Nunca ha sido un oficio bien pagado el de la traducción literaria, y tampoco se puede decir que haya gozado de un prestigio que compense esa carencia. Por lo general se ha considerado, aunque sea por pereza, que los libros se traducen solos, sin más arte que el de birlibirloque, como vienen los niños de París. Sabiendo francés, naturalmente. Keats, que tanta razón tuvo en tantas cosas, se equivocó en esa sentencia suya según la cual el poeta es lo menos poético de cuantas cosas existen, porque “no tiene identidad”. En punto a no tener identidad, el traductor le gana: no solamente se hace camaleón del texto que vierte, sino que, probablemente, cuanto mejor lo haga más pasará desapercibido e ignorado.
Amelia Pérez de Villar, traductora con treinta años de experiencia, ha publicado Los enemigos del traductor. Elogio y vituperio del oficio (Fórcola). Es preciso advertir que no es una obra de traductología, aunque el título lo deja bien claro. Se trata, sobre todo, de una observación personal, con muchos casos traídos de su propia labor en los que se anudan reflexiones y anécdotas. La autora, también escritora con obra propia, traduce del italiano y del inglés, y lo ha hecho para editoriales grandes, medianas y pequeñas. Entre los libros de los que se ha ocupado hay obras de Harold Bloom, Gabriele D’Annunzio, Edith Wharton o Robert Louis Stevenson. De este último, la magna trilogía de ensayos y artículos publicada por Páginas de Espuma, Escribir. Viajar. Vivir.
Su libro, dedicado a la memoria de la también traductora Esther Benítez, se divide en una introducción, cuatro partes y una conclusión. Muchos de los textos que lo integran proceden de entradas del
Son varias las quejas que recorren el libro, y no es la primera, aunque va de suyo, lo magro de las tarifas que se embolsan los traductores, que a menudo caen en un bolsillo agujereado por esos sietes que abren en su economía la cotización de autónomo o la retención del IRPF, por no hablar de las demoras en los pagos de las facturas o la constante precariedad. Por más que sea laborioso un traductor, y por mejor que haga su trabajo, comparte con el poeta la duda no de cuándo volverá a componer unos versos, sino de cuándo volverá a recibir un encargo. Una de las principales ideas que vertebran el libro es la justicia y la necesidad de que se cite el nombre del traductor, lo mismo en las reseñas críticas de las que a menudo desaparece con la excusa de que falta espacio que en las cubiertas de los volúmenes.
Pergeño esta página un viernes, día en que coinciden varios de los principales suplementos culturales. Pues bien, en muchos no se cita ni siquiera en la ficha del libro el nombre del traductor en los casos de las novedades de Donna Leon o de Leila Slimani. Sí hace constar el nombre Fernando Rodríguez Lafuente (¡gloria a él!) en su reseña de Matias Pochner. También hay que decir en su honor que durante la etapa en que fue director de un suplemento cultural nacional se corrigió esa ausencia, que ahora vuelve a producirse. Otros diarios sí observan la buena práctica de manera sistemática.
Pérez de Villar fue la creadora de un campaña,
“¿Cuál es entonces la traducción buena?”, se pregunta. La respuesta es “Ninguna. Y todas. Toda traducción tiene en su composición dos partes de objetividad y una de subjetividad”. Traducir es una vocación, que requiere dotes personales, determinado talento, más una preparación constante. Pérez de Villar nos deja aquí entrar en su taller y despliega sus conocimientos, que son los de un sector fundamental en el mundo del libro, que es decir en el de la cultura. Un oficio tan azaroso que puede afirmarse que la autora pone el dado en la llaga.