“En lo moral como en lo físico, siempre he tenido la sensación de un abismo, no sólo el abismo del sueño, sino el abismo de la acción, de la ensoñación, del recuerdo, del deseo, del arrepentimiento, del remordimiento, de la belleza, del número… He cultivado mi histeria con placer y terror”, leemos en los Fragmentos póstumos de Charles Baudelaire, escritos entre 1854 y 1866. Las palabras del poeta francés parecen haber sido escritas para describir a la condesa de Castiglione, que sintió, a lo largo de su vida, ese mismo terror y, a la vez, ese mismo deseo. Como Baudelaire, ella alcanzó el abismo empujada por la búsqueda de placer y belleza, y por su arrepentimiento posterior. Sin embargo, escribe Nathalie Léger en su libro La exposición (Acantilado), a diferencia del poeta, no podía aferrarse a la poesía. Solo le quedaba la histeria, “la evocación de los recuerdos”.
Se ha escrito mucho sobre la condesa de Castiglione. Se han dicho muchas cosas de ella: que fue una espía; que, empujada por su primo, ministro del rey Víctor Manuel II de Saboya, viajó hasta París para conquistar a Napoleón III y así intentar convencerlo de que atacara al enemigo común, el imperio austrohúngaro, que fue la mujer más bella del París de la segunda mitad del XIX, que fue una mujer libre, que hizo lo que quiso, que conquistó a todos los hombres que se propuso y que acabó sus días encerrada en sus aposentos.
Hay mucha literatura en torno a la condesa que, como señala Léger, obvia la relación que ésta tuvo con la fotografía, relación, que iba más allá del mero deseo de ser contemplada o del saberse objeto de admiración, sino que se sustentaba en la amarga y contradictoria búsqueda de sí misma, en el frustrante y doloroso intento de construirse una identidad y verla reflejada en esas fotografías en las que deseaba encontrarse. En su breve ensayo, Léger indaga en la historia de la condesa de Castiglione con el arte fotográfico, su relación a lo largo de los años con la cámara del reconocido Pierre-Louis Pierson, que casi semanalmente la retrataba, y a través de esta indagación, profundizar sobre el espacio de construcción del yo femenino, ese vacío a partir del cual construir un yo nunca formulado.
Recuerda Léger en su libro el día en que, tras separarse de su pareja, acudió al fotógrafo. Quería retratarse como lo había hecho tiempo atrás una amiga suya. Deseaba parecerse a ella, con sus “ojos implorantes” y con “un destello de ferocidad, un último ardid para decir la verdad”. Sin embargo, de la misma manera que, como ya se advertía en La photographie, histoire de sa découverte, la luz siempre es caprichosa y raramente responde a las exigencias del fotógrafo, la fotografía, resultado de la combinación de luz y mirada, escapa muchas veces de los deseos de quien busca en ella su reflejo. Como bien observó el protagonista de la película Blow Up, la fotografía esconde en sí un misterio, refleja aquello que no vemos o no queremos ver. Y el desvelamiento de este misterio puede precipitarnos al abismo ante el cual se sentía caer la condesa de Castiglione cuando, ya mayor, se dio cuenta de que solo le quedaban las fotografías, la imagen perfecta de una mujer de gran belleza en la que, en realidad, nunca había terminado de encontrarse.
“Espectro de una sombra en el espejo / ¡Libera la superficie de cristal! / Pasa como las más bellas visiones pasan / Y nunca regreses para ser / el fantasma de una hora confusa, / al que oí susurrarme: ‘Yo soy ella’”, escribió la poeta Mary Elisabeth Coleridge. Sus versos expresan el deseo de la mujer que, atrapada en el espejo, no teme, sin embargo, afirmar su yo. La valentía de la poeta contrasta con el temor de la condesa de Castiglione, que vive atrapada en las fotografías, en las que se resguarda, si bien éstas no tardarán en convertise en su prisión. Como Dorian Gray, la condesa vive atrapada en aquellas fotografías y en la imagen que de ella buscan construir.
“La mujer más bella”, así la definían en el París de la segunda mitad del XIX, pero ¿qué importa ser la más bella cuando no se puede afirmar la propia identidad, no se puede decir “yo soy ella”? Recuerda Léger las declaraciones de una mujer “conocida y celebrada por su belleza” que, a la pregunta de cuál era su peor enemigo, no dudó en responder “la feminidad”.
Lo mismo habría podido responder la condesa, atrapada en la imagen que le han impuesto y que la
Aquella habitación estaba vacía, dolorosa representación de un yo que no halla referente, que no puede formularse. “El gozo la había abandonado”, escribe Léger, y aquella “habitación interior” se había convertido en “un lugar olvidado, sombrío, poblado de fantasmas, bajo la mirada de una pequeña virgen inmaculada que da a la cama un aire aún más solitario, mientras que el cuarto oscuro de la foto está repleto de representaciones iridiscentes, todo vuelve a representarse en ella, las telas pintadas y los accesorios realistas, todo se anima finalmente en ella porque todo en ella es fingido”.
La exposición no es un libro sobre la condesa de Castiglione, sino sobre la impostura de su representación; a Léger le interesa la figura de esta mujer en cuanto le permite reflexionar sobre los espacios de construcción del yo femenino y preguntarse qué pasa cuando el espejo te devuelve la imagen que otros han trazado de ti, cuando no deja de ser un espejo tan vacío como el yo que intenta construirse.
A través de la figura de la condesa de Castiglione e incorporando su propia experiencia personal, Léger plantea algunas de las preguntas que ya en la década de los setenta se formulaban en La loca del desván Susan Gubar y Sandra M. Gilbert sobre la construcción del yo femenino e indaga sobre cómo la búsqueda de esa identidad se convierte en la dolorosa constatación de haber sido y, en parte seguir siendo, el objeto de la mirada del otro. En otras palabras, una representación hecha por la mirada y la escritura masculina.