El duro ferragosto pasado se endulzó con la presencia de Joaquín Achúcarro en una de las noches mágicas, a cielo abierto, del Festival de Torroella de Montgrí. En plena nostalgia de los veraneos del pasado, el certamen anunciaba un programa de clásicos centroeuropeos con obras de Mozart y el Opus 109 de Beethoven, alejándose aparentemente de las conocidas partituras achucarrianas de Frederic Mompou o Manuel de Falla. Pero no sería de recibo separar al gran pianista bilbaíno de Falla o de Ravel. Esta vez, Mitteleuropa, la “constelación cultural germano-judía” (escribió Magris en Danubio) no fue sino una buena compañía para el veterano campeón del teclado. No conviene olvidar que en gran medida, gracias a la música, el Imperio de los Habsburgo sobrevive hoy en nuestras mentes, frente al nefasto pangermanismo prusiano de las castas, la aberrante procedencia étnica.
Achúcarro dijo que Ravel había amado los mundos sutiles, ingrávidos y sensibles, retomando al gran poeta español muerto en Colliure, camino del exilio. Y ya en estos días de otoño en los que el gran director Zubin Mehta ha pasado por el Auditori de Barcelona, acompañado por los coros de Orfeó Català, hemos aprovechado para expulsar del alma la misantropía catalana de estos tiempos baldíos. Después de casi dos años apartado de los escenarios por enfermedad, Mehta se ha despedido así de un público entregado.
A menudo entre conciertos cercanos que, sobre el papel, no tienen ninguna relación, se producen conexiones telúricas, quizá gracias a la noche pigmentada del inmenso Golfo de León, una ensenada completa entre el litoral genovés, la Riviera y la Costa Brava. Pero hay más entre Mehta y Achúcarro: el pianista interpretó en Siena, junto al director de orquesta, la Rapsodia de Serguéi Rachmaninoff. Y gracias a su longevidad profesional ha vuelto a tocar con él otras muchas veces en diferentes sitios, como Los Ángeles y Nueva York.
Músicos y organizadores saben que Achúcarro, interpretando en directo a Ravel y a Strauss, haría las delicias de Igor Stravinski, el mejor músico del siglo XX, quien en 1903 dio a conocer su Sonata para piano en fa sostenido, una obra que sostuvo, mucho después de haber sido concebida, el corpus teórico de las famosas clases magistrales del gran maestro, publicadas recientemente en España por Acantilado en forma de un diálogo mantenido con Robert Craft, su más cercano amigo y colega (Memorias y comentarios Stravinsky & Craft). El condicional convertido en presente de indicativo, a base de retorcer la frase, es como uno de los sobreentendidos del festival de verano en Torroella. Son noches especiales, paréntesis entre la canícula y la gota fría, en las que la solfa se hace viento-melindroso para mover las hojas de los árboles cercanos.
En el texto de Craft ocupan un lugar primordial los recuerdos de la juventud de Stravinsky en Rusia, su etapa de aprendizaje con Rimski-Kórsakov, su colaboración con los Ballets Rusos, su etapa americana, así como su relación con diversos poetas, pintores y escritores, todos ellos fundamentales en la historia cultural del siglo XX: Diáguilev, Debussy, Ravel, Valéry, Gide y W. H. Auden, entre otros. Pues bien, Achúcarro se ha movido en este mismo caldo a pesar de su aparente olvido. Él describe un universo expansivo sobre el teclado, hasta el punto de pillar a su hermano mayor musical y ausente, Maurice Ravel, en la etapa más angular del compositor francés, el instrumentista que se olvidó del piano para abrazar la partitura, a la hora de componer El concierto para la mano izquierda, dedicado a Paul Wittgenstein.
Es conocido que el hermano del filósofo Ludwig Wittgenstein fue herido y capturado en la Gran Guerra del 14 y, debido a sus heridas, su brazo derecho tuvo que ser amputado mientras sufría cautiverio. Después de la contienda, ya recuperado, Paul encargó a diferentes compositores que escribieran obras que él pudiera tocar con una sola mano, y se encontró de frente a Ravel, dispuesto a aprender cómo podía lograrse un sonido completo usando sólo la mano izquierda. Una vez terminado el encargo, él y Wittgenstein presentaron el famoso concierto en una reunión discreta de melómanos, cuando todavía estaba en pie el Palacio familiar de los Wittgenstein en Viena. Y me permito añadir la curiosidad de Magris quien, desde la cubierta de un vapor sobre el Danubio, situó el palazzo caído y la edificación unifamiliar diseñada bajo el influjo racionalista de Le Corbusier y Adolf Loos.
