Nueva York, memorias de la ciudad salvaje
Un viaje literario, de la mano de Lou Reed, Luc Sante y Siri Hustvedt, a la mítica ciudad salvaje de los ochenta, cuyo ocaso creativo se inició con el sida y terminó con la hoguera de la vanidades
8 junio, 2019 00:00“Sugar Plum Fairy llegó y salió a la calle buscando comida para el alma y un lugar donde comer. Se fue al Apollo, deberías haberla visto bailar”, cantaba Lou Reed en Walk on Wild Side, donde retrata a una Nueva York que ya no existe, como tampoco existe ya el Apollo, hoy un lugar de peregrinaje para turistas curiosos que, en su día, fue centro neurálgico de la cultura negra neoyorquina. La Nueva York a la que cantó Reed vive ya en las letras de sus canciones. Es un simple recuerdo ¿Cuándo murió aquella ciudad? Probablemente cuando comenzó a aparecer esa América que muestra la obra teatral Angels in America, donde el enfermero Belize le dice a Roy Cohn, que todavía se resiste a reconocer que su vida está llegando a su fin por culpa del sida: “Ven conmigo a la habitación 1013 del hospital y te enseñaré Estados Unidos”.
Eran los años ochenta y una época llegaba a su fin de la mano del peor de los conservadurismos, aquel que, desde la más profunda de las hipocresías –que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha–, se impone a sí mismo el deber de limpiar una sociedad a la que considera amoral para instaurar un nuevo orden –moral, estético, económico- en una urbe que quienes habitaban habían hecho completamente suya. Tony Kushner denunciaba en 1991 en la mencionada Angels in America la despreocupación de Reagan hacia la epidemia de sida, que estaba acabando con la vida de miles de personas en Estados Unidos. No fue hasta 1996 que Reagan habló por primera vez públicamente del VIH, si bien las instituciones médicas ya habían hecho su diagnóstico y comenzaban a suministrar tratamientos, por entonces ineficaces.
Había que hacer limpieza y, de cierta manera, el sida la hacía. “Castigo de Dios”. Así definió el poder eclesiástico a la enfermedad, un castigo muy útil a la hora de desmantelar esa Nueva York a la que, como dice Luc Sante en sus crónicas, no tardarían en llegar los inversores para rodear Times Square de rascacielos y borrar del mapa la vida salvaje de los años sesenta y parte de los setenta. La Nueva York de Lou Reed, en la que “no sabías lo que podías encontrarte”, poblada de artistas, transexuales, músicos, prostitutas, yonquis y seres que, tiempo después, fueron considerados marginales, pero que, entonces, hacían de Nueva York un sitio libre, sin prejuicios, un espacio para la experimentación y el desenfreno y el placer sin límites morales. Así lo narra Luc Sante en Mata a tus ídolos (Libros del KO) y, de forma menos directa y a través de la ficción, lo retrata Siri Hustvedt, reciente Premio Princesa de Asturias, en su última novela, Recuerdos del futuro (Seix Barral).
Limpiar la mugre, librar a Nueva York del desenfreno
Nunca se supo realmente si fue un desliz por exceso de labia o una maledicencia, pero lo cierto es que al que fuera presidente de Estados Unidos, Gerald Ford, no le perdonaron que, a lo largo de un discurso en el que hacía referencia a la situación de bancarrota en la que estaba la ciudad de los rascacielos, dijera que Nueva York era una ciudad moribunda. A pesar de su fama de torpe y del titular del Daily News –“FORD TO CITY: DROP DEAD”–, el presidente siempre negó haber pronunciado aquellas palabras que irritaron mucho y que el conservadurismo norteamericano no dudaría en aprovechar en su beneficio.
Podría decirse que la fiesta terminó en 1980, cuando muchos de los clubes, entre los cuales estaba el mítico Studio 54, cerraron sus puertas y las lianas de los hombres de negocios rodearon Nueva York, convirtiéndola, como ha recordado Siri Hustvedt, en una ciudad para la élite. El caos de Manhattan dejó paso a la elegancia amable que tan bien retrató Sexo en Nueva York. Los clubes sin horario, los estudiantes en busca de aventuras, los artistas del underground y los vagabundos fueron desplazados en favor de las tiendas de cupcakes, apartamentos de alquileres imposibles, bufetes de prestigiosos abogados y tiendas lujosas.
Brooklyn tampoco se salvó. Considerado en sus orígenes como un barrio remoto –¿se acuerdan del escándalo que supone para sus amigas el hecho de que el personaje de Sexo en Nueva York, Miranda Hobbes, decida trasladarse a Brooklyn por cuestiones económicas?–, a partir de finales de los noventa se fue transformando en un barrio de moda para las clases privilegiadas. ¿Dónde quedaba la Nueva York retratada por Andy Warhol en Chelsea Girls? ¿Qué pasó en la ciudad en la que convivían y se mezclaban todas las clases sociales, donde se podía vivir con poco y el dinero no era el dueño de todo?
