Tras Los ecos de los disparos y Mejor la ausencia, la escritora y ensayista Edurne Portela sigue indagando en las distintas formas y expresiones de la violencia. En Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg) viaja hasta Estados Unidos sin dejar el País Vasco, siguiendo los pasos de Alicia, una joven que comienza una exitosa carrera académica en una universidad privada norteamericana. En este contexto, Portela explora las violencias que se viven en un país desigual y marcado todavía por la segregación racial. Portela explora nuestra relación con la violencia que nos rodea y nuestra condición de víctimas y, a la vez, de involuntarios verdugos.
–La violencia de género dentro de la pareja es uno de los temas de Formas de estar lejos, sin embargo, creo que es más justo decir que la novela es una indagación de distintas formas de violencia.
–Sí, tienes razón. De hecho, la violencia de género no aparece en el libro porque sea un tema sobre el cual se está hablando mucho ahora. Aparece en cuanto forma parte de una indagación más amplia en torno a las distintas formas de violencia, un asunto que está presente en mi anterior novela, aunque mi interés acerca de cómo se manifiesta la violencia es de antes. Trabajo en este tema desde hace 25 años.
–El origen son tus años como doctoranda.
–Empecé a preocuparme acerca de la violencia y sus representaciones, efectivamente, desde la perspectiva académica. En la universidad comencé a leer y a estudiar sobre esta cuestión. Cuando hablo de violencia me refiero tanto a la que se ve, como la violencia física o aquella ejercida por las estructuras de poder, como a la que no se ve, como la violencia psicológica, que encontramos dentro de las relaciones personales y de las relaciones de pareja y que, en la mayoría de los casos, no deja de ser reflejo de las estructuras de poder sobre las que se asienta nuestra sociedad.
La escritora Edurne Portela / YOLANDA CARDO
Formas de estar lejos hablo de la violencia dentro de una pareja, física y psicológica, pero también de otras formas con las que convivimos diariamente, como puede contra el inmigrante, que suele pasar desapercibida, pero que define perfectamente nuestras sociedades y, en concreto, una sociedad como la norteamericana, que no es en absoluto hospitalaria con el que llega y con el que no conoce los códigos. La violencia contra el inmigrante, así como la violencia económica o de género, son frutos de la sociedad en la que vivimos, de ahí que en la novela no preste solamente atención a la sociedad norteamericana, sino también a la española y a la vasca, que es de donde viene la protagonista.
–Otro de los temas de Formas de estar lejos, pero también de tu anterior novela y de tu ensayo El eco de los disparos es la indiferencia, ese no querer ver.
–Me interesa observar cómo reaccionan las personas frente a la violencia cuando ésta no les es indiferente. Me interesó observarlo en Euskadi, pero en esta ocasión quería observarlo en otros contextos. Alicia [la protagonista] no es indiferente a la realidad que ha dejado atrás, como tampoco lo es a la realidad de los inmigrantes sin papeles que entrevista para un trabajo en la universidad. Esa violencia le duele demasiado y cree no tener las herramientas necesarias para afrontarla. Me interesaba observar a través de Alicia y de otros personajes de qué manera, cuando nos encontramos con una realidad que es demasiado dura de asumir, reaccionamos.
El personaje de Alicia se mueve en este territorio poco firme; se requiere de ella una actitud, una capacidad para enfrentar ciertas situaciones –su relación de pareja, el reencuentro con Gorka, tras su paso por la cárcel, o sus entrevistas con los inmigrantes que trabajan en una plantación– pero no siempre puede, no siempre encuentra la manera. Y lo que le pasa no es excepcional. Enfrentar situaciones excepcionales y no saber cómo asumirlas nos puede pasar a todos.
–La indiferencia ante estas situaciones es lo que permite la perpetuación de la violencia.
–Lo que relato tiene que ver con este no querer ver, pero también con el tiempo que te exige el trabajo, que te lleva a encerrarte en ti misma y en aquello que tienes que hacer, despreocupándote, por falta de tiempo e interés, de lo que sucede a tu alrededor. El carácter absorbente del trabajo es algo habitual en el mundo laboral estadounidense, donde la máxima exigencia impuesta y autoimpuesta, ese preocuparse solo de ti mismo y de tu carrera, hace que aquello que resulta más problemático o que requiere más tiempo y más energía emocional se deje en un segundo plano o se ignore.
La escritora Edurne Portela rodeada de libros / YOLANDA CARDO
En esa carrera hacia el éxito todo aquello que escapa de lo propiamente profesional y que te obligue a implicarte a nivel emocional es un compromiso inasumible, que puede poner en juego tu carrera. En la novela, el hecho de que se ignore lo que denuncia una joven estudiante trae consecuencias gravísimas, pero, más allá de la historia de esta chica, lo que me interesaba observar es cómo nuestra falta de compromiso tiene consecuencias para los demás, pero también para ti. Puede que, en un primer momento, parezca más útil no comprometerse, mirar hacia el otro lado, pero, con el tiempo, haber girado la cabeza termina por afectarte a ti.
