Si la novela negra es un termómetro social vamos a morir. Todos. Porque en pleno auge del género, y con lo que cunde en la literatura un muerto, o dos o tres, y ni te digo una cascada de asesinatos a manos de un buen sociópata listo y cruel, llega el muy alabado Zygmunt Miloszewski y, cuando aún no nos habíamos aprendido su nombre, da un carpetazo a la exitosa serie del fiscal Teodor Szacki y nos deja compuestos y sin crimen al estilo polaco. Y eso en la tercera y deseadísima entrega de una saga que empezó a publicarse en España en 2015 y que tenía a los amantes del género comiéndose las uñas de ansiedad.
Que la novela negra cumple una función no lo discute ni el más snob de los contertulios que, con tal de oponerse, pueden asegurar que la Tierra es plana. Función que ha tenido grandes valedores desde Poe a Simenón, y que floreció hace algunos años con las traducciones de una extraordinaria producción europea que nos lleva desde la Sicilia de Camillerii a la Francia de Fred Vargas y Lemaitre, o la Alemania y también Escocia de Craig sin olvidar al maestro Mankell o a la también fallecida israelí Batya Gur. Más allá de la tramas, de las que son maestros los sajones a uno y otro lado del Atlántico, la novela negra europea nos ha servido de novela social, por así decirlo, en el convencimiento de que por las tripas (sanguinolentas) se conoce mejor al bicho que por su beatifica fachada.
Y no debe ser casual que se llame precisamente La Ira el libro que, según declaraciones del autor y el inquietante final (que no desvelaré a pesar de la fama de hacer spoiler que me endosan) acaba con las tribulaciones de un fiscal que, cadáveres aparte, nos sirve de cicerone de un país del que sabemos tan poco, más allá de Juan Pablo II, Walesa y ese tándem a lo El resplandor que fueron los hermanos Kaczynski.
La Ira acaba con la peripecia vital y profesional de un hombre maduro al que vemos sufrir una crisis matrimonial y personal profunda en la que es seguramente mejor de las novelas, El caso Telak, y luego, en la segunda entrega, sobrevivir sobre el alambre que es cualquier existencia sin certeza. Una certeza que al margen de creencias y sentimientos íntimos retrata la perplejidad de un mundo, el nuestro, que en el caso polaco relaciona el desencanto social con las expectativas creadas por las ansias de democracia y libertad.
Es curioso que esta última novela (al menos por ahora) culmine precisamente con un tipo de violencia que asquea hasta el punto de no hacer demérito de los vengadores, fuera de las molestas trabas del sistema legal. Unos vengadores que podrían existir precisamente en los huecos que el sistema deja para la justicia. Y que calman la repugnancia del lector. O su santa ira, que dijeron y dirían algunos. Peores cosas se han oído y se oyen sobre prisiones revisables y demás maneras de sofocar el miedo.
¿Por qué terminar una exitosa saga sin darle una mínima salida ni al protagonista ni al lector? Reconozco que es lo que más asusta: que, tal como el griego Márkaris dio fin a su serie sobre la crisis, ya no hubiera nada más que decir. Miloszewski renuncia a contar la realidad de unos europeos que, a pesar de haberse liberado de un yugo totalitario, parecen haber incurrido en otro, menos gris pero profundamente cruel. Un dies irae continuo que no necesita, para dar pánico, ni a Moriarty ni a Jack El destripador.