“Hallose el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió.” El genio de Cervantes está concentrado en la frase “dio su espíritu, quiero decir que se murió” con que describe la muerte de su personaje y en la que se cifra la transcendencia de la novela. Don Quijote ha intentado una y otra vez llevar una vida heroica para experimentar una muerte trágica, pero, al final, devuelto a su lugar humilde por el Caballero de la Blanca Luna y, a pesar de sus últimos intentos desesperados por ingresar al menos en la vida pastoril, no le queda más remedio que morirse como cualquier hijo de vecino.
Cuando Cervantes escribe “dio su espíritu” no está solo evocando una fórmula gastada de la épica –propia del lenguaje anacrónico que utiliza Don Quijote y que se opone acústicamente al habla demótica de Sancho Panza– sino también una expresión evangélica, reminiscente sobre todo del momento en que Cristo muere en la cruz, dando un fuerte grito y entregando el espíritu para ingresar en la eternidad. Con ese deceso natal, el cristianismo exhibió como un relámpago el momento en que la tragedia a la vez culmina y se disuelve, proponiendo una solución al problema de la muerte que duró más de mil años.
Miguel de Cervantes retratado por Jáuregui.
Al escribir “quiero decir que se murió”, Cervantes, después de la coma más significativa de la literatura moderna, ejecutó el tránsito que venía observando en su novela desde un mundo encantado y mágico a otro duro, vecinal y pedestre, haciendo que su personaje –ese Cristo envejecido, como lo ha descrito Félix de Azúa– muera una muerte cualquiera. “Quiero decir que se murió” conserva aún parte de la fuerte comicidad que debía de tener en la época y que a nosotros se nos ha ido transformando en una sonrisa helada. Poco antes, Sancho Panza lloró por todos nosotros al pedirle a su amo que no se muriera de aquella forma ridícula: “No se me muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.
Cuando escribió esas páginas, al propio Cervantes no le quedaba mucho tiempo de vida. Murió, como sabemos, un 22 de abril de 1616 y el 23 fue enterrado. Tan sólo tres días antes, el 19 de abril, había escrito la dedicatoria y el prólogo a Los trabajos de Persiles y Segismunda, utilizando otra vez la voz del personaje que había inventado para el narrador de Don Quijote, ese observador distante e irónico y ahora finalmente emocionado. Rafael Sánchez Ferlosio decía que no podía leer sin llorar estas palabras:
“Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […] ¡Adiós, gracias; adiós donaires; adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”
A pesar de la hermosa tradición, Shakespeare murió para nosotros un 3 de mayo, mientras que para los ingleses, de acuerdo con el calendario juliano, murió efectivamente un 23 de abril. Nada sabemos de esa muerte, salvo que ocurrió en Stratford-upon-Avon. Una leyenda oral que empezó cincuenta años después de su desaparición quiso que Shakespeare muriera de unas fiebres tifoideas contraídas después de una juerga con Ben Jonson. La historia es tan bella que uno desea que fuera cierta. El caso es que Shakespeare, a diferencia de Cervantes, nunca habló acerca de sí mismo, puesto que nunca escribió para la imprenta –salvo en el caso excepcional de sus dos poemas narrativos– y vivió siempre oculto tras sus personajes. Ni siquiera la voz que habla en sus sonetos puede decirse que sea autobiográfica. Sólo podemos imaginar al hombre advirtiendo cómo sus obsesiones se complican y se trenzan a lo largo de los años y los géneros, iniciándose un progresivo oscurecimiento a finales del siglo XVI, cuando por fin logró dominar el dialecto trágico gracias a obras como Enrique IV o Julio César, que conforman el tránsito del mundo luminoso de la juventud, reflejado en sus comedias, a los primeros rigores de la madurez.
Imagen de Shakespeare del First folio.
