La literatura de la época victoriana en Inglaterra fue una de las más ricas en producción, con numerosos ejemplos en el ensayo y la novela, que se hizo dueña de la escena pasada la eclosión romántica, cuando reinó la poesía. Un poeta que tardó en ser conocido y apreciado fue Gerard Manley Hopkins (1844-1889), quien destruyó parte de sus versos junto con cuadernos y cartas, y luego publicó poco, no facilitando el conocimiento de su obra. Tras su muerte a los cuarenta y cinco años por fiebres tifoideas, su legado singular fue defendido por el New Criticism y por críticos poetas como T. S. Eliot. Sin embargo, no fue poesía únicamente lo que escribió este sacerdote jesuita, y su prosa también merece ser leída. Estaba inédita en español, y de remediarlo se ha ocupado con tino Gabriel Insausti. La ha publicado Ediciones Encuentro.
La colección se abre con una introducción del poeta y traductor navarro, donde repasa las características de Hopkins, primero como poeta (primacía de la sonoridad, rescate del sabor anglosajón, osada prosodia) y luego como prosista. Lo que ha llegado del poeta no es más que la punta de un iceberg, tanto es lo que se ha perdido o directamente destruido. Solo en 1959 Oxford University Press ofreció una edición de las prosas hopkinsianas. Tienen un valor intrínseco estas páginas, pero también como esclarecimiento de la forma de componer versos del autor de “El naufragio del Deutschland”, su más conocido poema.
La
“Sobre las señales de salud y de decadencia del arte” (1864) se ocupa de ese binomio tan de Keats: Belleza y Verdad. El contexto esteticista de la época, con la huella notable de John Ruskin, explica que un cristiano se aleje del dogmatismo y llegue a decir que “Verdad y Belleza son pues los fines del arte; pero dicho esto cabe añadir que la Verdad tan vez pueda subordinarse a la Belleza”. Más interesante es el ensayo “Dicción poética” (1865), donde repasa ideas de Wordsworth y Coleridge para situar las suyas propias.
“Sobre el origen de la belleza: un diálogo platónico” es también de 1865. Adolece de hieratismo, con uno de los personajes (Middleton) cargando con el peso de la argumentación y el otro (Hanbury) como mero comparsa que no hace sino asentir, con expresiones del estilo “Así ha de ser. Ya veo”. Se ocupa aquí de los paralelismos, los símiles y las metáforas, más de ese asunto fundamental: el ritmo. También hay diarios, con observaciones de la naturaleza y en particular la botánica y de la vida de estudiante en Oxford, donde fue discípulo de Walter Pater. También sobre su conversión al catolicismo, abandonando la Iglesia de Inglaterra. No faltan los viajes, ya sean a Alemania, la isla de Man o Gales.
Cultivó el ritmo abrupto Hopkins, como él lo llamaba, modificando los cimientos de la prosa inglesa. Son cuestiones de escansión y métrica de una sofisticación que escapa a lo que aquí podemos o debemos tratar. Valga sin embargo afirmar que a cualquier lector de poesía le supondrá un elemento liberador y, con todas las diferencias existentes entre una lengua y otra, útil en cuanto que pone en duda lo establecido, que es buen procedimiento para pensar poéticamente. “Sin duda mi poesía peca de extraña”, confesó.
Los juicios sobre Rossetti y Tennyson, Morris y Pope, en la línea de lo que se podría esperar, contrastan con la sorprendente opinión sobre Whitman, de quien había leído poco cuando escribió en 1882: “En mi corazón siempre he sabido que el temple de Walt Whitman era más parecido al mío que el de ningún otro hombre vivo. Dado que se trata de un gran sinvergüenza, esta no es una confesión muy agradable de hacer. Y esto hace que desee más aún leerle y que esté más decidido a no hacerlo”.
No faltan, entre tantas menciones a la escansión, reflexiones religiosas, que son por supuesto las que ocupan, más allá de apariciones sueltas en las cartas, los sermones y escritos devocionales. No viene solo este volumen: también de 2019 es el estudio, igualmente de Insausti, Verdad y belleza. La pasión de Gerard Manley Hopkins (EUNSA). Un complemento perfecto para este libro.