“¿Dónde estaba el mensaje? ¿Qué decía?”, se pregunta Silvio desde lo alto de su hacienda. “En ese momento empezaron los fuegos de artificio y el cielo resplandeció. Luminarias rojas, azules, naranjas ascendían alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, peor no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco”, asume desde lo alto Silvio, el protagonista del relato Silvio en el rosedal y, como dice Sara Mesa en el prólogo de La palabra en el mundo, un alter ego de su autor, Julio Ramón Ribeyro, de quien este año se conmemora los noventa de su nacimiento y los veinticinco de su fallecimiento.
Ribeyro fue también un observador del mundo. Quizás porque, como dice el narrador de otro de sus relatos, “todo hombre que sufre se vuelve observador”, o quizás lo fue porque encontró en observar una forma de fracasar, concepto que da título a sus diarios –La tentación del fracaso– y que lo hermana con Samuel Beckett, para quien fallar es parte del mundo del artista, consciente de que hay una falla en el lenguaje que impide captar el sentido del mundo que se contempla y del que se forma parte. “Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa”, escribe Ribeyro en su anotación 199 de sus Prosas apátridas, “otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas”.
Como su personaje Silvio, el escritor peruano afincado durante muchos años en París, escribió siendo consciente de que toda escritura es una forma de fracaso. Lo hizo entre piezas dispersas, evitando caer en la unidad, rehuyendo las ideas definitivas y las tesis incuestionables. Construyendo, sobre todo a través de sus relatos y de su diario, una poética de la disolución, comenzando por sí mismo. Era un ser tímido. Así lo describieron quienes lo conocían, alguien a quien no parecían interesarle los cegadores focos del mundo literario.
Contemporáneo de Vargas Llosa, no son pocos los que se preguntaron por qué Ribeyro fue uno de los grandes olvidados del boom. Sin embargo, leyéndole, algo nos dice que él se sintió cómodo con ese olvido, que prefirió mantenerse en una posición marginal. Le gustaba la soledad contemplativa de la terraza de un bar parisino: desde ahí él mismo se definía, con respecto a los escritores de su generación, como “un jugador de tercera división”. El tiempo ha demostrado que no lo era, pero, ¿llegó a creerse un escritor menor?
“Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito un gran libro narrativo que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura”, reconocía Ribeyro que, sin embargo, a pesar de ser autor de tres novelas, pareció rehuir la idea de novela total. Se tomaba la literatura demasiado en serio. “Si mi obra es legible y relativamente valiosa es porque me ha costado un esfuerzo infinito conseguir una pulsación emotiva sobre cuerdas gastadas. Soy como un buen actor obligado a desempeñar un mal papel”, anotaba en 1964, apenas unos meses antes de haber entregado el manuscrito de su segunda novela, Los geniecillos dominicales. La definió como “un libro disperso y casi disparatado”, la “suma de varios libros”.
Para él, todo escritor debía aspirar a escribir su mejor obra, siendo consciente de que esa aspiración quedaría simplemente en eso, en una lucha constante con el estilo y la escritura, una pelea interminable con la hoja en blanco. El personaje de Mario, protagonista de Ausente por tiempo indefinido, es el reflejo de la tensión de Ribeyro entre la voluntad de escribir y la imposibilidad de alcanzar la meta. Puede que fuera esta guerra la que lo convirtió, como él mismo reconocía, en un escritor de fragmentos, de formas breves. No se definió como cuentista y miraba con escepticismo el género del diario, si bien para más de uno sus diarios son su obra más brillante. Para Ribeyro existía solo la escritura, convencido de que “en la prosa caben todas las formas del lenguaje”.
Fernando León de Aranoa señala en el prólogo de Prosas apátridas que Ribeyro es un escritor de la duda, alguien que desconfía tanto de las formas fijas que se le imponen a la prosa como del sentido totalizante del escritor en tanto que figura de referencia. De ahí que el 26 de julio de 1961, frente al manifiesto promovido por Vargas Llosa, Estamos en país ocupado: resistir, Ribeyro se cuestione sobre la función del escritor: “Más importante que mil intelectuales firmando un manifiesto es un obrero con un fusil. Triste papel el nuestro. Además, ¿qué sentido, qué decencia puede haber en pergeñar esta declaración en París, escuchando a Armstrong y bebiendo un vaso de Saint-Emilion?”.