“La mayoría de la ciudad era miserable”, escribe Luc Sante sobre la Nueva York de 1975, una ciudad que parecía no formar parte de Estados Unidos: “Aquello era tierra de nadie, cerca de la costa, sin centros comerciales, poca presencia de grandes cadenas, muy pocos cristianos renacidos que no hubieran llegado a la ciudad con el papel de misioneros, sin campos de golf, sin parcelaciones”. A la Nueva York a la que llegó Sante no le gustaba el poder, algo que se notaba por la ausencia de policía en las calles, que “no se ocupaba de gente como nosotros”. Sin embargo, ese poder, ausente, aspiraba a volver a tomar el control de la ciudad; las palabras, dichas o atribuidas a Ford, eran un indicio de que, como diría Rem Koolhaas en 1978, Nueva York iba a ser reemplazada por otra. El arquitecto holandés vislumbró que aquella ciudad estaba a punto de ser asesinada por la arrogancia y la ambición; lo constata también la narradora de Hustvedt, S. H: “En aquel entonces en que la ciudad de Nueva York se desintegraba, y Ronald Reagan y la plaga del sida aún no habían empezado a causar estragos, ciertos segmentos de los ricos y los pobres buscaban una ruta fácil hacia la inconsciencia en la embriaguez colectiva y el polvo rápido”.
Y puede que fuera esa borrachera, que unía a ricos y pobres en los mismos locales, bajo el mismo espíritu de ruptura, la que no dejara ver lo que estaba por llegar. El apagón de 1977 fue, para algunos, una señal de alarma. Nueva York se apagaba en todos los sentidos y la ciudad se hacía cada vez más hostil: “No, nunca he olvidado cómo revolví en la basura buscando algo para comer y sí, todavía me duele recordar la cara de la mujer del parque porque su asco es el mío, y el ardor de la vergüenza trasciende el tiempo”, recuerda S. H., constatando cómo cada vez era más difícil vivir sin recursos en Nueva York.
La ciudad se estaba encareciendo. La especulación y la gentrificación empezaban a dar sus primeros pasos y la policía cada vez se hacía más presente, sobre todo en sus visitas a los clubes, que hasta entonces vivían al margen de cualquier reglamentación. Es la historia de Studio 54, pero no fue el único caso; también el Mudd Club, que había abierto sus puertas en 1978, en el Downtown neoyorquino, y donde era fácil encontrarse a altas horas de la noche a Ginsberg y Burroughs, a Warhol o un joven Basquiat. Las puertas del Mudd no permanecieron abiertas mucho tiempo; la década de los ochenta trajo consigo otro modelo de local de diversión en consonancia con la nueva ciudad que estaba naciendo. Es el caso de Palladium, que abriría sus puertas en la calle 14 y se convertiría en unos de los lugares más exclusivos de la noche en la Gran Manzana. No solo el Mudd cerró. Muchos de sus clientes no llegaron a ver el cambio radical que sufriría la ciudad. Terminarían formando parte de esos Estados Unidos que, como dice Belize, eran cada vez más visibles, aunque entonces no se quisieran ver.
El antes y el después de una muerte anunciada
“El acto más destructivo en la historia de las ciudades de los Estados Unidos”. Así definió Mike Davis la construcción, llevada a cabo por Robert Moses, de la autopista Cross Bronx. Sus palabras las hubiera suscrito la urbanista Jane Jacobs, residente en el West Village, que consiguió movilizar a su el barrio para evitar que, tal y como había planeado Moses, se ampliara la Quinta Avenida, derribando parte del parque vecinal. Con la excusa de aliviar la congestión del tráfico, el proyecto de Moses buscaba reurbanizar la zona y revalorizar las viviendas. Fiel aprendiz del legado de Haussmann, para Moses la modernización, a la que siempre aludía, implicaba la imposición de un orden social y económico ; las políticas de suburbanización asociadas a la revalorización de determinados enclaves son centrales para entender su proyecto, que, si bien no llegó a realizarse en su totalidad por la oposición de los vecinos, sí creó un precedente.
“Que la ciudad en su conjunto pueda reunirse en comunidades de intereses es una de sus mejores cualidades”, sostenía Jacobs. “Una de las cosas que necesita un distrito urbano es gente con acceso real a la esfera pública, la administrativa y a las comunidades de intereses de una ciudad entera”. Ese acceso a la vida pública, la defensa de los intereses de la ciudad, era lo que estaba en cuestión en la Nueva York a la que llegó en 1978 la protagonista de Hustvedt, la misma en la que vivió Luc Sante. El espectro de Moses volvía a aparecer: su proyecto para Nueva York no había terminado de cuajar y, prueba de ello, era ese nido de intriga y libertinaje, en palabras de Sante, donde se mezclaban exiliados, fugitivos, artistas y jóvenes con ganas de experimentar.
