Las ciudades, si son el escenario de la infancia, también son la lengua materna, la forma en que habitamos el mundo, que es la manera esencial de nombrarlo. La protagonista de la deslumbrante y durísima novela de Pepa Roma (publicada en 2017 y traducida este año al catalán por la editorial Pagès) indaga en los “apegos feroces”, a la manera del brutal libro de Vivian Gornick. Una familia imperfecta es, en la línea de la autora neoyorquina, el retrato de una madre, una ciudad y un tiempo cargado de memorias, las de los ancestros de la voz relatora y la suya propia: una Barcelona que cuenta un siglo, precisamente el llamado siglo de las mujeres.
“No hay nada tan corrosivo como una madre que se hace la víctima”, dice alguien, no importa quién, en una terapia para familiares de la residencia geriátrica a la que Cándida, la voz de esta novela, ha acompañado a su madre. Pepa Roma sienta en un diván imaginario a la protagonista y a la vez sienta al lector, al que, a poco que tenga un mínimo de sensibilidad, nada de lo que se cuenta resulta ajeno. Es posible que aquellos que no vivieron la dictadura aun en sus postrimerías, como la propia autora, no sientan esa sensación casi física de volver al miedo, la grisura, la presión violenta de la sociedad de los silencios, pero sin duda, tal como Roma recupera las hostilidades y el terror de la guerra civil en la Cataluña de interior, sientan la insoportable carga que la protagonista arrastra: un peso que es suyo y también el de sus padres y abuelos.
Sin maniqueísmo alguno, casi con despiadada precisión, Pepa Roma escarba en la infelicidad de una familia en la que los hombres tienen papeles secundarios, aunque determinantes, y en la que Cándida, una mujer herida, debe asumir el papel de puntal y fortaleza. Débiles son el hermano y el padre. Y firme en su debilidad es ella misma, que sobrevive gracias a enterrar recuerdos que la familia, su madre sobre todo, hacen confundir con fantasías o terrores nocturnos de la niña inestable y rebelde que fue. Mentiras y verdades sobre las que se construye una vida, y también una ciudad, una saga, una tierra. Una familia imperfecta es también, y de manera magistral, el retrato de una sociedad imperfecta, inconclusa.
Maravillosamente imperfecta esa Barcelona de colonos payeses de principios de siglo XX, la Barcelona del Eixample y de la burguesía incipiente, también la de la Ribera y la calle Princesa, la del Gòtic y, cómo no, la de las Ramblas libertarias y liberadoras de los setenta y el Paral·lel, rescatado por los progres y los hippies como terreno vedado a las buenas costumbres. Lo ilegal y lo inmoral como grito de guerra contra una dictadura que enseñó a esconder el dolor bajo la manta de la desmemoria, y que los hijos de derrotados y vencedores rescataron a lomos de la absenta o en el Zeleste.
La novela de esta veterana periodista añade otra visión del mapa emocional de una ciudad que tan bien han contado Marsé, Mendoza o Vázquez Montalbán, y a la que ella añade dos visiones extrauterinas, como quien dice. De un lado, los emergentes, emigrantes de interior que vienen del campo para montar negocios con la clara aspiración de hacer crecer apellidos y créditos. Y, de otro, la periferia femenina, la voz de las mujeres, como esas dos cuñadas, tía y madre de Cándida respectivamente, que luchan entre ellas como las falsas madres del rey Salomón, estirando de cada brazo de su pupila/hija. Y ella misma, la protagonista, devastada pero lúcida, rota pero afanada en afrontar los cuernos de la vida, ese hermano como herencia, el afecto extraño de quienes han crecido juntos pero lo ignoran todo. Una mujer que sabe que tiene una madre imperfecta y que es una hija imperfecta, entre el dolor de no sentirse amada y la culpa por no amar.
En esta nueva vida de una de las más redondas obras de la autora, que es su traducción, la novela y la autora también vuelven a casa, a esa casa que es la lengua catalana y que cuenta con el primoroso trabajo de la poeta Blanca Llum Vidal. Un ejercicio de honestidad que, aun siendo doloroso, trae la calma, la extraña paz de ajustar la memoria porque hasta el más cruel de los recuerdos nos pertenece, nos hace ser como somos con todas las imperfecciones de estar vivos.