Cuando estrenó Hamlet, en 1601, Shakespeare era un hombre de treinta y siete años que había perdido a un hijo –Hamnet, uno de los gemelos que tuvo con Anne Hathaway– y que empezaba a comprender que la vida iba en serio. De hecho, Hamlet, entre otras cosas, supone la exploración de una nueva concepción de la muerte, muy parecida a la que se expone en Don Quijote. En el primer acto, Hamlet es un estudiante de Wittenberg y habita un mundo donde todavía aparecen fantasmas que penan en el purgatorio –un resto del catolicismo que la corona había repudiado– y, en el último, es ya un adulto de treinta años –lo sabemos por la conversación de los enterradores, que preparan el camposanto para el entierro de Ofelia, la última de las maravillosas muchachas de las comedias, sacrificada ahora en el altar de la tragedia– que de pronto habla de tumbas, gusanos y epitafios. El fantasma del padre ya no puede aparecer, porque el hijo se ha librado de él a través del pensamiento y la inacción. “The readiness is all”, estar preparado lo es todo, dirá Hamlet antes de enfrentarse a una muerte azarosa y absurda, esa nueva experiencia de la muerte que Shakespeare explorará radicalmente en el periodo trágico y que culmina con Lear saliendo a escena con el cadáver de Cordelia en brazos y certificando que su hija ya no volverá “nunca, nunca, nunca, nunca, nunca”.
En La tempestad (1611), la última obra que escribió en solitario, Shakespeare concentró todo su mundo y formuló una última afirmación que parece de algún modo compensar el horror de El rey Lear. Después de haber restituido el orden perturbado y una vez que le ha mostrado a su hija Miranda el mundo y la humanidad, entregándola en brazos de su prometido, Próspero renuncia a su magia en favor del amor, se libra de todos los apegos y anuncia su inminente desaparición con una generosidad que constituye el reverso del egoísmo atroz del rey Lear. Shakespeare es eso: la suma de todos los opuestos. En su obra fue capaz de mostrar tanto la más pura inocencia como la ruindad más oscura. No hay manera de sacarle nunca una declaración concluyente con respecto a la condición humana. Su respuesta es proteica y habla al unísono en todos sus personajes. Sólo hay algo que prevalece y es la extraordinaria vitalidad que su lectura siempre contagia, ya sea en las tragedias, en las comedias o en los romances. Como dijo W. H. Auden, uno imagina a Shakespeare como alguien que llega muy serio a una reunión de amigos y que después de tomarse unas copas empieza a ser increíblemente divertido.
Nunca sabremos si Shakespeare realmente se retiró. Después de La tempestad (1611), todavía escribió dos obras más en colaboración con John Fletcher, Enrique VIII (1613) y Dos nobles de la misma sangre (1613). En esta última, en los pasajes en que la filología ha descubierto su mano –sobre todo en el primer acto y en el último–, Shakespeare da la sensación de estar escribiendo para sí mismo, desinteresado de la trama –por cuyas exigencias nunca tuvo demasiado cuidado y que aquí parece dejar en las manos más jóvenes de Fletcher– y a solas con sus obsesiones. Quizá los últimos versos que escribió para la escena fueran los que puso en boca de Teseo al final del quinto acto. Es muy tentador identificarlos como su despedida:
O you heavenly charmers,
what things you make of us! For what we lack
we laugh, for what we have, are sorry; still
are children in some kind. Let us be thankful
for that which is, and with you leave dispute
that are above our question. Let’s go off
and bear us like the time.
(“oh magos celestiales, / ¡qué cosas hacéis con nosotros! / Nos reímos / de lo que carecemos, lamentamos lo que tenemos; aun así / somos niños de algún modo. Demos las gracias / por lo que hay, y que con vosotros quede la controversia / que está más allá de nuestro alcance. Vayámonos / y sufridnos como el tiempo.”)
Al desvelar una nueva forma de muerte, tanto Cervantes como Shakespeare estaban también devolviendo a la vida un esplendor y una libertad que no se habían aceptado desde la Grecia clásica, con la diferencia de que en su obra los dioses se están ocultando y el hombre se descubre con una alegría sin promesa. Demos las gracias por lo que hay.