Suele repetirse, siguiendo a Aristóteles, que el hombre es el único animal capaz de reír. No menos cierto es que únicamente él cree en lo que no ve. Allá donde ha vivido, y en cualquier época, ha creído en dioses y en mitos. Y de la mitología ha hecho una forma de vivir que comunica con relatos y sueños en aleación más importante que la de los metales, que ha atravesado las edades consignadas con nombres de Oro, Plata, Bronce, Hierro. Al fin y al cabo, esta división en eras procede de Ovidio y, distribuida en razas, de Hesíodo, aunque no de él en puridad, sino de la mitología, también india, que conformó su visión del mundo y que él se limitó a ordenar, porque allá donde hay una sociedad tradicional la invención del individuo tiene alas muy cortas, como un Pegaso reducido a caballo.
Toda civilización posee su mitología. La nuestra, por acumulación, cuenta con todas las que nos han precedido. Y esto de manera no excluyente, pues no es preciso comulgar con una mitología para percibir su belleza y las frondosas posibilidades de actualización en un mundo que, aunque se aparte del mito por la senda lineal de la racionalización y del tiempo que ha dejado de ser cíclico debido al abandono de los dioses y el endiosamiento de la idea de progreso, vuelve sobre sus pasos atraído por la fascinación que ejercen los mitos.
En griego, la palabra mito significaba palabra, dicho, razón, relato, y también mito como lo entendemos hoy en día, con la acepción de fábula o leyenda. Desde el más remoto pasado, los mitos han dejado su huella en las artes, sean estas las plásticas o la de la palabra, oral primero y luego consignada por escrito. Las epopeyas antiguas no referían hechos históricos, porque ¿a quién interesa la realidad? Lo que hacían era testimoniar creencias y formas de estar en el mundo. Por eso son el fundamento de los arquetipos, que tan pionera y exhaustivamente estudiara Jung, y por eso uno puede, aún hoy, pasar las ordalías de una odisea o sentirse inspirado por las musas.
El espejo de Venus, de Edward Burne Jones.
En pocos artistas se manifiesta esto como en Edward Burne-Jones (1833-1898). Fue este uno de los principales prerrafaelistas, escuela pictórica (también con plasmación en las artes decorativas) que miró con devoción mitos y leyendas de diversa índole. Todo ello quedó patente en la fiesta visual de un ramillete de mitos y visiones oníricas que inundan óleos, acuarelas y tapices en un repertorio que va de Merlín y la demanda del Grial a Circe, Cupido, Venus o Perseo sosteniendo la cabeza de Medea.
Por una aciaga casualidad, pues no siempre la dicha puede ser completa, en una reciente exposición celebrada en la Tate Gallery no era dado gozar de uno de los cuadros que más público siempre atraen del museo, porque era en ese momento exhibido en Australia: La Dama de Shalott de Waterhouse, lienzo inspirado en el no menos fascinante poema de Tennyson en el que también aparece Lanzarote del Lago.
Igualmente desterrada temporalmente al país antípoda, tampoco era visible Ofelia muerta, de Millais, pintura basada en el personaje de la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Sobre el simbolismo de este drama de Shakespeare escribió uno de nuestros más grandes conocedores del mito: el poeta y crítico de arte Juan Eduardo Cirlot, que lo mismo recreó el mito hebreo de Lilith que otros germánicos o célticos o publicó el estudio El ojo en la mitología.
Pero no hace falta ir a Albión. Nuestros museos están repletos de muestras de la estrecha relación entre arte y mito: Vulcano y el fuego, de Rubens; Baco, de José de Ribera; Narciso, de Jan Cossiers… Los ejemplos son interminables porque, en realidad, cualquier exposición o colección permanente del museo que sea abunda en expresiones y relecturas de la mitología, tan rica en motivos, personajes y sugerencias que no se agotan en antiguas centurias sino que llegan, y con qué ímpetu arrollador, hasta el siglo XX; por ejemplo hasta Picasso, que inyectó nuevos bríos en el Minotauro y en los faunos.
