La librería Áncora & Delfín estuvo instalada en el número 564 de la Diagonal entre 1956 (año de mi nacimiento, aunque debo compartirlo con Miguel Bosé y Artur Mas, cosa que no resulta especialmente de mi agrado) y 2012, cuando la crisis se la llevó por delante. La verdad es que no la frecuentaba mucho en sus últimos tiempos, porque había ya mejores librerías en Barcelona, y la que para mí había sido su principal seña de identidad se había volatilizado. La conocí en la etapa final del franquismo y le cogí cariño por el mismo motivo que a la Librería Francesa: tenían libros editados en otros países --sobre todo, Francia-- y en esa época a mí me parecía que todo lo que venía de fuera traía un valor añadido.
En mi recuerdo, siempre tengo asociada Áncora & Delfín a los hermosos álbumes franceses de la editorial Serg consagrados a los clásicos del cómic norteamericano de los años treinta y cuarenta. Dos de ellos me volvían especialmente loco, los dedicados, respectivamente, al Flash Gordon de Alex Raymond y al Príncipe Valiente de Harold Foster. A los catorce o quince años pasé muchos ratos hojeando esos dos libros que costaban un ojo de la cara y estaban fuera del alcance de mi semanada. Los miraba como Will More repasaba sus álbumes de cromos en la película de Iván Zulueta Arrebato. Si no me sentía vigilado por ningún dependiente, hasta olía las páginas de papel cuché, cuyo aroma me fascinaba porque me parecía que olían a tinta. El de Flash Gordon nunca lo conseguí, pero el del Príncipe Valiente logré llevármelo a casa tras meses de ahorro sin que nadie me lo soplara en un plazo de tiempo tan largo. Si el volumen no estaba impecable cuando lo compré, fue por culpa mía, que me tiré meses manoseándolo, esperando tal vez que apareciera el dueño de la tienda y, apiadándose de mí, me lo regalara.
Los tebeos no eran aceptados en España como lo eran en Francia, y les aseguro que esas ediciones de lujo daba gloria verlas (y olerlas). Siempre estaban en la parte alta de las estanterías, lo cual me obligaba --aún no había pegado el estirón-- a ponerme de puntillas para pillar los álbumes (me hubiese venido bien un escabel, pero supongo que ya era mucho pedir para un gorrón adolescente). Más adelante, empecé a comprar ediciones sudamericanas de libros no editados en España y obras en francés, idioma que había aprendido de forma algo rupestre prestando atención en clase y comprando de vez en cuando el semanario Pilote (nunca olvidaré la frase de un quiosquero del Paseo de Gracia cuando me dijo “Esta semana no ha llegado por los follones que hay en París”; se refería, claro está, al mayo del 68, que a mí me pilló con doce años).
Áncora & Delfín merecería una placa en el lugar que ocupó durante tantos años (como la juguetería de al lado, también desaparecida, llena asimismo de objetos inasequibles): estoy convencido de que llevó la alegría a mucha gente durante el franquismo. Con la democracia se convirtió en una librería buena, pero normal, y agonizó desde la crisis de Lehmann Brothers hasta cerrar en 2012. Descanse en paz. Y muchas gracias por los servicios prestados a la ciudad en general y a mí en particular: aún hoy, de vez en cuando, saco de la estantería el álbum del Príncipe Valiente, lo huelo y vuelvo a aquella estantería que estaba casi fuera de mi alcance. Es mi versión particular de la famosa magdalena de Proust.