–A través de la denuncia de esa joven se narra uno de los grandes problemas que se viven en los campus norteamericanos: la violencia sexual contra las mujeres.
–Es un problema gravísimo que viene desde cuando las mujeres comenzaron a ser admitidas en ciertas universidades. Durante mi estancia en Estados Unidos, estuve viviendo en el campus de la Lehigh University, en Pensilvania, que había sido exclusivamente masculina hasta 1976, lo que indica que el privilegio de entrar en la universidad pertenecía solo a hombres de clase elevada. La cultura del privilegio y la cultura de la violación han estado muy ligadas entre sí y directamente relacionadas con el papel de las fraternidades, que desde el inicio han sido un problema.
La Lehigh University no es un caso excepcional. Las violaciones a mujeres son más que frecuentes en los campus de élite. Lo que sí ha cambiado es la conciencia del problema. Cuando yo estaba ahí, ya había importantes movimientos que condenaban estas prácticas, no apoyados por los poderes y la burocracia universitaria pero sí por el profesorado, muy concienciado. Las universidades de élite norteamericanas tienen una estructura de poder muy cerrada y las fraternidades juegan un papel clave que se alimenta de sus exalumnos; el secretismo y la protección sobre lo que ocurre dentro de las fraternidades es difícil de desmantelar.
Edurne Portela / YOLANDA CARDO
–Pensando, por ejemplo, en el documental de Netflix, The hunting grass, da la impresión de que ese secretismo ya no es tal, que comienzan a denunciarse las violaciones dentro de los campus.
–Sí, desde hace ya algunos años, a través de movimientos surgidos en los propios campus, se está intentado romper con este secretismo y hacer públicas las prácticas que llevan a cabo las fraternidades. El Me Too ha supuesto un punto de inflexión; estos movimientos han ganado protagonismo y las violaciones en los campus han dejado de ser tabú.
Es un problema endémico de las universidades norteamericanas; evidentemente, los responsables máximos son los que violan, pero no tenemos que olvidarnos de que los responsables que permiten que estas prácticas perduren con impunidad están en el seno de la universidad, forman parte de la cúpula de poder de los centros universitarios. No son profesores, no son estudiantes, no son los trabajadores, sino que son los que manejan el dinero y las políticas universitarias.
–Para alguien que no conoce la realidad universitaria estadounidense, ¿cómo definirías las fraternidades?
–Las fraternidades son casas residenciales en las que viven hombres de acceden a la fraternidad por herencia o por conexiones. Para entrar en las fraternidades, los jóvenes tienen que superar unas pruebas tremendas, entre las cuales está violar a una joven o demostrar su resistencia física. Todo lo que ocurre dentro de estas casas residenciales y todo lo que se realiza en nombre de la fraternidad es un secreto que debe permanecer dentro de la fraternidad hasta tal punto que, pase lo que pase, ninguno de ellos puede denunciarlo públicamente.
Denunciar a un compañero de fraternidad es como matar a un hermano. Lo que prima ahí es la fidelidad ciega al grupo, una fidelidad que nace del orgullo de pertenecer a la fraternidad. De esta manera se perpetúan determinadas prácticas y se hace imposible entrar y romper el secretismo que rodea a estos grupos de jóvenes. Evidentemente, no todas las fraternidades son iguales; algunas han evolucionado con los años, pero otras no. Algunas han sido prohibidas por haber cometido crímenes dentro del campus y otras perpetúan sus comportamientos y sus privilegios.
–¿Los estudiantes que vienen de fuera son víctimas de este sistema clasista y, por qué no decirlo, racista?
–Sí, pero en esta posición incómoda y difícil no solo se encuentran los estudiantes que vienen de fuera, sino también los estudiantes estadounidenses pertenecientes a una minoría. No es casual que, por ejemplo, como sucedía en mi universidad, los afroamericanos y los latinos representen solamente el 10% de la población estudiantil. La discriminación que se vive en un campus es brutal. Lo vi claramente cuando, tras la victoria de Obama, en el campus en el que yo estaba, surgió un fuerte movimiento de apoyo a los estudiantes afroamericanos y latinos. Este movimiento lo tuvo muy difícil, se encontró con la oposición de la institución, a pesar de que desde el profesorado lo apoyamos. Y, como decía antes, mi universidad no era una anomalía, pasa en muchas universidades privadas.
–¿Los estudiantes afroamericanos y latinos que acceden a universidades privadas lo hacen gracias a las becas?