Para el escritor peruano, el valor reside en los textos, no en las opiniones ni en la ostentación intelectual de los hombres de letras. Por eso su rechazo a los alardes de erudición y a los excesos de citas. “En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación”, escribe en Prosas apátridas. “La cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado”.
Para Ribeyro lo relevante era lo escrito, que es el resultado de ese razonar. ¿Qué valor tienen, por tanto, las opiniones de un escritor? Ribeyro se muestra crítico con la figura de escritor en auge en los años sesenta, pero también con los lectores que la sostienen. En su relato
A lo largo de toda su trayectoria, aspiró siempre a escribir la mejor obra posible. Sabía que la aspiración iba acompañada de una sensación de fracaso, fruto de una autoexigencia extrema. Ribeyro nunca se conformó y este no conformarse se hace evidente en su diario, en el que se aprecia, como señala Enrique Vila-Matas en el prólogo, la transformación de un diarista en un fracasista, en alguien que se pierde en “un mundo sigiloso y sereno” tras aceptar que no hay palabra apropiada que pueda dotarlo de sentido, que el mundo no es más que un conglomerado de fragmentos frente a los cuales el escritor solo puede aprender a observar. Y esto es lo que hizo Ribeyro a través de su escritura: convertirse en el mejor observador posible. “Al escribir trato de narrar algo de lo cual he sido testigo real o imaginado, algo que ocurrió en mi contorno o que inventé pero que me impresionó, y que me parece que da una versión subjetiva, tal vez parcial pero nunca falsa de mi realidad, generalmente sombría o inaceptable”, anotaba en su diario en 1963.
Esta realidad sombría es la que encontramos en sus relatos, sobre todo en los primeros, donde el autor narra las vidas anónimas, escritas siempre en letras minúsculas para poner el oído en “lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres”. Seres marginados pueblan muchos de sus relatos, ofreciendo a los lectores un retrato de Perú, en particular, y de Hispanoamérica, en general, muy distinto al que se proyectaba desde las novelas del boom. Ribeyro buscaba narrar la verdad, no confundirla con la realidad, compleja e inasible. Mezclaba su experiencia personal con su imaginación, escribía reivindicando una mirada subjetiva. Para Ribeyro la mirada fue una de sus preocupaciones. No dejó de interrogarse sobre cómo observar y cómo hacerlo con otra lente que no fuera la generalmente asumida.
Reconocía que el
El 25 de octubre de 1977, un año antes de finalizar su diario, escribe: “He perdido mi contacto desde hace tiempo con mi yo creador y he sido despedido por alguna fuerza centrípeta o movimiento ondulatorio hacia una tierra desierta donde no encuentro ni ánimo ni recursos para escribir ni inventar”. Es el fracaso. El escepticismo hacia sí mismo. Ribeyro, sin embargo, siguió escribiendo hasta el final. Su último relato, Surf, fue redactado el mismo año de su fallecimiento Lima, donde había nacido sesenta y tres años antes.
Surf puede leerse como una despedida: el protagonista, Bernardo, buscando una vida activa y con gente, se da cuenta de que es en la contemplación de los surfistas y la playa donde se encuentra más cómodo. La contemplación, sin embargo, ya no parece bastarle. Observar desde la distancia un mundo que no termina de comprender ni del que forma parte deja de tener sentido. “Se dio cuenta, en medio de una indecible felicidad, de que esa ola lo conducía sin perder el equilibrio, cada vez más aceleradamente, bajo la luz lunar que iluminaba los arrecifes, hacia la eternidad”. Así concluye la escritura de Ribeyro, que se despide de sus días con la misma lucidez con la que los empezó.