La necessitat de l’amor i de la compassió em fa tocar amb la punta dels dits la necessitat complementària de l’esperança, i gairebé –gairebé– l’enigma i el misteri de la fe i de la gràcia”. (“La necesidad del amor y de la compasión hacen que toque con la punta de los dedos la necesidad complementaria de la esperanza y casi –casi– el enigma del misterio de la fe y de la gracia”). Esta frase podría sintetizar la búsqueda que Jordi Ibáñez Fanés (Barcelona, 1962) lleva a cabo en Un quartet (Tusquets, 2019), un ensayo narrativo de difícil clasificación, tenso, brillante, divertido, valiente y de una ambición muy rara en nuestro tiempo. Jordi Ibáñez –lo he dicho en más de una ocasión– es, a despecho del país, uno de los escritores más genuinos e inteligentes de Cataluña, tanto en catalán como en castellano. Prueba de ello son los libros que ha publicado en los últimos años. Un lloc perillós (Tusquets, 2016) es un largo poema meditativo, potente y arriesgado. Y El reverso de la historia (Calambur, 2016) constituye una de las reflexiones más hondas y detalladas sobre la crisis de las humanidades en nuestros días. 

Una lectura urgente y periodística colocaría Un quartet en los anaqueles de la self-fiction, una etiqueta ya muy gastada y que suele encubrir tanto una deprimente falta de imaginación cuanto una desvergonzada e insufrible egopatía. El subjetivismo burdo que viene infectando a buena parte de la literatura española es síntoma de una desoladora incapacidad de representación moral, justo lo contrario de lo que hace Jordi Ibáñez en su libro, que pertenece, con más propiedad, a la literatura de ideas. Los cuatro episodios a los que remite el título se articulan como reflexiones conversacionales en las que el narrador se formula las eternas preguntas sin respuesta, llevando a cabo una vibrante dramatización de su pensamiento. Los asuntos abordados se trenzan y se anuncian en cada movimiento con habilidad contrapuntística, dibujando una especie de espiral que no busca llegar a una conclusión sino tan sólo ejecutar una danza.  

En “La conquista de la levedad”, el primer capítulo, el narrador habla y pasea con su madre de noventa y seis años, ya frágil pero aún lúcida e irónica, con esa sabia inestabilidad de las hojas a punto de caerse. La madre anciana y el hijo ya muy maduro se encuentran en un ámbito dulce y a la vez serio de despedida y prórroga, mientras a su alrededor resuenan todavía las dudas y el vínculo no se invierte, a pesar de las apariencias:

“perquè el fill que es pensa que cuida la mare ja gran s’equivoca de mig a mig. És ella encara la que, deixant-se cuidar, el cuida a ell i li manlleva les angoixes que brollen del volcà somort de la seva propia trivialitat crepuscular. Amb totes les variants, elles són la Gran Mare Nocturna on declina la petita tarda del fill”.

(“porque el hijo que se cree que cuida a la madre ya mayor se equivoca completamente. Es ella la que, dejándose cuidar, le cuida a él y le escatima las angustias que brotan del volcán mortecino de su propia trivialidad crepuscular. Con todas las variantes, ellas son la Gran Madre Nocturna en la que declina la pequeña tarde del hijo”.)

Jordi Ibáñez Fanés, un quartet

No es fácil hablar de la madre, sobre todo si la relación con el hijo ha sido feliz e incluso idílica. La literatura suele ocuparse más del vínculo, a menudo difícil, entre padres e hijos. En Shakespeare apenas hay relaciones problemáticas con madres –el odio de Hamlet por Gertrude es consecuencia del incesto que ella ha cometido con Claudio– y en cambio son constantes los conflictos con el padre. Y siempre me ha sorprendido que en toda la Comedia Dante no le dedique ni un solo verso a su madre, quizá porque en el poema la figura está hipostasiada en la Virgen María. La dedicatoria más bella que he leído al respecto –y que me encantaría haber escrito– es la cita de Armando J. Guerra que abre Canción de tumba de Julián Herbert: “Madre solo hay una. Y me tocó”. El tratamiento que da Jordi Ibáñez a su particular experiencia es enormemente sutil y conmovedor. Las escenas en que madre e hijo tocan juntos el piano acaban conformando una metáfora de todo lo que está ocurriendo entre ellos y que está más allá del lenguaje. La madre ha sido una pianista aficionada y a su edad toca ya como puede, sin virtuosismo, pero con todo su cuerpo, dando lo que tiene, mientras el hijo observa:

