El amor de Luis de Góngora y Argote, poeta sublime del Siglo de Oro español, por la sintaxis invertida --esa creación que los retóricos llaman hipérbaton-- comienza por su propio nombre. Sus apellidos naturales son los mismos con los que firmaba sus escritos, pero cambiados de orden. Su padre era Argote, administrador autorizado de los bienes que la Santa Inquisición arrebataba –por mandato divino– a los heréticos que se apartaban del dogma sancionado y recibían un grave castigo material para un mal espiritual. Su madre fue la verdadera Góngora, de cuya estirpe el poeta tomó el apellido con el que ha pasado a la historia y cuyos posibles –la renta, a modo de tributo eclesiástico, que percibía para su sostenimiento personal– procedían de su tío materno, racionero de la catedral de Córdoba, ciudad donde pisó por vez primera la dudosa luz del día, como dice el gran verso de su Polifemo
De casta, por tanto, le venía a este galgo lenguaraz la costumbre de utilizar el lenguaje para maravillarse, hacer reír a sus contemporáneos –los de entonces, pero también nosotros– o imitar a los poetas clásicos, con los que quiso medirse de igual a igual. Probablemente la mayoría de sus lectores sean en estos tiempos escolares y estudiantes de filología; en ambos casos, un público cautivo. En su época, sin embargo, gozó de indudable prestigio –ganado sobre todo gracias sus enemigos, entre los que figuraban Lope de Vega y Quevedo– y una popularidad que hacía que los pliegos con sus poemas se vendieran como best-sellers. No son precisamente las señales de un escritor incomprendido. Más bien, al contrario.
Y, sin embargo, Góngora ha pasado a la posteridad como un poeta oscuro, fama que le fue adjudicada bastante pronto y terminó de sancionar Menéndez Pelayo. En 1634 Francisco Cascales, preceptista retórico sin piedad, escribe en sus Cartas filológicas: “Y si tengo que decir de una vez lo que siento, [Góngora] de príncipe de la luz se ha hecho príncipe de las tinieblas; y el que pretende con la oscuridad no ser entendido, más fácilmente lo alcanzará callando. No le quito yo la licencia de algunos lugares oscuros con causa, más afectar a la oscuridad, eso se vitupera”. Cascales, que fue amigo de Lope y defensor a ultranza de la doctrina horaciana, que valora la expresión literaria por su claridad –que no es lo mismo que la simpleza–, diferencia entre el Góngora de las coplas satíricas, los sonetos y los asombrosos romances –obras todas de arte menor– y el poeta aristocrático de las Soledades y el Polifemo, donde el lenguaje se separa de la realidad a través de un caudal de imágenes, figuras y metáforas que crean su propio código y se convierte así en cima de sí mismo, atrio mayor del ingenio barroco.
Y, sin embargo, Góngora ha pasado a la posteridad como un
Góngora no se calló, por supuesto. Años antes, en 1613, escribió en una carta a un amigo: “Eso mismo [ingenio] hallará V.M. en mis Soledades si tiene capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que encubren. De honroso en dos maneras considero que me ha sido honrosa esta poesía: si entendida para los doctos, causarme ha autoridad, siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza de la latina (…) Demás, que honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego, pues no se han de dar las piedras preciosas a los animales de cerda”. A don Luis, familiarizado desde pequeño con los autores clásicos gracias a la biblioteca paterna, pobre pero selecta, no le asustaban ni las pullas –“Misal apenas, naipe cotidiano” escribió Quevedo para censurarle por su afición al juego– ni las censuras morales de los humanistas.
Góngora no se calló, por supuesto. Años antes, en 1613, escribió en una carta a un amigo:
Él estaba en otra cosa: camino del Parnaso, aunque con frecuencia confundiera el paraíso lírico con los pasatiempos y distracciones de una corte nómada –primero en Valladolid, después en Madrid– que no siempre podía costearse, como tampoco pudo pagar con desahogo la obligación de la época de medrar (él y todos los suyos) al calor de algún protector que financiase, a cambio de un panegírico o un verso exaltado, la asistencia diaria a corridas de toros, procesiones, fiestas y recepciones. Como todos los que se ordenan sacerdotes con lustros cumplidos –Góngora tomó los hábitos a los 57 años edad– el poeta cordobés había corrido ya lo suyo cuando canta misa. Entre otras cosas había escrito toda la gama posible de versos con final esdrújulo que concebirse pudiéramos. Era autor de teatro a la antigua –para enmendar la comedia nueva de Lope– y voz múltiple de sonetos, canciones, coplas, villancicos, piezas burlescas y toda una galería de romances donde muestra su capacidad para imitar estilos, alterar asuntos y hacer experimentos camino de su aspiración: medirse con Ovidio. Ahí es nada.
Él estaba en otra cosa: camino del
Sus obras satíricas son una maravilla de ingenio, sabiduría y escepticismo. En ellas Góngora, a la busca del favor de un protector cortesano, obsesionado con medrar terrenalmente, contempla el gran teatro del mundo desde un antidogmátismo que retrata a las criaturas de su tiempo como son: seres en busca de su propio interés, movidos por un egoísmo íntimo que camuflan bajo otras banderas. En sus villancicos y letras del Corpus recoge el habla popular, agitanada y de germanía de las clases populares; en sus poemas mayores, en cambio, practica la fábula épica y elogia la vida rústica del peregrino desengañado, crea un decir distinto que cuestiona las reglas del decoro y convierte el poema en un enigma. Una suerte de laberinto imposible de atravesar sin guías, anticipándose con siglos de previsión a experimentos verbales como los que lideraron poetas como Mallarmé o prosistas como Joyce.
