A Glynnis Talken Campbell –autora de Besos peligrosos y de la trilogía Las guerreras de Rivenloch– le encanta, como a muchos otros escritores, que le pregunten cómo y por qué empezó a escribir y, como a muchos otros escritores, a ella le gusta recordar la ocasión --el instante en que empezó todo-- como una especie de capítulo del Génesis, o como el momento decisivo y más alto del Big Bang: Glynnis era una oscura profesora de Cultura Popular en la Universidad de Pittsburg, y un día de Acción de Gracias, volvió a casa de sus padres, en Paradise, y allí, además de con la familia, se reunió consigo misma, con su pasado y, qué demonios, con su destino.
Una noche, Glynnis había quedado para salir a cenar con su grupo de amigas del instituto, entre las que se contaba la esposa de un hombre de éxito caído en desgracia: el abogado y fiscalista de un magnate que se había tomado demasiado en serio su trabajo y había bordeado la ley, más por fuera que por dentro, y ahora bordeaba la valla de una cárcel de seguridad media, más por dentro que por fuera. Aquella noche, cuando se vestía para salir, Glynnis se miró al espejo y tuvo que confesarse algo: estaba muy excitada por aquella cita, y es probable que estuviera incluso contenta por lo que le había ocurrido al marido de su amiga.
Esos sentimientos no eran para estar orgullosa, pero eran reales. “Tengo que escribir sobre esto, tengo que escribir sobre esto”, pensó Glynnis, y en cuanto regresó de la cena se puso a escribir de manera rabiosa sobre lo que pasaba por su cabeza y durante horas, días, semanas, no hubo en su vida más que tormenta e ímpetu, y fue maravilloso. Glynnis, que rondaba entonces los cuarenta años, considera --lo dice en las entrevistas y lo escribe en los textos liminares de sus libros-- que las buenas cosas de la vida se hacen esperar.
Y esta es la historia de cómo Glynnis --autora puntera dentro del género de la novela romántica con trasfondo histórico, que se vende por millones dentro y fuera de los Estados Unidos-- empezó a escribir propulsada por un sentimiento extraño, incluso perverso --la alegría ante la desgracia de una amiga-- y finalmente dio a las prensas una primera historia sobre nobles escoceses semidesnudos a la que siguió una segunda historia sobre nobles escoceses semidesnudos, etcétera. Por lo demás, es géminis, está casada con una estrella del rock, cuida con orgullo de sus dos hijos y de un carlino llamado Worf.
No todo el mundo tiene por qué saber qué es un carlino --son esos perros pequeños, del tipo molosoide y de origen chino, que están por todas partes-- pero da la impresión de que los lectores de las novelas eróticas que escribe Glynni, y más concretamente los lectores de sus solapas, sí que lo saben. Las solapas y el resto de textos que acompañan --dedicatorias, agradecimientos, citas: en adelante paratextos-- a las novelas del género todavía a veces llamado rosa o romántico, pero primordialmente eróticas o pornográficas, se presentan con la apariencia de un microgénero inane dentro del subgénero, pero son, desde el punto de vista discursivo, algo mucho más consistente y, de hecho, constituyen un discurso en sí mismos, una cosmovisión (así es el mundo o, al menos, así es el mundo de las escritoras de novela romántica) y una cosmogonía (así empezó el mundo, así empecé yo a escribir novelas).
Según datos de la American Veterinary Medical Assocciation, el 36 por ciento de los hogares estadounidenses tiene perro, pero en el caso de las escritoras de novela erótica, el índice se dispara. Tienen perro, tienen marido, tienen hijos y tienen un grupo de amigos con los que almuerzan una vez a la semana. Mónica McCarty, autora de El highlander seducido, El highlander traicionado y El highlander indomable, lo hace --almorzar con los amigos-- todos los miércoles, mientras que Kathleen Givens --El destino del highlander y La leyenda del highlander-- y Suzanne Enoch --autora de El canalla, El seductor y El héroe, frecuentadora de la lista de libros más vendidos del New York Times y dueña de un terrier llamado Katie-- no especifican el día de la semana en que comen con sus amigos, pero también se acuerdan de ellos en sus agradecimientos.
Aunque ayudaría a visualizarlo, lo importante no es el día sino el hecho en sí, el hábito –emocionalmente saludable– de almorzar con un selecto grupo de amigos cada cierto tiempo o la costumbre de tener animales dentro de casa, que funcionan como indicativos de bienestar emocional. Las personas felices --y todas las autoras de novela romántica lo parecen– no tienen ninguna razón para ocultar su vida. Al contrario. Para eso están los paratextos, para dar gracias a la vida. Digámoslo de una vez: la vida de las autoras de la así llamada novela romántica es una vida que merece ser vivida. Es la vida con la que soñaría cualquier antiguo lector (o lectora: mayormente lectora heterosexual) de novela rosa convencional y sin sexo explícito.
