Muchos años antes de que Kevin Johansen nos hablara en una de sus canciones de La cumbiera intelectual, corría por Barcelona otro argentino al que le dio por aplicar su intelecto a la rumba, música de gitanos y otras gentes de mal vivir. Se llamaba Javier Patricio Pérez Álvarez y todo el mundo lo conocía como Gato Pérez; realmente, tenía cara de minino, aunque el whisky le atraía muchísimo más que la leche.
En su momento, algunos puristas la emprendieron con él por no ajustarse del todo a las convenciones del género. No se le llegó a acusar de apropiación cultural, como a la pobre Rosalía, porque ese concepto idiota aún no había calado en la sociedad. Y porque yo creo que Gato, como Bowie cuando publicó The Young Americans --su peculiar homenaje a la música negra afroamericana--, siempre supo que lo suyo no era auténtico ni falta que le hacía.
Lo que Bryan Ferry y David Bowie hicieron con el rock, Gato lo hizo con la rumba y el acercamiento de todos ellos a géneros ya existentes los hizo avanzar de manera más que notable. En caso de haber sido acusado de apropiación cultural, Gato podría haber seguido el ejemplo de Bowie: “Como soy blanco e inglés, no puedo ser realmente funky. Por eso, a lo mío le llamo Plastic Funk”.
La rumba de Gato no era de plástico, pero sí una cuidadosa revisión del género que incluía esporádicos desvíos hacia la balada o la milonga. De ahí su valor, su interés y su humildad. Nuestro hombre no pretendió nunca dignificar un género menor sino ofrecer su propia visión del asunto, que no podía ser la misma que la de un gitano de Gracia: un día me contó que quería formar un grupo llamado Víctor Hugo y Los Miserables, lo que, lamentablemente, no llegó a suceder.
Nacido en Buenos Aires en 1951, Gato llegó en 1966 a Barcelona, de donde solo se movió para una estancia en Londres que no arrojó los frutos deseados. Tras un breve flirteo con el jazz, se propuso reinventar la rumba --como haría algo después con la canción española su amigo Ricardo Solfa, también conocido como Jaume Sisa--. Y vaya si lo logró. Solo tenía un problema: le aterrorizaba actuar en directo, se ponía muy nervioso y solía recurrir a la ayuda etílica. ¿Le faltaba sabrosura? Es posible, pero le sobraba talento, como demostró especialmente con sus letras, que a veces eran pequeñas novelas en la línea del Pedro Navaja de Rubén Blades.
Yo lo recuerdo siempre en Zeleste, a altas horas de la noche, en compañía del Sisa, el Trópico y el Flavià, ebrios de soledad, como tituló uno de sus mejores temas. Una vez me presentó a José Agustín Goytisolo: no sé de donde venían, pero iban muy contentos y con ganas de seguir estándolo; fue mi único encuentro con el autor de Palabras para Julia.
En petit comité, Gato era un contertulio sensacional que solo perdía el hilo cuando aparecía en su campo de visión algún trasero femenino de indudable interés. Lamentablemente, la salud no era lo suyo: sufrió un infarto en 1981 y otro, el definitivo, en 1990. No tenía ni cuarenta años, aunque es posible que, parafraseando otra de sus canciones, hubiese forzado un poquito la máquina, pero, ¿quién no lo hacía en aquella Barcelona que ya no existe?