"Les mans respiren, els braços i el cos respiren, exhalen i inhalen. El piano respira. La música respira. I tota la potencial tristesa de la música, d’aquest preludi de Chopin –que jo em tinc mig prohibit–, per exemple, es converteix en una contemplació serena, viva i profunda sobre la naturalesa de les coses i la veritat del món i de la vida".

(“Las manos respiran, los brazos y el cuerpo respiran, exhalan e inhalan. El piano respira. La música respira. Y toda la potencial tristeza de la música, de este preludio de Chopin –que yo me tengo casi prohibido–, por ejemplo, se convierte en una contemplación serena, viva y profunda sobre la naturaleza de las cosas y la verdad del mundo y de la vida".)

“Valor, piano y desesperación”, el segundo episodio, cuenta una larga conversación con un amigo durante una tarde de té y ginebra –una mezcla estupenda– que se prolonga en una cena en un restaurante italiano y que termina en una especie de colapso alcohólico y sentimental. Aquí la cuestión de la música pasa a llenar el diálogo entre los amigos, que se adentran en una especulación acerca del enigma del arte, el problema del criterio, la insondable naturaleza de la ambición intelectual y artística y la cuestión del valor y el reconocimiento. En la charla se habla de una escena impresionante en la que el pianista ruso Sviatoslav Richter, después de haber terminado muy insatisfecho un concierto en París –fue en 1988 y el concierto era en homenaje a Arthur Rubinstein– se refugia en el apartamento de su colega Alexis Weissenberg. “He dado un concierto horrible”, dice Richter. Y los dos pianistas empiezan a beber y a hablar hasta que, ya al alba, Richter decide volver a tocar el concierto entero –la primera sonata de Brahms y unos estudios de Chopin– solo para su amigo, buscando corregir los errores de la noche anterior y el aplauso solitario de su colega. Y quién sabe qué más.

Jordi Ibáñez Fanés / TUSQUETS.

Los dos amigos comentan también otra anécdota del pianista ruso. Richter está un día escuchando una grabación que le he regalado un pianista admirador suyo y que le parece magistral, hasta que de pronto aparece su compañera indignada y le pregunta qué es eso tan espantoso que está sonando. Richter se queda mudo y no sabe qué decir. Jordi Ibáñez hace entonces una larga digresión acerca de esa no man’s land del reconocimiento incomunicable, cuando uno se queda separado del mundo, a solas con su shock of recognition, una reflexión que le sirve para anunciar el problema de la fe y la conversión que aborda en el siguiente y complejo capítulo, “Sant Miquel de Cuixà, o la pregunta sense resposta”, donde, tras contar la historia de la abadía benedictina y su claustro mutilado y de explayarse acerca del exilio que unos monjes de Montserrat vivieron allí durante el franquismo, se centra en la historia de un amigo que ha decidido renunciar al mundo y abrazar la fe, harto de sentir cómo el odio le pudre por dentro e ingresando finalmente en Cuixà. El diálogo entre el narrador y su amigo acerca de la conversión súbita de este último es digno de Iris Murdoch:

–"Tens raó –va dir L…–. La pregunta per la fe es més difícil en realitat que la resposta. I tanmateix, tothom ha vingut aquí, a Cuixà, a preguntar-me això. Han fet una mena de pelegrinatge a la pregunta, per dir-ho així, no pas a mi, no per veure’m a mi, sinó a la pregunta, per fer-me aquesta pregunta, per interrogar-me, de fet. I la pregunta era sempre: ¿Creus en Déu? ¿Com és posible que ara creguis? ¿No hi creies abans? ¿Qué t’ha passat? I jo no he sabut mai qué respondre.