La nueva vivienda, cautelada por Ludwig, perteneció, por decisión del filósofo instalado en Cambridge en la cátedra de Bertrand Russell, a una hermana, concretamente Margarethe Stonborough-Wittgenstein, y fue uno de los edificios más venerados de la arquitectura de la primera mitad del siglo XX. Margarethe encargó a Paul Engelmann, discípulo de Loos y amigo cercano de Ludwig, que le construyese la casa en el distrito III de Viena. Engelmann invitó al filósofo para que se ocupara de los planos y, finalmente, de la dirección de la obra, “e incluso, se inscribió en el directorio de Viena como arquitecto”, escribe Salvador Gallardo en la revista de arte Fedro.
En 1971 Thomas Stongorough-Wittgenstein, hijo de Margarethe, vendió la casa de la Kundmanngasse y el terreno a un promotor que lo subdividió para construir un rascacielos en el jardín. Hoy, la mansión que había soportado ser la cuadra de caballería del Ejército Rojo (en el último empuje contra Hitler), se ha salvado de la quema al convertirse en un centro de cultura del gobierno búlgaro. Al profesor Magris se le olvidó decir que la torre alta se ve desde el Danubio y que la casa original solo se adivina a su sombra.
Maurice Ravel, uno de los compositores sobresalientes que se han dado cita alrededor de un piano, no llegó nunca a destacar como intérprete. “El relojero suizo” –así le bautizó Stravinsky, adorador de la exactitud– fue devoto de Schumann o Debussy y fanático lector de Edgard Allan Poe, cuentista de referencia, pero también autor de un ensayo menos conocido titulado Filosofía de la composición, donde expuso el método de la “creación instantánea”, a propósito de su narración determinante, The Raven.
Ravel fue amado por los mejores; pensemos en un caso cercano, como el pianista Ricard Viñes, el puente español de Claude Debussy, que se convirtió en raveliano en sus interpretaciones de Gaspard de la Nuit, Jeux d’eau o Pavane pour une infante défunte. Sin olvidar el universo brujo de Viñes, a partir de su enorme amistad con Manuel de Falla. Prueba de ello es que el músico nacido en Cádiz, pero de vocación granadina, le dedicó al pianista sus Noches en los jardines de España.
Y donde lo dejó Viñes lo retomó Achúcarro abordando el Gaspard con la solemnidad irónica que define la tradición intelectual vasca en un amplio abanico, en el que podríamos incluir a Unamuno, Pío Baroja, su sobrino Julio Caro Baroja y a Joaquín Achúcarro. Nuestro pianista es Premio Nacional de Música, Medalla de Oro de Bellas Artes y fue nombrado por la Unesco Artista por la Paz. En 2003 hizo pública su biografía como pianista en forma de diálogo con su colega Luciano González Sarmiento, publicada por Alpuerto.
El crítico Gonzalo Lahoz emparenta absolutamente las partituras de Ravel con los dedos de Achúcarro. Se lo pregunta y contesta así: ¿Quiénes han sabido realmente llevar esa cascada de gotas de Ravel hasta el piano? No muchos: “Margherite Long estrenó su Concierto en sol mayor, Alfred Cortot se aventuró a versionar su Concierto para la mano izquierda, llevándolo a las dos manos y con el consiguiente enfado de Ravel; Robert Casadesus, habitual colaborador del compositor y primero en grabar su integral para piano; Walter Gieseking y, como puente hacia generaciones posteriores, Vlado Perlemuter, uno de los últimos que llegaron a estudiar las obras con el propio compositor. Hay que citar también a Ivan Moravec, Nikita Magaloff, Arturo Benedetti-Michelangeli, Martha Argerich y, por supuesto, Joaquín Achúcarro”. El pianista dandy brilló en la noche de este verano, como lo ha hecho tantísimas veces en muchos escenarios de todo el mundo. Una sinfonía de elegancia, rigor y emoción que los mejores emparentan con el instinto melódico de unos dedos.