Las cartas tienen el poder de amplificar la vida. Demuestran cosas, cambian vidas y reordenan la Historia. Incluso el mundo funcionó alguna vez gracias al correo. Las notas escritas servían de estímulo a la interacción humana y alimentaban la difusión de las ideas. Fueron el surco discreto para dar a conocer desde lo más trivial a lo más valioso: la hora a la que llegaríamos a comer, el relato de un viaje fantástico, el estado de salud de la madre, las alegrías más hondas, también las penas… En aquel entonces debía ser impensable una realidad en la que la correspondencia no se valorase, o se desechara sin más. Se creía que una realidad sin la labor postal estaría condenada al caos. Hoy, sencillamente, parece una actividad condenada a la extinción.
Básicamente, el correo atiende una necesidad básica de comunicación, la misma que hoy complacen de forma instantánea el correo electrónico y las redes sociales. Alguien tiene que decir algo a otra persona y ese anhelo pone en marcha una compleja maquinaria que permite suprimir las limitaciones geográficas y temporales. Escritas al calor del hogar o enviadas desde el exilio o la prisión, fueron transportadas a pie, a caballo o a motor; en carruajes, diligencias, barcos, trenes, aviones. Confiadas secretamente a un mensajero, introducidas al aluvión en una saca o lanzadas con desesperación al mar en el interior de una botella, las cartas decidieron guerras y derribaron imperios. También salvaron vidas, fijaron odios y cobijaron amores.
En cualquiera de sus formas, la actividad epistolar está en el origen mismo de la primera habilidad puramente humana: la escritura. “La carta es, por lo menos, tan valiosa como la rueda en el curso de la humanidad”, afirma Pedro Salinas en uno de los ensayos de El defensor (Alianza), donde arremetía contra las oficinas de Telégrafos por animar a mediados del siglo XX a enviar telegramas y suprimir las misivas. Ya en el principio, al tiempo que la sociedad se hacía compleja y se organizaba en ciudades, las cartas desplegaron una intención administrativa, pero también personal, íntima. Igual que se notificaba la producción de las cosechas o las luchas con los pueblos vecinos, se informaba al destinatario de los asuntos privados.
El poeta Pedro Salinas, autor del libro de ensayos El defensor, publicado en 1948.
Esa doble tracción en el mundo epistolar permanece inalterable a través de los siglos. Al respecto, el ensayista Simon Garfield anota en el libro Postdata. Curiosa historia de la correspondencia (Taurus) cómo en el yacimiento británico de Vindolanda –uno de los castrum que defendían el muro de Adriano, la frontera más septentrional de Roma– se hallaron unas cartas escritas sobre delgadas tablillas de madera de abedul, roble y aliso. Una de ellas, anotada con una grafía alta y delgada, era una relación de víveres, casi con total seguridad alimentos para las tropas. Otra de las misivas era una nota personal a un soldado destacado en aquella fortificación: “Pido a los dioses que todos disfrutéis de larga vida y de la mejor de las fortunas…”.
Además, curiosamente, las cartas fijaron pronto una fórmula intacta al paso del tiempo, con saludo, cuerpo y cierre: fácil, exacta y, sobre todo, eficaz en el plano comunicativo. Al respecto, Garlfield recoge en su ensayo que se popularizaron en Atenas después del año 425 a. C. cuando el político Cleón decidió incluir un saludo al inicio del documento que daba cuenta del triunfo ante los espartanos en la guerra del Peloponeso. “Se trataba de un documento oficial, pero su tono festivo fue considerado apropiado para el género epistolar, quizá debido al deseo de que la victoria quedase en el recuerdo”, apunta el autor de Postdata, quien sitúa en el siglo XVI cuando estos elementos se empiezan a distribuir tal como hoy sobre el soporte, con espacio suficiente entre ellos.
También, desde sus inicios, el correo se convirtió en la fuente esencial de noticias del momento, equivalente a nuestra información virtual, capaz de dar cumplimiento a nuestro de deseo de saber en todo instante lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Con el paso del tiempo, ese destino se afinó con la creación de los servicios postales regulares, la mejora de los transportes -especialmente, la expansión del ferrocarril– y la extensión de la alfabetización a todas las capas sociales. La rapidez, el bajo precio y el acceso en masa a la lectura y la escritura permitieron un florecimiento de los epistolarios a partir de la segunda mitad del siglo XIX que sólo la aparición del teléfono llegó realmente a cuestionar ya avanzada la siguiente centuria.
Una mujer ayuda a escribir una carta a un soldado herido en la Guerra Civil. FOTOTECA KUTXA | ‘LA CÁMARA EN EL MACUTO’.
Al tiempo que se aclaraba la primacía entre las fórmulas de comunicación, esa descarada inclinación de la actividad postal hacia el presente y su singular punto de vista –la relación entre los corresponsales marca el estilo y el contenido de lo que se vuelca sobre el papel– le otorgaron un profundo peso testimonial, válido para reconstruir biografías y escudriñar hechos históricos. A veces, incluso, sirvió de testimonio único. El caso más célebre, quizás, la narración por carta que Plinio el Joven hizo al historiador Tácito en el año 79 de la destrucción de la ciudad de Pompeya tras la erupción del Vesubio: “Ya caía ceniza, cuanto más se acercaban, más caliente y más densa; ya hasta piedras pómez y negras, quemadas y rotas por el fuego...”.