El viaje poético de Góngora, igual que los cuadros misteriosos, cobra sentido si uno se sumerge en su interior sin prejuicios y con un cicerone. Nosotros recomendamos tres, en forma de libro. El primero es Para entender a Góngora (Acantilado), una antología de estudios críticos de José María Micó –una de las eminencias en la materia– donde se arroja luz sobre lo que parece sombra, siendo en realidad asombro. Micó bucea con maestría en el contexto cultural en el que se escribieron los grandes poemas gongorinos, desentraña la poética del cordobés y convierte en diáfano lo que hasta entonces parece arcano. Su volumen aborda todos los Góngoras posibles: desde el poeta de 19 años, dedicado a la vida disoluta de las musas, al trueno que, antes de morir de un derrame cerebral, acosado por las deudas de una vida movida por las pretensiones vanas, perpetra las Soledades y el Polifemo, cuya comprensión –explica el profesor catalán– “no requiere erudición, sino atención”, ese bien tan escaso.
El viaje poético de Góngora, igual que los cuadros misteriosos, cobra sentido si uno se sumerge en su interior sin prejuicios y con un
Micó repasa el corpus bibliográfico, analiza la técnica poética, explica estupendamente la provocación (innovadora) que supone escribir oscuro en un medio plagado de doctrinarios de lo claro, cuenta cómo fue la recepción de su obra entre sus propios contemporáneos –notable es su retrato del divino Herrera, insigne poeta sevillano– y nos enseña a leer sus versos imposibles, a través de los cuales se viaja a la semilla misma del lenguaje. De su lectura se obtiene una imagen precisa del idioma hermafrodita de Góngora, que habla indistintamente a través de dos voces –la vulgar y la idealista– que, más que antagónicas, son complementarias.
El poeta cordobés abandona la figuración, igual que un pintor abstracto, para crear un universo verbal autónomo que remite a sí mismo e ignora los referentes ordinarios. Es el mismo sendero que siglos después secundan los poetas de la Generación del 27, reunidos en el Ateneo de Sevilla para rendir un homenaje al maestro. De la influencia de Góngora sobre la Edad de Plata de la poesía española, incluidos los pormenores del célebre tributo sevillano, trata Una densa poliformía de belleza, un volumen colectivo editado por la Junta de Andalucía en 2007 al cuidado de Andrés Soria Olmedo y diseñado –se trata de un libro-objeto– por Juan Vida. La obra contiene textos de Juan Varo, Joaquín Roses, Micó, Lara Garrido, Rogelio Reyes y Garrido Palazón. Su panorámica es una aproximación bastante exacta de la herencia gongorista, una estirpe cuyo maestro (capital) es Dámaso Alonso.
El poeta cordobés abandona la figuración, igual que un pintor abstracto, para crear un universo verbal autónomo que remite a sí mismo e ignora los referentes ordinarios. Es el mismo sendero que siglos después secundan los poetas de la
Sus estudios sobre el poeta cordobés son una referencia inexcusable desde mediados del pasado siglo. El Góngora que hoy conocemos es, en cierto sentido, creación suya. De entre sus aportaciones a la exégesis de la obra del mayor poeta cordobés (que vieron los siglos pasados y verán los venideros) merece la pena leer los capítulos incluidos en Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos (Gredos). Una obra capital dentro del hispanismo. En ella el poeta del 27 nos explica que la restauración de Góngora comienza, a partir del XIX en Francia, cosa que no deja de ser asombrosa, y cuenta también el instante en el que lee de primera mano a los primeros comentaristas gorgorinos en la biblioteca de la universidad de Cambridge. Descubre entonces lo siguiente: “Góngora no era incomprensible, no era absurdo, no era vago, no era nebuloso. Era difícil, ligado, perfecto, exacto, nítido. Era consecuente consigo mismo y con una larga tradición”.
El poeta cordobés representa a la perfección, mejor incluso que sus pares, la encrucijada de su siglo, esa España del XVII, contradictoria y sorprendente. Un país donde el idealismo cohabitaba con el prosaísmo y las virtudes convivían con los vicios, desmintiendo el orden artificial categorizado por los sabios griegos y romanos. Góngora es un poeta que reúne ambos universos en su obra. No se limita a imitar a los clásicos, los reformula. Bien por la vía del ascenso (la poesía elitista) bien por la lógica del descenso (la imitación burlesca y deformada). Lo mismo podía escribir un “Panegírico al duque de Lerma” que las letrillas negras de los males de su época –“Todo se vende este día/todo el dinero lo iguala;/la corte vende su gala,/la corte su valentía/Hasta la sabiduría vende la universidad/verdad”– o un poema irónico como “Hermana marica”.
El poeta cordobés representa a la perfección, mejor incluso que sus
Hasta el siglo XX no aparece –con la figura de Nicanor Parra– de nuevo una ambición poética similar. Reescribir el pasado, traicionándolo o exagerándolo, y dejando el andamiaje de la falsa retórica a la vista. ¿Fue realmente Góngora el príncipe de las tinieblas? ¿O se trata quizás del escritor que se ha burlado de la literatura sublime de la forma más inteligente, usando sus propias armas? La duda es justamente lo que continúa haciéndolo interesante. Y lo que explica que Luis Cernuda le dedicara un poema magistral: “Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta,/Que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos. (…) Mas él no transigió en la vida ni en la muerte/Y a salvo puso su alma irreductible/Como demonio arisco que ríe entre negruras./Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido;/Gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;/Gracias demos a Dios, que supo devolverle (como hará con nosotros),/Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada”.