Muchos recordarán a Waldo de los Ríos, compositor y arreglista, y otros tantos a Facundo Cabral – “Yo no sé quien va más lejos, la montaña o el cangrejo / pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo..”– cantautor de culto al alba de los pubs latinoamericanos, con llenos hasta la bandera con sus letras pegadas a la voz de sus múltiples embajadores. Más de uno declamaba, entre canción y canción, un fragmento del Martín Fierro ( “Aquí me pongo a cantar al compás de una vigüela / que el hombre que lo desvela / una pena extraordinaria / como ave solitaria / con el cantar consuela"). Y así se materializaba el aire de la jota estribillera de la Pampa, entonada con instrumentos de cuerda para dar paso a José Larralde y Atahualpa Yupanqui, hasta llegar al apoteosis: el introito melódico de Alberto Cortez, el sabio del arte menor, una modalidad a la que Stravinski, precursor de lo contemporáneo, habría llamado el auténtico arte.
Cortez ha sido un creador a todo trapo, un cantautor sin trampa ni cartón por más que salió dolido de su conocido cruce de identidades con el cantante peruano Alberto Cortez (Darío Alberto Cortez Olaya en la partida de nacimiento), en un conato de consecuencias judiciales que desdibujó su identidad por un tiempo. Ha compartido escenario con tantos y buenos, que me quedo con María Dolores Pradera, la dama de los topacios, las sedas y las franelas. Hace pocos días, en un obituario sentido, Enric González recordaba que Cortez empezó a tocar el piano a los seis años y que con doce compuso Un cigarrillo, la lluvia y tú.
En 1970 Cortez dio la vuelta al mundo con No soy de aquí, ni soy de allí y grabó en diez idiomas igualando a Julio Iglesias, Pedro Vargas y Neil Diamond. Su amigo del alma, Facundo Cabral, hacía las maletas poco después para huir de la Argentina nazi de Videla: “Salías de Puerto Madero y el barco hacía escala en Río de la Plata, el terror de la segunda oportunidad para la policía política de Stroessner, el dictador paraguayo, que si te pillaban te devolvían a las mazmorras de los milicos argentinos o desaparecías por el camino”, cuenta un antiguo militante de los años duros, conocido de ambos. El tiempo de silencio argentino, con desaparecidos y asesinados, discurría paralelo al fortalecimiento de la cultura popular en el exilio.
En los setenta todo se pareció estéticamente al momento del medio siglo en que Perón, el fundador del justicialismo buscó asilo en el Paraguay luego el golpe que lo sacó del poder. Tras abordar la célebre cañonera y después de nueve días de espera, un as de la aviación guaraní, Leo Nowak, lo condujo hasta Asunción en un aeroplano anfibio, pero allí su pariente populista más cercano y uniformado le mandó para España. Dos décadas después, en la etapa ascendente de Cortez y Cabral, figuras como Borges y Ernesto Sábato mantuvieron un encuentro con el general Videla; se dijo más tarde que le pidieron por el paradero del escritor Haroldo Conti, detenido en su casa de Villa Crespo. La limpieza de los uniformados estaba empezando y Argentina se adentraba en el periodo más funesto de su historia.
Cabral obtuvo el éxito discográfico con Cabralgando, Pateando Tachos o Ferrocabral y hasta se subió al potro de la letra publicada con libros como Salmos, Borges y yo, Ayer soñé que podía y hoy puedo, o el Cuaderno de Facundo. Entre los dos le dieron la vuelta a la tortilla del desánimo con Lo Cortez no quita lo Cabral, una pirueta a cuatro manos y piano, sobre doce cuerdas y dos voces, que entrelazó amor, música, muchas risas y poesía. Y aun prolongarían el dúo, un poco más tarde, en Cortezías y calabridades, de nuevo con el humor como arma cargada de presente. Más música, mas vida, mas libertad, y así hasta el asesinato de Facundo, la madrugada del 9 de julio de 2011, alcanzado por un impacto de bala en la cabeza, en el bulevar Liberación de Guatemala City, en un atentado en el que un grupo de sicarios querían acabar con la vida de su acompañante, el empresario encarcelado Henry Fariñas. Tristezas y extraños desvaríos de la realidad americana, cargada de pasión, plomo y pólvora desde el Estrecho de Bering hasta el Perito Moreno, frente al estrecho de Magallanes.
Cortez confesó que la creación es “libertaria frente a la política, que es liberticida”. Muy a menudo se sumó a la defensa de las cosas sencillas, al reconocimiento del arte frente a la épica de los grandes cambios. Viviendo entre nosotros defendió el precepto azañista según el cual los tapices de Pastrana valen más que todas las repúblicas y monarquías juntas. Desmontó a los ojos de todos el principio de que la melodía solo se puede entender si se domina su código secreto. Mostró el camino fácil en el que la canción se relaciona con la civilización que la envuelve y a la que acaricia con sus notas. En el primer compás de Cortez hay algo reconocible de inmediato, lo que no es una muestra de simplicidad sino de congruencia.
Ocho años después de aquella desgracia de su amigo en Guatemala ha llegado el traspaso de Cortez. Fuimos conscientes de que todo estaba resumido, no en un vinilo de postal al uso, sino en el piano de A mis amigos, las notas que sonaron en la capilla ardiente de la SGAE, el mismo desapacible cinco de marzo pasado. Fue un recuento con honores de despedida a “un grande de la cultura”, en palabras de Pilar Jurado, presidenta la Sociedad de Autores. El pianista Néstor Ballesteros, que acompañó hace años a Cortez en sus giras, recordó que A mis amigos solían encabezar los recitales que compartieron. Y acabó con Eran tres, una canción que Cortez dedicó a Pablo Picasso, Pau Casals y Pablo Neruda.
Fue un homenaje al cantautor de las pequeñas cosas que vendió millones de discos con canciones como El abuelo, En un rincón del alma, Cuando un amigo se va, A partir de mañana o El callejero; publicó libros y poemarios y obtuvo premios como el Grammy Latino a la Excelencia (2007) y la Medalla de Oro al Mérito Artístico en España. Todo empezó de muy joven alistado en el Argentine International Ballet Show, que partía rumbo a Europa y fracasó rotundamente a medio camino. Cortez se aventuró en el cha-cha-cha y empezó a actuar en Alemania y Bélgica, donde se casó en 1964 con Renée Govaert, la musa para el resto de su vida.
Aquella misma tarde de lluvia y viento en la SGAE, para devolver ocaso la sonrisa a los asistentes, salieron a relucir los Castillo en el aire, uno de sus títulos más sonoros. Las condolencias llegaban en tumulto. Se había ido casi cantando a los 79 años. Tenía compromisos en República Dominicana y en México, tras concluir a finales de 2018 otra gira, y preparaba un nuevo disco con temas diferentes al que fue su último espectáculo, Boleros. Nadie quiso poner un punto y final y el mismo Joan Manuel Serrat dijo allí mismo que Alberto Cortez se haría permanente en la memoria de todos. En el adiós se agolparon cartas de presidentes y primeros ministros, ciudadanos y músicos de todos los pelajes; camaradas y admiradores, bajo el denominador común del reconocimiento a la gran humanidad de Cortez, el músico nacido en Rancul (Pampa) en 1940, con el nombre de José Alberto García Gallo. Esa fue su trayectoria: cambios, rupturas, invención, ternura y caminos de éxito, pero casi siempre de final incierto