Hablar de los periodistas como si fueran autores clásicos tiene algo de oxímoron: a primera vista parece imposible que puedan cohabitar en una misma materia –el amarillento papel que cobijan los insignes depósitos de las hemerotecas– la condición efímera de los diarios, que es la naturaleza genética del periodismo, con la necesaria perdurabilidad que se le exige a cualquier escritor modélico. Y, sin embargo, sucede con una frecuencia que no diremos que sea constante, pero sí categórica. Sobre todo a lo largo de la historia más reciente, cuando los géneros (y los intereses en conflicto) todavía sabían diferenciar (y por tanto manejarse) entre el negocio y la verdad, la ética y la estética.
De ese universo perdido para siempre –los periódicos son ya otra cosa distinta, líquida y fragmentaria– nos habla La eternidad de un día, una excelente antología de artículos y gacetillas pasajeras que el germanista Francisco Uzcanga Meinecke hizo hace tres años para la editorial Acantilado, madre y maestra de la cultura con mayúsculas. En ella palpitan, vivas como el primer día, algunas muestras ejemplares del periodismo que contó –por métodos diversos, casi siempre brillantes– la Europa que discurre entre 1823 y 1934, desde las postrimerías de la célebre batalla de Waterloo a la llegada del nacionalsocialismo a la cancillería en la antigua Prusia. Una centuria larga que condensa todo el brillo y el horror de la historia de Europa central, aquella que desde el Sur llamamos el Norte.
El volumen mezcla firmas literarias reconocidas, como es el caso de narradores como Thomas Mann, Robert Musil, Herman Hesse o ensayistas como Walter Benjamin, con periodistas sin una novela que los consagre y otros díscolos, como fue el caso de Karl Kraus, Ludwig Börne o Josep Roth, que dice (con indudable acierto) que cuando un cronista se atreve a escribir un libro parece “que tiene que excusarse”. Como si la escritura periodística no pudiera ser literaria o acaso existiera un numerus clausus entre el Reino de los Inmortales y los llamados escritores del día. No es el caso, por supuesto. El genero literario supremo de los tiempos recientes no es ni mucho menos la novela, sino la crónica, el arte de la no ficción, cuyos verdaderos precedentes ni son norteamericanos –sino europeos– ni tampoco recientes, sino más bien antiguos y, dado como están las cosas en el oficio, auténticas especies en extinción. Genios sin herederos.
En la selección de textos elaborada por Uzcanga Meinecke, precedida por un perfil biográfico que sitúa a cada periodista en su contexto vital, esta mezcla de ilustres y humildes escritores de periódico resulta elocuente, al tiempo que ilustrativa. Nos permite, por ejemplo, el deleite de ver a escritores canónicos competir –y fracasar– con indocumentados plumillas (magistrales) que nunca entraron en el Parnaso pero que, casi dos siglos después, continúan tan vivos como entonces porque dominaban como nadie el arte de captar el espíritu de su propio tiempo, el famoso zeitgeist, ese aire de época que, siendo siempre concreto, también es universal.
El
Al contrario de lo que sucedió en el resto de países europeos, el folletín alemán no está obsesionado con la vida política, sino que surge a partir de los artículos de fondo de los suplementos culturales para viajar al ámbito del retrato social y ocuparse de la crítica (inteligente) de costumbres; primero en Viena (antigua capital del imperio austrohúngaro) y después en Berlín, donde las gacetillas dieron antes que nadie noticia de la era de la modernidad dinámica. Y canonizaron, antes que las vanguardias, o a su par, la épica de la máquina. El libro de Uzcanga Meinecke condensa un maravilloso paisaje intelectual, que es el que Stefan Zweig –presente también en la antología con dos textos sobre viajes– eterniza en El mundo de ayer, y de cuya desaparición da cumplida cuenta la cuestión judía, que dejaría huérfanos –y amordazados– a muchos de los diarios de aquel tiempo. Buena parte de los autores recogidos en La eternidad de un día son de origen hebreo, lo que confirma no sólo su prestigio como intelectuales, sino el desgarro cultural que produciría su aniquilación por parte de los nazis, obstinados con destrozar aquel embrión de Europa mestiza para implantar, mediante el asesinato y la tiranía, la distopía de la pureza aria, donde el humor era considerado una impertinencia. La señal exacta de los dogmáticos.
La antología incluye piezas memorables, como leer a
Nuestro preferido, sin embargo, es un texto de Börne, fechado en 1823, en el que este escritor de periódicos se retrata a sí mismo y enuncia el gran secreto de la literatura. A saber: “Quien atiende a su voz interior en vez de al vocerío que llega del mercado, quien tiene el valor de divulgar aquello que le ha enseñado su corazón resultará siempre original. La franqueza es el origen de toda genialidad; los hombres serían más lúcidos e ingeniosos, si fueran más honestos. Tomad unos folios y escribid, ininterrumpidamente durante tres días, sin falsedad ni hipocresía, todo lo que se os pase por la cabeza. Lo que pensáis de vosotros mismos, de vuestras mujeres, de la guerra con los turcos, de vuestros superiores; y, una vez transcurridos esos tres días, os quedaréis pasmados de las ocurrencias inauditas que habéis tenido. En esto consiste el arte de convertirse en tres días en un escritor original”. El mejor periodismo, igual que la buena literatura, reside en la sinceridad temeraria. No hay otro método. Sólo así se conquista la gloria.