Francisco Rico, académico punk y uno de los estudiosos de nuestra literatura más brillantes e impertinentes –lo primero, obviamente, deriva en lo segundo–, tiene dicho que, antes de adentrarse en los textos de nuestros clásicos, es cosa inteligente, al contrario de lo que dicta la santa tradición filológica, sumergirse antes –siquiera de forma parcial– en la bibliografía crítica existente. De la lectura que otros han hecho de los grandes libros áureos se aprende, sobre todo, a mirar aquello que está visible a simple vista y, sin embargo, podemos obviar por falta de atención y oficio en un primer encuentro con un libro. La regla, empíricamente demostrada, es infalible.
Lo vemos sin ir más lejos en el caso de Vladimir Nabokov (1899-1977), grandísimo escritor ruso (que terminaría escribiendo en inglés), del que la editorial WunderKammer publica ahora Sueños de un insomne, un estudio literario de Gennady Barabtarlo, profesor de la Universidad de Missouri, sobre la influencia de lo onírico en la obra del autor de Lolita que incluye –¡he aquí el tesoro!– la transcripción directa de los sueños personales que el gran amante de la mariposas escribió, siguiendo un experimento, en 1964 en un hotel de Montreaux.
Las proyecciones oníricas de Nabokov, inéditas en español (fueron publicadas en inglés por la Princeton University Press), reúnen un material aparentemente de acarreo que, sin embargo, es trascendental para comprender la operativa literaria (y poética) del autor de
Teóricamente el origen de estos autógrafos es la decisión del escritor ruso de poner en práctica el método que el filósofo John W. Dunne (1875-1949) estableció en Un experimento con el tiempo, libro donde expone la tesis de que los sueños no son anticipaciones sobre lo que nos habrá de suceder, sino que sucede lo opuesto: son los hechos vitales los que influyen en los sueños. El tiempo, por tanto, es una misteriosa línea reversible. Puede caminar hacia adelante (como percibimos en la vigilia) o hacia atrás (como lo soñamos).
Entre el 14 de octubre de 1964 y el 3 de enero de 1965, durante ochenta días exactos, Nabokov fijó en papel sus sueños, comentándolos y a la caza de algún tipo de asociación entre su simbología y la realidad. Su interés era, en el fondo, literario, como casi todo en su vida, porque los juegos de la cronología son elementos claves a la hora de crear narrativa. A partir de las recetas de Dunne, el escritor ruso vislumbró la posibilidad (remota) de escapar de la linealidad de los días y regresar al pretérito, acaso a ese pasado de la idílica infancia rusa perdida para siempre.
El mérito del libro de WunderKammer es que amplía el campo de conocimiento de lo onírico en la obra completa de Nabokov, al analizar su presencia en pasajes concretos de su obra y darnos –desnuda– la propia exégesis que el escritor hizo de sus ensoñaciones eróticas, librescas y de toda laya, descritas con la minuciosidad de un relojero suizo. Es el mismo grado de detalle que encontramos en sus libros cuando Humbert (el pederasta de Lolita) sueña su propio arrepentimiento o Van Veen, el protagonista de Ada, describe los sueños como un teatro de “gente muerta reubicada en nuevos escenarios”. La condición funeraria de los personajes oníricos, sin embargo, es relativa. Sobre todo si tenemos en cuenta que, si aceptamos la hipótesis de un tiempo reversible, quien ha muerto puede estar vivo y viceversa. Nabokov, en sus anotaciones somnolientas, revive a sus padres y hasta dialoga con Tolstoi sobre Lolita, mientras ambos toman el té.
En el registro de sus insomnios aparecen mariposas, libros, trenes perdidos, clases universitarias, inseguridades, obstinaciones y todo ese material de desecho (o quizás no tanto) que caracteriza a lo humano. Para Nabokov, el viaje al país del silencio fue un aparente fracaso, pero sin él sus novelas hubieran sido distintas. Lejos de incurrir en la mitomanía literaria, la obra de Barabtarlo, que incluye en su colofón de imprenta una maravillosa broma, enriquece, a través de esta mirada lateral, secundaria e imprevista, nuestro interés por la obra de Nabokov. Igual que hace el libro de entrevistas con Pierre Michon (Llega el rey cuando quiere), con el que WunderKammer inauguró su magnífica colección áurea, destinada a mostrar las fecundas periferias del ejercicio literario. Y que hace honor a la frase del escritor francés que sostiene que la literatura es “una forma venida a menos de oración”. La religión de quienes carecemos de fe.