–És una pregunta sense resposta.

–És la pregunta sense resposta –va dir sense cap èmfasi, en contra del que una afirmació així podría fer pensar”.

(–"Tienes razón –dijo L…–La pregunta por la fe es en realidad más difícil que la respuesta. Y de todas formas todo el mundo ha venido aquí, a Cuixà, a preguntarme eso. Han hecho una especie de peregrinaje a la pregunta, por así decirlo, y no hacia mí, no para verme a mi sino a la pregunta, para hacerme esta pregunta, para interrogarme, de hecho. Y la pregunta era siempre: ¿Crees en Dios? ¿Cómo es posible que ahora creas? ¿No creías antes? ¿Qué te ha pasado? Y yo nunca he sabido qué responder.

–Es una pregunta sin respuesta.

–Es la pregunta sin respuesta –dijo sin ningún énfasis, en contra de lo que una afirmación así podría hacer pensar”.)

El Reverso de la historia, Jordi Ibáñez

De la misma manera que Richter se había quedado sin palabras ante la incomprensión de su compañera cuando sonaba una interpretación que a él le parecía celestial, el amigo converso no sabe qué decir cuando los incrédulos le preguntan acerca de su propia fe, una vivencia inefable que en el cuarto y último episodio se concentra en la cuestión del amor, por otra parte medular en todo el libro

“Un seminario desgraciado y una Nochebuena afortunada”, cuarto y último capítulo, cuenta el trance intelectual que el narrador sufre durante un seminario psicoanalítico con lacanianos de estricta observancia al que es invitado a hablar del amor tal y como se aborda en Carta a una desconocida, la película de Max Ophüls basada en la novela de Stefan Zweig. El seminario y la posterior cena acaban siendo un desastre porque el narrador, que está viviendo una crisis personal considerable, inducida por una no muy lejana ruptura matrimonial, se niega a comulgar con los dogmas lacanianos del grupo. Formal y conceptualmente, se trata de la parte más peligrosa y arriesgada. Con buen pulso narrativo y altura teórica, Jordi Ibáñez da vueltas a varias elucubraciones sobre el matrimonio, el deseo, el remarriage o segundo encuentro con la misma pareja, el mito personal de la troisième femme –las tres mujeres que acaso hay en la vida de todo hombre–, Wagner o la canción francesa, todo desplegado con un ritmo casi febril que desemboca en un desengaño y en la resolución firme de comprometerse con una mujer, algo que funciona como una suerte de revelación. El amor, en un sentido trascendente, ha sido, nos damos cuenta, la cuestión explorada en todo el libro, desde el origen materno, pasando por el insondable valor artístico, el misterio de la fe y finalmente the marriage of true minds.

En su conjunto, Un quartet asombra por la densidad moral que ofrece y exige, como testimonio de una forma de ser y estar en el mundo que contrasta vivamente con la agresiva mediocridad del entorno. De vez en cuando aparecen contundentes alusiones al deterioro social y político del país, algo que obliga al lector a tomar conciencia de la excepcionalidad combativa del narrador y de su particular empresa de salvación. Como él mismo dice en un momento, los cuatro episodios giran “en torno a la última posibilidad de una vida virtuosa, y por tanto, o a la vez, en torno a la posibilidad de alzar o marcar los cuatro puntos cardinales para orientarse en una vida amorosa, es decir, en una vida valiente, limpia, libre y generosa, y obtenida ni más ni menos que con lo que tengo a mano, con la pobreza real y concreta de lo que soy, con las posibilidades exactas de mi cuerpo y de mi mente, de las cosas que sé y que puedo aprender, de lo que puedo hacer y de lo que soy capaz de pensar, y sobre todo de lo que puedo dar, sabiendo a quién se lo doy y por qué”. Uno termina la lectura de este libro sintiéndose agradecido por haber pasado unas horas de conversación alta y estimulante, contagiado por la complejidad y la generosidad de la experiencia y el conocimiento compartidos, recompensado, en fin, por la grata sensación de haber ampliado la propia conciencia.