Chesterton ha pasado a la historia de la cultura popular por dos cosas: ser un escritor católico (por convicción, puesto que nació en una familia anglicana por conveniencia), y sacarle más partido que nadie a las paradojas, que no son la suma de dos ideas opuestas, sino la síntesis perfecta de la realidad, esa señora que se permite el lujo de despreciar nuestros deseos y ser contradictoria por naturaleza. Ambos son privilegios divinos. Sin conocer estos dos datos no puede entenderse por completo el colosal genio que guía sus escritos, multiplicados ad infinitum porque, dado que los estudios no se le dieron muy bien en su juventud, decidió, como muchos otros hombres sin oficio ni beneficio, dedicarse a las galeras del periodismo. Un absoluto desperdicio intelectual, según la opinión del poeta W.H. Auden, responsable de la antología de piezas en prosa –Ensayos escogidos– que ha dado a la imprenta, con la excelencia que acostumbra, la editorial barcelonesa Acantilado, que junto a la sevillana Renacimiento –el falansterio de Abelardo Linares– son las responsables del milagro de devolver cada cierto tiempo a los anaqueles de las librerías, nuestras otras tabernas preferidas, la obra del atorrante escritor inglés, llena de la sanísima impertinencia de aquellos que se sitúan por encima de las etiquetas ajenas.
Visto con los ojos burdos de simpleza, ese mal del entendimiento, tan común en nuestros días, Chesterton sería a buen seguro calificado como un intelectual perfectamente conservador, incluso retrógrado. Cumplía todos los requisitos: creía en Dios, lo que implica que no dudaba tampoco de la existencia de su reverso (el Diablo); gastaba traje de tres piezas, usaba sombrero, fumaba puros –condición propia de los hombres pacíficos– y, para ser inglés, hasta disfrutaba (en exceso) de los placeres de la comida, como certifican sus medidas para el sastre. Todo un caballero de orden. Pensaba además que la Edad Media no era una época oscura, como siempre nos han dicho, sino un tiempo luminoso y armónico; se atenía siempre a lo que dictaba su propia razón –no a la conveniencia ni al borreguismo–, y era crítico con el capitalismo sin necesidad de abolir la propiedad privada. Aceptaba la democracia, pero no siempre concedía la infalibilidad completa a la opinión de sus semejantes, que por ser muchos más no tienen necesariamente que estar en lo cierto.
Defendía la tradición –porque la conocía con detalle–, pero era moderno en el sentido de aceptar ponerla en crisis, aunque fuera al cabo para reforzarla y dotarla de un vitalismo que ni los mejores sacerdotes han conseguido emular con todos los estudios de teología a sus espaldas. Sus libros están llenos de talento, ironía, sentido del humor y convicciones individuales. También de literatura, disciplina en la que fue un maestro en varios géneros, desde la novela policíaca al apunte político, pasando por el artículo doctrinal o la biografía y la poesía. A su manera, fue un gran idealista y, en consecuencia, un optimista alegre. Aunque él se definía de otra forma: “Madame, yo no sé nada. Soy un periodista”. Toda una lección para los que creen que este oficio se aprende en la universidad, que son como quienes aún piensan que a escribir no se aprende leyendo y emborronando folios.
Auden compone esta selección de
El escritor inglés publicó durante 25 años, sin descanso y de forma regular, más de mil artículos en la revista
El argumento es, sin embargo, incierto: el Chesterton de estos ensayos escogidos –que no se dan íntegros, sino expurgados con un criterio de condensación– no puede separarse del periodista. Escriba lo que escriba, el lenguaje, los planteamientos y las conclusiones de Chesterton, por las que discurrir es como caminar por un bosque deslumbrante, son siempre las de un individuo que observa, vive, lee o disfruta con el espectáculo del mundo en primera persona. Nunca es la filosofía del estudioso de gabinete.
Se aprecia, por ejemplo, en su definición de lo que es la verdadera democracia: “Reconocer que lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que los separa”. O en su defensa de las exageraciones de los personajes de Dickens: “Cualquiera tiene un día u otro la ocasión de reunirse con sus amigos en torno a una mesa una noche en la que la singular personalidad de cada uno se abre como una flor tropical. Entonces interpretan su papel como en una obra teatral deliciosa e improvisada en la que cada cual es más él mismo de lo que lo ha sido nunca en este valle de lágrimas, y en la que todos son una caricatura de sí mismos”. ¿Han leído ustedes una mejor definición de lo que es la vida social?
En lo que sí tiene razón Auden es en la apreciación de la extraordinaria lucidez de Chesterton para juzgar la literatura de su tiempo. Sus ensayos sobre Dickens, al que sitúa como el último escritor cómico inglés, digno heredero de la cultura popular, Scott, Shaw, Morris, Milton, Kipling, Johnson, Henry James o Stevenson son maravillosos e inesperados. “Nadie repara en que la mayoría de los grandes poetas ha escrito una cantidad ingente de poemas malísimos”, sentencia con malicia y exactitud. “Confesar la vanidad es, en sí mismo, un acto humilde”, escribe sentándose encima de su propia paradoja, como un niño que juega con su cometa. O cuando practica el finísimo arte de lo grotesco, esa forma de “poner el mundo patas arriba para que podamos apreciarlo mejor”.
Justamente éste es el mérito del Chesterton ensayista: abrirnos la mente a través de la denuncia de los