Se conoce más de un pueblo por sus mitos que por su tecnología o por las huellas de su agricultura. Y los mitos emergen de manera a veces absolutamente inesperada, no necesariamente como en el del eterno retorno, presente en Así habló Zaratustra, de Nietzsche, explicado por el gran historiador de las religiones Mircea Eliade. ¿Quién podía esperar en el siglo XIX que los mitos medievales de Perceval o de Tristán e Isolda, con su componente céltico, aunque con obras de alemanes como Wolfram von Eschenbach o Gottfried von Strassburg, reencarnaran en las óperas de Richard Wagner, quien también tomó de la germánica la mitología de los nibelungos y a los dioses del Walhalla? ¿Y quién, dándole una vuelta de tuerca, o varias, que las walkirias y Sigfrido constituyeran parte esencial de la nueva mitología nacional-socialista de Hitler y los círculos político-esotéricos que lo formaron, como la famosa Sociedad Thule?
Alfred Rosenberg, ideólogo hitleriano, tituló no por casualidad su obra fundamental
La escultura ha sido siempre molde en el que la mitología ha volcado su impronta, y basta recorrer el Louvre o el Museo Británico para constatarlo. O recorrer los museos de Atenas, el viejo de Arqueología o el nuevo que ahora se levanta, espléndido, a los pies de la Acrópolis, incluidos en sus fondos sin fondo trozos del friso de las Panatenaicas que no formaron parte de las rapiñas que en el citado British Museum se conocen como mármoles de Elgin, por el lord que arrampló con ellos. También, y por cambiar de latitudes, sus equivalentes de El Cairo o Delhi, con los abigarrados acervos de sus respectivas mitologías.
Señalar todas las recreaciones mitológicas en la poesía sería una tarea tan cansada e interminable como los trabajos nunca culminados de
Las obras fundamentales de la narrativa y la poesía en lengua inglesa del siglo pasado recrean obras mitológicas: en Ulises, Joyce la navegación de Odiseo a Ítaca con las aventuras que actúan tácitamente como correlato de sus capítulos (Nausica, Proteo, Calipso, Cíclopes, etc.). T. S. Eliot, la literatura del Grial, con el tullido Rey Pescador, en La tierra baldía. Eliot leyó con provecho un libro esencial, un thesaurus de mitos y creencias de todo el mundo: La rama dorada de Frazer, que es una historia de la Humanidad no tanto diacrónica sino sincrónica en la coincidencia en el tiempo mágico y el que está fuera del tiempo del mito.
Grandes éxitos de la literatura posterior han abundado en este filón de los mitos. Tolkien desempolvó la mitología germánica y la adobó con otros elementos para El señor de los anillos y el Silmarillion. Por su parte, la exitosísima comercialmente J. K. Rowling también excavó en el yacimiento de la mitología para armar la serie de novelas de Harry Potter: Proteo, los Centauros, el ave fénix son usados a discreción en sus novelas.
Escena de El oro del Rin.
En Las máscaras de Dios (Atalanta), Joseph Campbell recoge en cuatro volúmenes una amplia panorámica de la cuestión, pero no es la única obra que el norteamericano dedicó a esta constelación de símbolos. Sobre lo mismo, y desde su cristalización iconográfica, Campbell publicó, y se halla disponible en la misma editorial, Imagen del mito. No es de sorprender que también dedicara varias obras a la metáfora como hermana y colaboradora del mito. Para Otto Rank, “el mito es el sueño colectivo del pueblo”. Y el mito es a menudo una forma de la alegoría. Según José Ferrater Mora, “el mito es como un relato de lo que podría haber ocurrido si la realidad coincidiera con el paradigma de la realidad.”
Los mitos sirven de modelos. Como el arte, que emplea cuerpos para copiar en determinadas posturas y bajo cierta luz o penumbra, los mitos son un referente por el que se han guiado nuestros más lejanos antepasados: han sido faros para no estrellarse contra los escollos de la vida, han sido hitos en el camino no solo de las caravanas; también en el individual.
Habrá para quienes la mitología sea indiscernible de la micología, una ciencia que estudia lo que la gente se traga y las alucinaciones que acompañan a la ingesta. Pero si en algún caso la mala digestión del mito ha sido venenosa, lo cierto es que los mitos nos acompañan hasta donde se remonta la memoria, pues de hecho constituyen nuestra misma memoria inconsciente y con los símbolos impregnan todo arte. No hay que buscar tres pies el mito y endosarle explicaciones, porque no somos los humanos los que explicamos los mitos. Son los mitos los que nos explican a nosotros. Por eso son tan fértiles cuando creamos incluso ahora que ya no creemos.