Para Sante fue a principios de los años sesenta, cuando empezó todo y en los setenta la fiesta era ya una institución: “Por aquel entonces, la ciudad era una ruina habitada por carroñeros e ir a cualquier sitio implicaba una especie de viaje a través del espacio. La noche era oscura, las calles estaban vacías, no se veían taxis por ninguna parte pero, allí, iluminada al final del callejón, esperaba la fiesta”. No había miedo ni reparos a la hora de probarlo todo, los límites estaban para ser franqueados. Esa Nueva York fue un escenario privilegiado para el arte, la literatura, la fotografía o la moda. Se experimentaba en todos los ámbitos, se rompía con lo establecido, se buscaban nuevas formas de expresión, no importaba cuán escandalosas pudieran parecer. El escándalo no preocupaba: era sinónimo de ser libre.
Ahí estaba Robert Mapplethorpe, que desafió el concepto tradicional de fotografía y retrató escenas de sadomasoquismo y coprofagia, convirtiendo al espectador en un voyeur. Y ahí estaba Basquiat, al que Sante ve como un Rimbaud del Siglo XX, o Anya Phillips, la provocadora diseñadora y dominatrix, una de las musas del underground de aquellos años. Fue una época sin miedo en la que la palabra riesgo no existía; las drogas y el sexo formaban parte de esa celebración, eran indisociables a la creación artística y de un modo de vida que el conservadurismo miraba con malos ojos. La aparición del sida fue la excusa perfecta. Reagan la aprovechó, ayudado en gran medida por Ed Coch, elegido como alcalde de Nueva York en 1977 y cuyo lema fue “ley y orden”.
Coch es un preludio de la posterior llegada a la alcaldía Rudy Giuliani, hombre del partido Republicano, de fuertes convicciones católicas, que se propuso rehacer Nueva York a su imagen y semejanza. “Estaba decidido a gobernar una ciudadanía obediente, cambiaría la personalidad de los neoyorquinos forzándoles a obedecer mandatos caprichosos y arbitrarios”, comenta Sante. En buena medida lo consiguió. Giuliani terminó el proceso de reestructuración urbana y moral de Nueva York. La libertad de antes fue substituida por el orden económico. La fiesta se había terminado. No era más que un recuerdo. Hoy, afortunadamente, ya no se muere de sida, pero fueron miles los que se quedaron por el camino y pagaron con su vida el inmovilismo de un sector político que vio en esta enfermedad una oportunidad electoral. Las farmacéuticas norteamericanas especularon con los medicamentos ante un Reagan que, igual que Poncio Pilatos, se lavaba las manos; la especulación con los retrovirales era el síntoma de la nueva época que estaba comenzando.
Los noventa, cuenta Sante, “fueron la época en la que la gentrificación pisó el acelerador y casi ningún barrio de la ciudad, sin importar lo mal construido o dejado de la mano de dios que estuviera, estaba a salvo de la incursión de boutiques elegantes y restaurantes chic, negocios que solo interesaban y podían permitirse los jóvenes acomodados”. El nuevo orden impuesto era el del dinero. Como ya había pasado un siglo antes en París, el orden moral se equiparó al económico. Se amuralló la ciudad, física y metafóricamente, para alejar de ella todo aquello que alterase esa ley. Nueva York había sido considerada amoral, viciosa y transgresora, pero, ¿era acaso más moral la Nueva York de los negocios que se abría paso en los años noventa?
En 2011, Joseph Chetrit adquirió el Chelsea Hotel, construido en 1883 y uno de los centros neurálgicos de la vida cultural neoyorquina. Por sus habitaciones habían pasado artistas, escritores, músicos y directores de cine, desde Dylan Thomas hasta Warhol, sin olvidar a Simone De Beauvoir, Tennessee Williams, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Leonard Cohen o Charles Bukowski. Todos habían dormido en sus habitaciones y caminado por su hall, convertido en un escenario sin el color y el espíritu de antaño. El Chelsea Hotel ya no acepta nuevas reservas y permanece parcialmente cerrado por una reforma que, como pasó con el resto de la ciudad, va a convertirlo en algo distinto de lo que fue en su día. De él ya solo queda el recuerdo y los versos de Cohen: "Te recuerdo claramente en el Hotel Chelsea. Ya eras famosa, tu corazón era una leyenda". Igual que aquella Nueva York de fiesta, creatividad, transgresión y libertad de la que nos hablan los textos, las fotografías y los testimonios de quienes la disfrutaron sin prejuicios.