es universalmente conocida– salir de la Unión Europea, el Brexit, podía resultar algo excesivo.
Volar las puertas, no el edificio
Y aquí volvemos a un icono cultural para los ingleses: la película Un trabajo en Italia, Italian Job. La frase favorita en el film por parte de los ingleses es la que pronuncia un brexiter conocido y manifiesto, Michael Caine: “Se suponía que solo tenías que volar las jodidas puertas”. Caine se lo dice a su ayudante, Arthur, que acaba de volar en mil pedazos por control remoto un camión blindado.
Fue la frase en la que pensó Sarah Vine, la mujer de Michael Gove, ministro conservador partidario del Brexit, y que le disputó a Johnson el liderazgo del Partido Conservador, la mañana después del referéndum. Y es que Gove representaba, se suponía, el ala moderada de los conservadores, y su mujer le venía a decir que se trataba de ofrecer un serio toque de atención a la UE, pero no de volar “el edificio entero” que ha supuesto dividir por la mitad y comprometer el futuro del Reino Unido. Lo que ocurre es que el propio Michael Caine, multimillonario, constataba su apoyo al Brexit con los mismos argumentos que forman parte de la psique de millones de ingleses: “Voté a favor del Brexit. Prefiero ser un amo pobre que un siervo rico”, tras señalar que la pobreza de muchos británicos es más noble que la sujeción a los “dictadores sin rostro” de la UE. Pero “las jodidas puertas” eran, realmente, el objetivo, y no el edificio entero.
O’Toole se fija en todos los detalles, en las novelas, los titulares bélicos de los tabloides y en las declaraciones de actores y actrices. Y advierte de que el mismo Johnson había detectado que el poder real reside en las grandes empresas europeas, en las alemanas que fabrican los vehículos que tanto gustan en el Reino Unido, y que, –como señaló en un debate en la BBC antes del referéndum, en junio de 2016– no dejarían que las cosas se fueran de madre: “Todo el mundo sabe que este país recibe alrededor de una quinta parte de toda la producción alemana de automóviles. ¿Está usted diciendo en serio que van a estar tan locos como para permitir que se impongan tarifas arancelarias?” (El guiño con otro deseo, en Cataluña, con el proceso independentista, aparece de inmediato. ¿Se permitiría Europa dejar a Cataluña fuera de la UE?)
La Unión Europea se plantó y ha negociado con dureza con el Reino Unido, algo que no entraba en las cabezas de los brexiters. Y es que, como muestra O’toole, se han combinado diferentes sentimientos: de autocompasión, de querer aparecer como víctimas, junto al de superioridad, el de un país al que se lo deben todo, porque, además, ganó la guerra en 1945, no como esos estados perdedores, como Francia y Alemania. Eso ha pasado y ocurre en el Reino Unido, y constata cómo las raíces culturales y el poso psicológico en sociedades maduras pesan mucho más que las supuestas coordenadas racionales y economicistas de los liberales cosmopolitas. Es el signo de los tiempos.