Ya no se encuentran sombreros mexicanos en las Ramblas de Barcelona. Hasta no hace mucho los turistas lucían, orgullosos, sus recuerdos absurdos de una absurda ciudad. Pasear por la calle más transitada de la capital catalana con ajuares charros, hechos de palma teñida de colores imposibles, se había convertido en una auténtica tradición. Pero la tradición, ahora lo sabemos, es un campo de batalla. Los sombreros mexicanos dejaron paso a los imanes de paellas y de jarras de cerveza, a los ceniceros de flamencas, a las camisetas con corazones y lentejuelas, a las postales y a los llaveros, y a todo un universo zoofílico realizado a partir de una variante, barata y cutre, que pretende imitar el trencadís de Gaudí. No es cursi. Es cutre. Por eso, y porque Barcelona aún intenta venderse al mundo como la ciudad del diseño (e, incluso, de algunos prodigios), el ayuntamiento, el año pasado, prohibió abrir nuevas tiendas de souvenirs en algunas zonas concretas. La medida ampliaba los espacios vetados por la masificación turística en el entorno de la Sagrada Família y el Park Güell pero –y aquí está la trampa– permitía la venta de estos vestigios del buen gusto en el Mercat de Sant Antoni y alrededor del Camp Nou.
La palabra souvenir, que hemos heredado de la voz francesa, pero que mantiene sus raíces latinas (es la suma de sub y venire), quiere decir algo así como "venir en ayuda de la memoria". Como hemos visto, especialmente en las vacaciones de verano, la apelación a la memoria se transforma en todo tipo de objetos que avalan que hemos visitado un lugar determinado. El objeto, ridículo casi por exigencias del guion, más que evocar, chequea. Hemos estado allí. Ésta es la verdadera prueba. El souvenir es el reverso analógico de la selfie. La sociedad exige demostraciones irrefutables de que la narración que explicamos al mundo, sea en una cena con amigos o en nuestra red social preferida, no es resultado de nuestra imaginación. La imaginación es el animal maldito de nuestros días. No miramos del todo. No nos sumergimos en los placeres inconfesables del anonimato. Compramos el recuerdo, literalmente, o nos ponemos en el centro del objetivo para ser retratados frente al mausoleo o la catedral. Hay que clausurar el instante, empaquetarlo adecuadamente, para luego añadirlo a nuestro catálogo de la felicidad compartida.
Sin embargo, el souvenir no es una caricatura que ayuda a poner en cuestión los relatos oficiales (para, a su vez, naufragar por el tópico) ni nos exhorta a desacralizar los tótem de la cultura (sean Gaudí, Dalí o Miró). El souvenir es la leyenda de un mapa. Nos invita a descifrar sus coordenadas, geográficas o simbólicas, y a analizar la escala y la proyección de que alguien ha pensado por nosotros. Podemos criticar ferozmente la democracia representativa —a favor de una democracia directa o deliberativa, o de una combinación de las tres— pero, paradójicamente, no estamos analizando con atención todas aquellas imágenes que quieren representarnos en la calle, que es el congreso donde el conflicto es menos artificial. Más espontáneo.
¿Somos protagonistas de nuestros mapas de vida? ¿Quién transita por los desencadenantes de la memoria individual y colectiva? ¿Qué tipo de brújula necesita el peregrino, el turista o el inmigrante, para que la ciudad que camina no sea un parque temático o un campo de minas? ¿Cómo cartografiamos las esperanzas y las cicatrices?
El dramaturgo y matemático
La niña judía, encarcelada en una ciudad muerta, y Blanca, la mujer adulta y herida que ha perdido el itinerario de su existencia, caminan intentando descifrar un tatuaje invisible. El turista podría hacer lo mismo cuando llega a casa y examina, en el armario del comedor, o en la puerta de su nevera, todos esos objetos que un día adquirió en Menorca, Bangkok o Buenos Aires. ¿Cuáles son, aquí y ahora, nuestros puntos de referencia? ¿Qué le pedimos a la memoria, en realidad, que sea un amuleto o una bitácora?
La normativa propuesta por el gobierno de Ada Colau no era nueva, de hecho. Se trataba de la ampliación de un plan aprobado en 2008 y que tenía como objetivo limitar las tiendas de recuerdos en determinados entornos urbanos de la ciudad por su impacto negativo en el paisaje. Y es que el paisaje urbano es el cuerpo de la ciudad, nuestro cuerpo expandido, cuya silueta se traza, como con una tiza vulnerable y obstinada, en el imaginario colectivo. Pero para combatir la banalización de la cultura, con sus huellas y sus sombras, lo único que se nos ha ocurrido es construir otro mapa, el de la prohibición.
El perímetro censurado de la Sagrada Família, por poner un ejemplo, se extiende a toda la avenida Gaudí y a seis manzanas más entre el paseo Sant Joan, la avenida Diagonal y las calles Nàpols y Rosselló. Tampoco ha funcionado del todo, por otra parte, el intento de folclorización del souvenir autóctono. Cuando han querido convertir los quioscos de las Ramblas, con el rastro de las flores y la tinta fresca, en una especie de museo abierto de productos supuestamente artesanales, con el olor de los carquiñoles y sus sucedáneos, la cosa no ha dejado de parecer el decorado de una película escrita en otra parte. El souvenir, no olvidemos su origen etimológico, significa venir desde abajo, desde el subterráneo. El cartógrafo de Mayorga, que recientemente se ha podido ver representado en el Teatre Goya de Barcelona, con la interpretación quirúrgica y demoledora de Blanca Portillo, nos invita a que, más allá de la arqueología histórica, nos preguntemos cuál es la imagen de nuestra vida.
Algo parecido es lo que hace
Muchos años antes,
El mapa, por lo tanto, no es un calco, no es la imitación, milimétrica, de un cuerpo. El mapa no es un GPS. El mapa, el souvenir, es un acto de creación. Cada novela, cada partitura, cada receta, es el ejercicio estético de alguien que quiere ser descifrado por el otro. El mapa, el recuerdo, es un intento de escapar de la incomunicación en la que a veces estamos sumergidos. Lo reconozcamos o no. Cuando uno de los personajes de Mayorga se entera de que están planeando hacer un filme sobre la historia del viejo cartógrafo del guetto de Varsovia, reacciona. “Las películas están llenas de respuestas a preguntas que nadie hace. En el teatro todo responde a una pregunta que alguien se ha hecho. Como los mapas”.
Los souvenirs y las selfies no son, únicamente, fetiches y reliquias. Ni un panóptico autoimpuesto. Son las preguntas que, tal vez, nunca nos hemos atrevido a hacer. Mientras, nos colocamos bien el sombrero mexicano, y sonreímos metálicamente. Por si alguien ha disparado la cámara sin previo aviso. Justo cuando intentábamos esconder el mapa, arrugado, en el bolsillo trasero.