Prontuario de felicidad autoral: Sue-Ellen Welfonder (El demonio de Escocia, Un caballero en mi cama y El señor de las Highlands) es miembro de la asociación Romance Writers of America y tiene un padre apuesto, descendiente de escoceses y amante de los perros, y una traductora al alemán, Ulrike Moreno, con la que se lleva especialmente bien, y un campeón cuadrúpedo al que pide disculpas por las muchas horas que pasa en el ordenador. Pero, sobre todo, tiene un marido y caballero en la vida real, que mantiene a raya, lejos de su ático, a los dragones y a todo posible sitiador y que también –la imagen varía según el libro– la ayuda a esconderse en su torre e ir en pos de sus sueños.
Mónica McCarty le da las gracias a su marido, Dave, por los platos de pasta recalentada. Aunque Jude Deveraux --Me entrego a ti, El aroma de la lavanda, Tentación-- es natural de Kentucky y vive a caballo entre Carolina del Norte e Italia, se acuerda en algunos de sus libros de los maravillosos muffins de huevo y frambuesa que le servían en el Downyflake de Nantucket, mientras se documentaba para escribir la trilogía Novias de Nantucket. Es evidente que las autoras de novela romántica saben valorar las cosas pequeñas, o aparentemente pequeñas, en las que se esconde el sentido de la vida: una vida sencilla y feliz, consagrada a hacer lo que más les gusta, es decir, escribir novelas de ambientación escocesa, vikinga y previctoriana que incluyan escenas de sexo explícito.
Se ha hablado arriba de novela todavía a veces llamada rosa o romántica pero primordialmente erótica o más bien pornográfica y no se ha hecho a humo de pajas sino apoyando un codo en el diccionario (pornografía: presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación) y sujetando, con el otro codo, un ejemplar abierto de cualquiera de estas obras:
“Te quiero en ambos lugares/ Introdúcemelo más/ Lléname/ Marcus casi se corrió/¿recuerdas mis dedos en tus pezones?”.
Sigamos con el nombre exacto de las cosas o, en su defecto, con el diccionario, y veremos que la definición de novela rosa --relato novelesco, cultivado en la época moderna, con personajes y ambientes muy convencionales, en el cual se narran las vicisitudes de dos enamorados, cuyo amor triunfa frente a la adversidad-- guarda más relación con los paratextos de la novela romántica y erótica de ambientación histórica que con las novelas propiamente dichas. ¿Pero acaso no se sueña, acaso no se idealiza en estas novelas?, ¿Acaso no hay autoengaño lector? En todas estas obras hay príncipes, guerreros, condes, duques, vizcondes y damiselas en apuros --o al revés, mujeres de una pieza, heroínas guerreras de resplandeciente armadura-- y los finales son felices, o al menos satisfactorios, pero ese no es el asunto, o al menos ese no es todo el asunto: lo importante es el sexo explícito, sin el cual no habría novela.
La todavía llamada novela romántica es un artefacto que funciona como un reloj, combina el principio de
La adversidad es todo lo demás, todo eso que las autoras tuvieron hacer antes de reunirse con su destino y entregarse a un sueño. Nicole Jordan (Abrazos de terciopelo, Complacer a una mujer, Conquistar a un canalla) fue gerente de una empresa, Melanie George (La novia robada del highlander, Los buscadores de placer) era CEO en una consultora de selección de personal, Gayle Callen (El duque impostor, Las tentaciones del duque), que publica también con el seudónimo de Julia Latham (El engaño del caballero) fue monitora de fitness y programadora informática, y Gaelen Foley (Deseos prohibidos, Mi irresistible conde, Mi peligroso duque) trabajó durante cinco años como camarera de noche. Muy bien, pero al final, lo consiguieron, al final escribieron y dieron el golpe. Estaba escrito, los sueños se cumplen. Es imposible no ver en todo esto la mano del destino manifiesto (manifest destiny), que ya no se usa para apropiarse Arizona sino para adueñarse de la propia vida, para tomar las riendas, para coger nuestro pedazo del pastel de la felicidad.
Todas esas historias estaban ahí, deseando ser escritas, y lo único que hacen las autoras es dar luz al asunto. Esta visión mágica, telúrica, insostenible, de la literatura, no es privativa de estas autoras, pero es algo que vertebra el género y funciona como mecanismo de autoafirmación y exaltación. La autora, mecida por la ola de su falsa modestia, se iguala a Gepetto o al Doctor Frankestein y se compara con Dios, creador de vida. Eso es lo que parece pensar, y es lo que dice de sí misma, Glynni Talken Campbell cuando dice que no sabe si ella escribe sus novelas o son las novelas las que la escriben a ella.
