Bruce Nauman provoca extrañamientos en el Museo Picasso de Málaga. Hasta el próximo 1 de septiembre su retrospectiva Estancias, cuerpos, palabras, con 87 obras expuestas, divide a los visitantes en apocalípticos e integrados. Los que certifican la defunción del arte y el mal olor de su cadáver en descomposición y aquellos que gozan y defienden la lingüística fascinante de lo nuevo. Los gestos de ambos los delatan en las salas del museo. Si pudiese espiar sus reacciones, el artista se divertiría voyeur desde los ángulos muertos de los videos en los que ejecuta sus performances. De hecho, el público es también, sin saberlo, una performance de Nauman. Espontánea, diferente, efímera, y producto de las tres maneras en la que cada uno se sitúa frente a las propuestas conceptuales, minimalistas y sensoriales de sus instalaciones arquitectónicas, sus esculturas, los neones, vídeos, dibujos, serigrafías y fotografías.
Con una actitud interrogante, con una mirada hechizada, con una reacción fugitiva. Cada una sujeta a una percepción psicológica, a la respuesta de su intelecto o a su desobediencia emocional. Cualquier opción define lo que busca el discurso Nauman y una obra diversa que no se observa únicamente –los neones que se encienden y apagan la palabra NO o el que simula una ruleta con los términos Vida, Muerte, Amor, Dolor, Placer–, ni se contempla como el video de un ilusionista que construye un perro con un globo transparente o igual que una pieza escénica de Samuel Beckett con su juego repetitivo de diálogos sin sentido y situaciones que funcionan como patrones –en un espacio acotado y reducido donde Nauman se mueve o camina como hace en Walt whit Contrapposto–.
En los mundos de Nauman se entra y se participa. Se experimenta, se siente y se piensa. Él pretende que así nos enfrentemos a problemas sociales y filosóficos del ser humano y su naturaleza: la violencia, la angustia, la tortura, el sexo, la moral. Pero lo primero que el espectador recoge es una sobredosis de estímulos que lo provocan, que en muchos casos lo desorientan y en otros están destinados a crearle desasosiego. Es el caso de La Habitación amarilla, creada en 1973, que supuestamente es un triángulo equilátero en cuyo interior uno puede encerrarse. Una cuestión de percepción espacial y de sensibilidad porque el triángulo es una ficción imperfecta y el agobio no siempre aparece.
Al margen de sus espléndidos dibujos sobre la plasticidad combinatoria de los dedos de las manos, y de esculturas como sus cuerpos de animales mutilados y colgados en corro, o sus manos en círculo —Untitled (Hands Circle) (1996)— llenando huecos, tomando distancias, calculando los espacios negativos que se esconden entre las cosas, se aprecia muy bien en los videos de sus performances. Cada uno plantea ecos, variantes de los mismos movimientos –como si fuesen fragmentos de una coreografía basada en el cuerpo y su representación–. Creaciones vinculadas a las influencias de la música contemporánea de John Cage (“dejad que los sonidos sean ellos mismos”) convertidas en elemento casi pictórico, y la danza moderna de Merce Cunningham: “Cada espacio debe ser bailado. La danza puede ser acerca de cualquier cosa, pero fundamentalmente es acerca del cuerpo humano y su movimiento, comenzando por el caminar”.