Al mismo tiempo que en las esquinas de Europa crecía la fogata de la vanguardia, en España prendía de otro modo esa misma primavera mental. Más exactamente en Madrid y Sevilla. Y con más precisión aún en sus cafés y tabernas, donde todas las revoluciones. Allí se dio una fiebre animada por la novedad. Un movimiento sin excesivo ánimo de grupo, pero con individualidades que tomaron conciencia estética de algo nuevo. Hallaron en lo inmediato, lo urbano y lo espontáneo la leña para encender un fuego distinto. Con ánimo de derribo, se promulgó que había llegado el tiempo de la libertad radical en las letras, y así fue dispersando y contagiando su mensaje, llegando a modificar profundamente la lírica al otro lado del Atlántico, en los países de la América española: Argentina, Chile, México, Uruguay.
Ese momento de la historia literaria duró pocos años –de 1919 a 1925, aproximadamente– pero acabó por contaminarlo todo. A la tropa de poetas y los narradores se sumaron pintores, espontáneos, diletantes, directores de cine y alguna otra especie por anillar que acabaron por dar cuerpo y sinsentido al primero de los movimientos de los que conformaron poco después la locomotora de las vanguardias históricas en España. En aquella charca de lo nuevo había echado Ramón Gómez de la Serna sus greguerías, Juan Ramón Jiménez la prosa avanzada del Diario de un poeta reciencasado y Valle-Inclán sus poemas locos de La pipa de kif (“En mi verso rompo los yugos / y hago la higa a los verdugos”) pero, sobre todo, existía un hastío general de Modernismo, devaluado ya por el ejército de imitadores del gigante Rubén Darío.
Por la rendija de estos impactos, aquella corriente no tardó en aparecer para desacralizar la literatura, con el sevillano Rafael Cansinos-Assens a los mandos y con el influjo del chileno Vicente Huidobro, quien viajó de París a Madrid con importantes novedades vanguardistas, propias y ajenas. De todas ellas dejaría constancia en cuatro libros publicados en 1918, en apenas cuatro meses de estancia: Hallali y Tour Eiffel (en francés) y Ecuatorial y Poemas árticos (en castellano). Para remachar esa dirección inédita, en diciembre de ese mismo año, en una entrevista de Xavier Bóveda para el periódico El Parlamentario, Cansinos-Assens vino a declarar que “el porvenir intelectual reside únicamente en la poesía ultrarromántica” y que “la salvación reside en aceptarlo todo: todo lo que venga, todo lo que sea nuevo”.
El collage de Adriano del Valle 'El gran banquete', fechado entre 1929 y 1931. MUSEO REINA SOFÍA.
A esta descarga le siguió, claro, el manifiesto. O los manifiestos. En la revista madrileña Cervantes, en enero de 1919. Y en la sevillana Grecia, el 15 de marzo de 1919. “Nuestro lema será ultra, y en nuestro credo cabrán todas las tendencias, sin distinción, con tal que expresen un anhelo nuevo. Más tarde estas tendencias lograrán su núcleo y se definirán. Por el momento, creemos suficiente lanzar este grito de renovación (…). Jóvenes, rompamos por una vez nuestro retraimiento y afirmemos nuestra voluntad de superar a los precursores”, afirmaba. Hubo otros. Por ejemplo, el Manifiesto vertical de Guillermo de Torre, que apareció en el último número de Grecia (noviembre de 1920), y Proclama, firmado, entre otros, en las páginas de la revista Ultra (enero de 1921) por Jorge Luis Borges, quien se lo llevaría a Buenos Aires como una religión verdadera.
Pasado el tiempo, casi de forma inevitable, surgió la disputa sobre la paternidad del movimiento. Huidobro se adelantó como inventor del creacionismo, pero los ultraístas (Joaquín Edwards Bello, Rafael Lasso de la Vega, Humberto Rivas Paneda y Guillermo de Torre) le acusaron de quitárselo a Pierre Reverdy, con quien el chileno había colaborado en las páginas de la revista Nord-Sud (1917-1918). Por su parte, el autor de Temblor de cielo los despachó con crueldad, en furibundos ataques: “Nada detesto más”. De entre todos ellos, por cierto, sería finalmente De Torre quien se arrogaría en su Historia de las literaturas de vanguardias (1964) la invención del término: “Ultraísmo es sencillamente uno de los muchos neologismos que yo esparcía a voleo en mis escritos de adolescente. Cansinos-Assens se fijó en él, acertó a aislarlo, a darle relieve”.
De una forma u otra, el movimiento Vltra se fue constituyendo como una revolución sin programa. Un impulso fascinante donde la propuesta era no llegar a ninguna meta, sino avanzar, romper la linde entre el viejo y el nuevo mundo. No detenerse jamás. Quien mejor lo conoce, Juan Manuel Bonet, es rotundo al respecto: “A menudo he comparado el ultraísmo con un cóctel, cuyos principales ingredientes fueron: creacionismo huidobriano, poesía cubista en todas sus variantes (Apollinaire, Cendrars, Max Jacob, Reverdy como referencias principales por ese lado), futurismo y palabras en libertad marinettianas, expresionismo alemán, dadá y, por supuesto, ramonismo”, señala en el estudio que abre el espléndido volumen Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta (Fundación José Manuel Lara, Colección Vandalia, 2012).