De ahí que, como los diarios y los archivos personales, las cartas se hayan convertido en excelentes fuentes para los historiadores, que encuentran en ellas originales puntos de vista, consideraciones subjetivas y observaciones de primera mano. Así, en buena medida, han permitido confeccionar una historia de las vidas minúsculas frente a los grandes relatos del poder. No es la crónica sostenida en las guerras, los tratados y los acuerdos políticos, sino fijada en un puñado de nombres anónimos. Al girar la vista a las misivas, los historiadores han podido reconstruir, por ejemplo, el terror de los soldados de la Gran Guerra, la devastación de la bomba de Hiroshima, el infierno de los campos de concentración nazis o las penurias de los exiliados españoles en México.
Ese interés por lo próximo ha alcanzado su forma más perfecta en la correspondencia de los escritores, quienes suelen aparecer en sus cartas con voluntad de estilo y, en cierta medida, conscientes de una posible publicación futura. Podría decirse que ellos siempre están escribiendo, incluso cuando discrepan. Kafka alcanza altura en una nota donde reclama dinero a su editor, como también Pessoa, quien aparece indefenso en su correspondencia a Ophélia Queiroz, una mecanógrafa de las oficinas de la Baixa lisboeta donde él se ocupaba de traducir las notas comerciales. Nabokov también arde en las misivas a su mujer Véra Slónim, especialmente a la salida de una infidelidad durante sus días en París: “Beso tus manos, tus labios queridos, tu pequeña sien azul”.
Otras veces las cartas han sido un instrumento eficaz para descifrar en su enigma a ciertos autores. Algo así como un espacio en el que poder dilucidar la leyenda de una vida o la fuerza de una expedición creativa. Aunque no siempre añadan algo esencial al conocimiento de las obras de sus autores, las cartas suelen ser documentos de una intimidad compartida en los que la complicidad permite conocer lecturas y estímulos comunes, proyectos particulares de trabajo, claves a veces decisivas para interpretar ciertos textos, la crítica privada de los escritos, relaciones con terceros, determinados acontecimientos. Lo que está muy claro, en cualquier caso, es que se entiende mejor la magnitud de un escrito cuando se conoce el obrador intelectual de la persona.
Una de las cartas de Roberto Bolaño que la Biblioteca Nacional (BNE) adquirió en 2017 / BNE.
Al respecto, acaso no hay mejor astillero literario en España que los correos de los autores de la Generación del 27. Desde que en 1992 Andrés Soria Olmedo publicó en Tusquets el epistolario cruzado entre Pedro Salinas y Jorge Guillén desde 1923 hasta 1951, se han sumado a él más de una treintena de recopilaciones que han contribuido de forma decisiva al conocimiento de la compleja trama de relaciones que forman la historia privada de este importante grupo de escritores. A la acumulación de datos e historias alrededor de la huella humana de estos autores, el género epistolar alcanzó en la mayoría de ellos –hay que reconocer– una calidad y una riqueza impecables.
Este ejercicio de espeleología personal y literaria parece también agotar sus días. La tecnología ha revolucionado, una vez más, el formato de las cartas. Gracias al correo electrónico, las redes sociales y la mensajería instantánea, la escritura vuelve a estar en el centro, pero ha mutado en una fórmula distinta que da cabida, por ejemplo, a la oralidad (perceptible en la retórica y en las normas de estilo) y a las imágenes (los emoticonos). Anclada aún en ese impulso primario de querer comunicarse con el ausente, el problema radica no tanto en la consideración patrimonial –por qué conservar las cartas de un escritor– sino en cómo hacerlo al desaparecer cualquier huella física: el papel, la señal de la máquina o de la impresora, el trazo de la pluma…
Ya en 2007, la Biblioteca Británica –en colaboración con Microsoft– abrió un archivo de emails con el propósito de ofrecer a futuros investigadores una amplia panorámica de cómo era la sociedad británica en el arranque del siglo XXI: se trataba de una ventana abierta a los quehaceres, las preocupaciones y las alegrías de sus residentes y visitantes. Aunque no centrado sólo en la labor epistolar, la Biblioteca Nacional de España (BNE) dio a conocer en junio de 2018 que había completado su tercera recolección masiva del dominio .es, almacenando al completo un 87% de los 1.900.000 dominios registrados por Red.es, la entidad pública empresarial del Gobierno para el fomento de la sociedad de la información y la tecnología digital.
Parece que ahí está el camino para evitar una pérdida documental irreparable. Las instituciones encargadas de la custodia de los legados están diseñando estrategias para proponer a los escritores fórmulas para la consulta futura de su correspondencia. Queda esa salida o confiar en que el autor las conserve de forma metódica, a través de copias en papel o su depósito en algún sistema de archivo. “¿Ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de aquellas a estas, es decir, un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin carteros? ¿Un universo en el que todo se dijera a secas, en fórmulas abreviadas, deprisa y corriendo, sin arte y sin gracia?”, avisó, con cierta melancolía, Salinas.