Es probable que la autora de Ellos y a quienes se refiere, su madre y su marido, no estén en el top ten de los ricos y famosos que memorizamos, y que no pasan de los Rothschild o los Guggenheim, aparte claro de los celebrities patrios, con alguna presunta duquesa espía y otra que se puso el mundo por montera aunque no consiguió que la pintara Goya, como era tradición en la familia. Pero a medida que el libro se muda a Nueva York y a la época de los felices y derrochadores años sesenta empiezan a desfilar por la historia que cuenta el Who es Who de la época dorada de Hollywood. Y también de la tribu neoyorquina de los Warhol y los Mailer, que consiguieron darle a aquella ciudad la fama de la gran megalópolis de la modernidad. Judíos, hijos de la diáspora que tiñeron de ingenio y talento uno de los momentos más veraces del arte y el pensamiento de los Estados Unidos, escandalizando y creando a partes iguales.
Pero esa es la segunda parte de una memorias tan largas como complejas y apasionantes. Díjerase que la familia de Du Plessix sirve para contar un siglo. No sólo porque estuvieron donde pasó todo lo malo y todo lo bueno, sino porque –en sí mismos– representan toda la complejidad de la modernidad: la belleza y los remordimientos, las relaciones torturadas y el lujo, la huida y la riqueza.
El padrastro, Alexander Liberman, creador de la biblia de la moda, la revista Vogue, fue el gurú de toda la estética y los hábitos de la alta burguesía mundial. Era quien decidía quién era guapo y quién no, quién mercería pasar a la posteridad gracias a los mejores fotógrafos y quién debía resignarse a una vida en letra minúscula o, todo lo más, a pie de página. Su madre Tatiana Yakovleva firmó los sombreros más estrafalarios, audaces y famosos de aquella época en la que una mujer sin sombrero era una cualquiera, anónima, nadie o sea.
Ambos, a la mitad de una vida, a su llegada a la América refugio, arrastraban toda la historia de la Europa convulsa del siglo XX. Por los versos que el poeta Maiakovski dedicó, enfebrecido, a la que había sido su amante, Tatiana, ya merecía la madre de la autora pasar a la historia, un par de tesis doctorales y hasta una serie en una plataforma de pago. El amante famoso fue la guinda de una juventud extrema y extraordinaria: la de una joven rusa blanca, hija de otra no menos extraordinaria aristócrata rusa, que vive en París, colecciona amantes, seduce al poeta más laureado y llorado, de la historia rusa ,y casa finalmente con un vizconde francés, que le da apellido y una vida confortable aunque no suficiente, a lo que se ve de sus amoríos extramaritales, y que viene a morir en un acto de guerra contra los nazis, dejando a la hija huérfana y a la esposa libre. Ahí es donde aparece el Él de este Ellos, el estrafalario y genial Liberman que sostiene a la familia y procura la fama a su no menos estrafalaria esposa.
Solamente por seguir la ruta de esas familias de exiliados de varias
Ahí, en esta segunda vida, es donde el paisaje exterior es apasionante (con Marlene Dietrich, Christian Dior o Yves Saint-Laurent) y da forma a un vivo retrato de la Nueva York del lujo y de la locura, del arte y el snobismo. Es ahí, en la adolescencia y en la madurez de la autora, cuando la familia muestra el revés de la fotogenia. Unos padres atrevidos y maravillosos, liberales y libertinos, no garantizan una infancia en armonía, cuidados y felicidad. No, al menos, en su caso. Sin excesivo dramatismo, la autora que construyó su vida lejos de la imagen de sus padres (escritora celebrada y premiada) cuenta abandonos y también dolores. Los egos descomunales no suelen ser buenos anfitriones de la generosidad.
Ellos deja la idea al lector de que quien sigue la senda del exceso o muere joven y deja un bonito cadáver, según el adagio de la película de Nicholas Ray, o deviene en puro esperpento con todas las miserias al aire y sin rastro de lo que fuera virtud. A una madre caprichosa y casi cruel se le suma en esta historia la actitud de un marido adorador y paciente que con los años rompe esa docilidad y adopta los extravíos de su adorada. A la muerte de la madre, narrada de forma tan brutal que el doloroso Una muerte muy dulce de la Beauvoir se queda en mantillas, el padrastro, el muy eficaz, eficiente y magnánimo Liberman cae en un precipicio personal y profesional del que es rescatado por una segunda mujer que ejerce de madrastra (fiel al relato infantil) de la autora. Y de manipuladora implacable, según el tópico más vulgar del anciano dominado por una señora más joven.
Prolija y minuciosa, esta es la memoria de una mujer que se ganó la cordura casi por su cuenta, que reconoce el privilegio de haber vivido una época gloriosa y que desnuda, al fin, a aquellos cuyos rostros rozaron la divinidad de los elegidos. Como si se nos permitiera ahondar en la ropa más sucia de los más bellos, hermosos y felices. Publicado por Errata Naturae, el libro nos ha llegado justo casi al mismo tiempo que la muerte de su protagonista, en enero der este mismo año.