Podría decirse que el ultraísmo arrimó a las letras españolas al fervor de lo nuevo en un momento único, trascendental. Cuando llegaban ecos del
A modo de destino, el ultraísmo se expresó, sobre todo, en revistas (Gran Gvignol, Tableros, Horizonte, Plural…), y no en libros, circunstancia que repercutió en su permanencia y en su fortuna. La canonización de la Generación del 27 echó, luego, al olvido los logros del movimiento, que también tuvo entre los suyos sonoras deserciones. Sin ir más lejos, Cansinos-Assens arremetió en 1921 en El movimiento V. P. contra aquel grupo de poetas, algunos claramente identificables en la novela bajo sus nombres en clave. Otro de sus militantes, Gerardo Diego, en su faceta de antólogo, sólo salvó a Juan Larrea y, en menor medida, a Antonio Espina. Ortega y Gasset, por su parte, consideraba en La deshumanización del arte (1925) que “el ultraísmo es uno de los nombres más certeros que se han forjado para denominar la nueva sensibilidad”, pero nunca manifestó interés por sus frutos.
Resulta ilustrativa la valoración al respecto que hace Guillermo de Torre en sus memorias, confeccionadas ahora por Pablo Rojas con inéditos, ensayos y críticas a partir del exhaustivo índice que el cofundador de la editorial Losada dejó en vida (Tan pronto ayer, Renacimiento, 2019). De Torre hace hincapié en que los poetas ultraístas, la mayoría sin estudios, acabaron sepultados por los poetas del 27 al estar mejor formados académicamente, con vínculos universitarios y conciencia de tradición. Aupados a la Residencia de Estudiantes como aula de nubes, amparados por el magisterio de Juan Ramón Jiménez –con quien acabarían peleados casi todos– y lanzados por la aparición de sus libros en editoriales de alcance, la Generación del 27 no tenía rival en el trono de la poesía española del siglo XX.
Norah Borges, Guillermo de Torre y el poeta Antonio Oliver, el 3 de abril de 1934.
De ahí que, en buena medida, esa vocación de pioneros tardara en ser reconocida. “Se pretende que el ultraísmo sea un episodio sin continuidad en nuestra historia literaria. Se lo silencia y se le niega. Y eso es falso e injusto. El ultraísmo fue una realidad positiva y eficaz en una época de anquilosamiento en las letras españolas. Abrió horizontes y marcó rutas. Creó la revista total y puramente literaria. Se batió en las calles y en los ateneos. Puso España al día con las corrientes literarias de Europa. Produjo pocas obras porque las editoriales de entonces desdeñaban cuanto significase poesía; pero desbrozó el camino y dejó abiertas las fuentes de la curiosidad”, se lamentaba, ya en 1934, en las páginas del Heraldo de Madrid el poeta Pedro Garfias, quien reunió su producción ultraísta en el libro El ala del Sur (1926).
Hubo, pues, que esperar al trabajo de Gloria Videla, El ultraísmo. Estudios sobre movimientos poéticos de vanguardia en España (1963), para saber de su onda expansiva. Ocurre así en los poetas del 27, donde es fácilmente perceptible el influjo ultraísta en sus primeros balbuceos (Dámaso Alonso y Pedro Salinas, principalmente). Además, a medida que avanzaba en la revisión de la vanguardia, también se le fue otorgando potencia literaria a libros como La rueda de color (1923), de Rogelio Buendía; Hélices (1923), de Guillermo de Torre; La sombrilla japonesa (1923), de Isaac del Vando-Villar, y Viaducto (1925), de César González-Ruano. Este último, en opinión del polifacético Quico Rivas, es “el mejor poema y el más ambicioso que nos ha legado el Ultra”, al tratarse de un intento de sintetizar “la gesta moderna, la gesta de una generación, la suya, que en París tomó corno emblema la torre Eiffel y, en Madrid, el Viaducto”.
Durante los años de vigencia del movimiento, los ultraístas empujaron el idioma hacia el riesgo o hacia el disparate, que son la expresión más químicamente pura de las vanguardias. Poco más pudo hacer aquel alumbramiento. Fue un tiempo excitante. Convulso. Casi ingenuo. Un grupo de literatos casi visionarios desafiaron al presente con una fogosidad fuera de norma. Propusieron un nuevo arte que fuera reflejo de un mundo que tenía su motivo y razón en el progreso. La ciudad. La máquina. El rascacielos. La velocidad. La fiesta. El foxtrot. No pudo ser. O ellos se dispersaron o no les dejaron. Pero, al principio, estaba el ultraísmo, con su luz de esquinas rotas y milagros con alas. Otra cosa es su ánimo y su atrevimiento, que nunca deberían dejar de tener actualidad.