Algo parecido le pasaba a Jo Beverly (El rescate del canalla): descubría las cosas que ocurrían en sus novelas conforme avanzaba en la escritura. Cuando le preguntan a Emma Wildes --autora de la trilogía Solteros y truhanes-- cómo se gana la vida, no dice que se dedica a escribir, sino que se pasa el día soñando, y a veces esos sueños se convierten en novelas. Josie Litton, que tiene más seudónimos que el diablo y ha ganado varios premios RITA (concedidos por la asociación Romance Writers of America), pide disculpas en una nota incluida en Castillos en la niebla porque en la novela Vuelve a mí dejó a los protagonistas en espera de un primer hijo y no decía si era niño o niña, cosa que muchas lectoras le reprocharon. Y Karen Marie Moning (Cómo seducir a un guerrero, Abrasado, El beso del highlander) incluye en sus paratextos notas en las que cuenta a los lectores cómo les van las cosas a los personajes de sus anteriores novelas:
“Lo último que supe de Lisa es que acaba de graduarse en la universidad local/ Me insistió en que mencionara que, finalmente, había conseguido ir a la universidad/ Adam Black insiste en que lo mencione”.
Karen Marie Moning, que fue camarera e informática antes de dedicarse a tiempo completo a la literatura, alterna las novelas de highlanders con la fantasía urbana. Le pasa lo mismo que a sus personajes: las cosas le van bastante bien. Ahora vive a caballo --otra vez el halo mágico de las personas que viven a caball-- entre Georgia y Florida, junto a su marido, Neil, y a un gato trotamundos llamado Moonshadow.
A veces, dentro de la mecánica combinatoria y perfecta, o casi perfecta, de los textos y paratextos de la novela porno-histórica se producen filtraciones, de modo que la novela transpira por la supranovela. Se nos hace saber en algunos casos, generalmente por medio de la solapa biográfica, que mucho antes de escuchar la llamada de la novela romántica, las autoras se empezaron a interesar por la Historia. Sue-Ellen Welfonder era experta en historia medieval escocesa antes de empezar a novelar. Julie Latham siempre ha sentido pasión por la Edad Media, cuando los caballeros eran caballeros y las damas tenían que domarlos.
Meredith Duran se enamoró de pequeña de la historia británica. Allison Chase, que sitúa su novela Oscura tentación en el Cornualles de la época de Regencia, adora viajar a lugares cargados de historia y sus dos grandes pasiones son el tiro al arco y coleccionar vestidos de época. Cuando estudiaba Historia del Derecho, Monica McCarty tuvo su primer contacto con la cultura y costumbres escocesas, antesala del universo highlander en el cual sitúa muchas de sus obras. En los paratextos de McCarty se produce una doble filtración, tanto la Historia --el telón de fondo de los clanes escoceses-- como la historia --los lances sexuales-- entran y salen de la novela. Es uno de los pocos casos en los que una autora hace alusiones pre-eróticas, o picantes, en sus agradecimientos:
“A Dave, mi propio hombretón/ Me pregunto cómo te quedaría un kilt/También al departamento de arte por las portadas impresionantes (¿de dónde sacáis a todos esos tíos?, ¿podéis pasarme sus números de teléfono? Es broma, Dave, en serio) /Dave, lo siento, pero la propuesta de modelo para la cubierta no salió bien. De todos modos, te quiero”.
El texto permea los
La fascinación por el hecho erótico no necesita ser explicada: se entiende, o se sobreentiende. ¿Y las épocas?, ¿qué pasa con las épocas? Da la impresión de que algunos periodos históricos son más sexis que otros, da la impresión de que, en Inglaterra, antes de que empezase a operar la moral victoriana –doble moral o nada– todo valía en materia de sexualidad, y lo mismo cabría pensar de esos sitios en los que los hombres gastaban falda de tablillas o cotas de malla. Por supuesto, podemos atribuirlo todo a las convenciones del género y, en último término, también cabe la posibilidad de que las autoras, como explica la propia Glynni Talken Campbell, no sean responsables de sus actos literarios y lo único que hagan sea dejarse llevar por todas esas historias, abandonarse al sueño de las novelas que se escriben solas y que incluso escriben a sus autoras y, de esta manera, abismarse en el gozoso, incesante torbellino del texto pornográfico que dialoga con el paratexto rosa.