Paul Gauguin viaja y reside en Polinesia entre 1891 y 1903. El pintor busca lo mismo que en sus estancias en Bretaña y viajes a Martinica anteriores, el atelier perfecto para él y sus amigos pintores, el paraíso perdido y una aspiración de vida mejor. De nuevo, lo que no está en casa se imagina, se proyecta y forma parte del territorio de los deseos. Consigo viajan también los lugares preferidos de su imaginario y los estereotipos que se acuñan desde el siglo XVIII de Polinesia. Los primeros: el arte japonés, las alfombras persas, la cultura maorí (prohibida en la isla desde 1842), la estatuaria egipcia y las fotografías de Tahití que colecciona en París. Los segundos: los nobles salvajes y la iconografía de la Edad de Oro. Así, ir a Polinesia para Gauguin es desplazar imágenes anteriores. Y, como una paradoja, sus visiones son hoy tan importantes en la construcción del imaginario occidental como lo fue el viaje a finales del siglo XVIII de Louis Antoine de Bougainville, Voyage autour du monde (1771).
Su primer destino es Tahíti. De febrero de 1891 a agosto de 1893, se instala en Papeete, la capital, y luego en Mataiea. Son meses de toma de contacto, aprende tahitiano y recopila apuntes y esbozos de la estancia. A su vuelta a Francia, trabaja con el escritor Charles Morice en el relato ilustrado Noa Noa para contar el viaje y, desgraciadamente, recibe la noticia de que tiene sífilis.
En 1900, dos años antes de su muerte, firma por fin un contrato con su marchante, Ambroise Vollard, por el que debe entregarle 25 lienzos al año a cambio de un sueldo de 300 francos al mes. Por fin, desaparecen sus problemas económicos. En septiembre de 1901, decide irse aún más lejos y se instala en Hiva Oa, en las islas Marquesas. Los nativos lo quieren y respetan, es pintor en un lugar donde se dignifican los trabajos manuales y defiende la cultura indígena frente a la colonización y los misioneros franceses.
Muere en mayo de 1903 y es enterrado en el cementerio de Atuona, el lugar que representa por casualidad en Mujeres y un caballo blanco el año mismo de su muerte. Gauguin pinta en Polinesia cuadros maravillosos. Dos mujeres, Muchacha con abanico, Manao tupapau (que tanto enseña a la historia del desnudo occidental) o Paisaje con perro. Son cuadros primitivistas, simbólicos, de superficies planas y colores que permiten captar la expresión de las emociones. Polinesia le ayuda a desarrollar la sinceridad y comunicación directa que busca siempre en sus pinturas. Sus cuadros se transforman en iconos.
Francia recupera al pintor un año después de su muerte y lo consagra dedicándole una retrospectiva en el Salón de 1906. Ese mismo año, en Dresde, se exponen sus reproducciones en el pabellón francés de la exposición de artes aplicadas. La ciudad es la sede del grupo de pintores expresionistas, Die Brücke, (también llamados Wilde o salvajes) integrado por Nolde, Kirchner y Rottluff, entre otros. La pintura de Gauguin representa para ellos lo malerisch (pintable), gracias a la expresión del color, pero también la huida y la rebeldía frente al academicismo pictórico y la sociedad imperantes. Lo exótico y primitivo es también excéntrico.
Sin embargo, mientras Gauguin es más contemplativo, ellos actúan en las escenas. Nolde y Kirchner, por ejemplo, reproducen las formas aplanadas de la vegetación y la paleta sintética de Gauguin, y Kirchner basa sus desnudos en las formas caprichosas e imaginarias de las mujeres tahitianas de Gauguin. De forma parecida ocurre con el movimiento Der blauer Reiter. El color y primitivismo del francés son fuentes para el expresionismo de Kandinsky, Klee, Marc o Macke. Por ejemplo, los caballos azules de Marc provienen del motivo del animal en los cuadros de Gauguin, sobre todo, en Cambio de residencia, (1902).
Los caballos azules de Franz Marc.
Matisse viaja en 1930 a Tahití. En cierta manera, también sigue a Gauguin, cuyo trabajo le obsesiona en una época aunque le cuesta reconocerlo. Su viaje turístico se convierte en peregrinación artística, busca también el paraíso y destaca la luz (siempre hay luz en lo exótico para Matisse) aunque apenas pinta un cuadro. Es el espacio lo que le fascina y no los personajes que atraen a Gauguin. Allí, se interesa especialmente en los diseños orgánicos y vegetales de las artes aplicadas, motivos que lleva consigo a París. Dieciséis años después, inmóvil en su dormitorio, recorta en papel de color blanco sus conocidos peces, caracolas, pájaros y estrellas, y le dice a su asistente que los pegue en la pared hasta conseguir el efecto deseado.
La impresión de esta decoración mural da lugar a las serigrafías de sus trabajos, Oceanía, el cielo y Oceanía, el mar (1946). Los diseños son iguales a los traídos de Tahití y flotan en el mismo fondo beige de su dormitorio, que él recuerda como la luz dorada del Pacífico. El espacio ha desaparecido, el cielo y el agua se confunden, los pájaros parecen nadar en el cielo y los peces volar en un vacío cósmico. La memoria ha transformado su viaje y, al igual que ocurre desde el siglo XVIII, también a la Polinesia: “Siempre he sido consciente de otro espacio en el que evolucionan los objetos de mis ensueños. Buscaba algo distinto del espacio real. Aquí real no significa realista, materialista, sino inmaterial, irreal” (Matisse, 1946).