–La mayoría sí, pero hay otros que provienen de familias de clase media-alta que pueden permitirse enviar a sus hijos a universidades privadas. Normalmente este tipo de estudiante económicamente privilegiado no opta por ir a una universidad de provincia como podría ser la Lehigh University, sino que optan por una universidad de élite como puede ser Columbia, Harvard o Yale. En universidades privadas más pequeñas, los estudiantes latinos o afroamericanos acceden por becas, pero su presencia es mínima; representan solo el 10% de la comunidad estudiantil. Casi toda la comunidad estudiantil está formada por estudiantes blancos de clases acomodadas y la cultura de la diversidad es casi inexistente. La mayoría de estudiantes son blancos y provienen de colegios privados, cuyas aulas tampoco se definían por la diversidad. ¿La consecuencia? A las aulas llegan estudiantes con muchos prejuicios.
Edurne Portela descansa rodeada de libros / YOLANDA CARDO
–Podríamos decir que, a nivel legal, la segregación ya no existe, pero sí a nivel social.
–Sobre todo en determinados espacios y zonas de Estados Unidos, especialmente en los estados del Sur. Yo estuve en una universidad sureña, la North Carolina-Chapel Hill, y ahí la segregación era evidente. Lo paradójico es que era una segregación autoimpuesta, en cuanto los estudiantes buscaban ir solo con aquellos que pertenecían a su comunidad. Los afroamericanos iban juntos, los latinos igual… Dentro de las aulas, apenas se mezclaban.
–¿Por qué?
–Hay mucho de inercia en esta actitud. Se explica por el simple hecho de que, cuando tú no sientes que la sociedad que te rodea es segura para ti, intentas rodearte de los tuyos para sentirte protegido. La segregación es un problema que la sociedad estadounidense no ha superado, a pesar de ser muy plural y de que en las grandes ciudades la realidad es muy distinta a la que se vive en estos pequeños centros del Sur o del interior. Si tú vas a Nueva York te encuentras con un mundo que no tiene nada que ver con el que yo he vivido. Ahora somos más conscientes de esta otra América. Con el triunfo de Trump se ha visibilizado la realidad que se vive más allá de las grandes ciudades. La segregación y el racismo, aunque se creía lo contrario, no han sido superados.
–Tu protagonista es española, pero para la sociedad norteamericana ella es una latina.
–La novela no es autobiográfica, pero bebe de mi experiencia en Estados Unidos. Cuando llegué al campus y tuve que rellenar el mismo formulario que rellena Alicia tenía que decir a qué comunidad pertenecía. Según ese cuestionario, yo tenía que definirme como latina, pero yo me sentía impostora reconociéndome como tal. Mi origen y mi situación no tenían nada que ver con las de un estudiante hispano. No tuve opción: la mujer que se encargaba de tramitar esos documentos me señaló el recuadro de “hispana” y me dejó claro que, me gustase o no, yo lo era. Con el tiempo, empecé a sentirme yo misma como hispana y, de repente, mi identidad cambió. Nosotros somos, en gran medida, tal y como nos miran y nos dicen que somos los demás; yo asumí que era hispana, porque así me veían y, en alguna ocasión, recibí el mismo trato vejatorio que recibían las mujeres sin mi posición económica, sin mi formación intelectual y sin mi trabajo universitario, simplemente por mi aspecto y por mi acento. Vivir situaciones así cambia tu manera de ver las cosas y te sitúa en un espacio muy poco cómodo, pero que a mí me gustó, puesto que desde ahí aprendí mucho más.
–El conflicto identitario en Alicia es más agudo porque ella no sabe si definirse como española o como vasca.
–Ella vive de manera muy incómoda el no saber cómo definirse y, por tanto, el no saberse ubicar en el mundo. Como tantos otros de su generación que nacieron y crecieron en Euskadi, Alicia no sabe cómo abrazar una identidad nacional sin abrazar una causa política. Los que hemos crecido en Euskadi hemos vivido con estas contradicciones y la dificultad de definirte. Su incomodidad ante una definición en términos nacionales tiene que ver con la incomodidad que siente hacia su pasado, hacia la realidad en la que ha crecido.
La adolescencia de Alicia es la de muchos jóvenes de mi generación; ella tiene una cuadrilla en la que se mezclan amigos que provienen de contextos ideológicos opuestos; por un lado está Gorka, un chico con el que se lleva particularmente bien, con el que comparte aficiones y que un buen día termina en prisión; por otro lado, está su mejor amiga, cuyo padre está en el Ayuntamiento como miembro del Partido Socialista y sabe perfectamente qué significa vivir con miedo y con amenazas. La realidad de Alicia es la de mi generación: crecimos con amigos muy diversos, amigos que entre sí no tenían nada que ver políticamente y que el conflicto terminó separando e, incluso, enfrentado. Como le sucedió a Alicia, muchos nos encontramos en medio, incómodos ante la polarización del conflicto.
–El reencuentro de Alicia con Gorka es doloroso: no siente ninguna empatía hacia él. En una herriko taberna ve un cartel en el que se anima a enviar postales a los presos y ella gira la cabeza, le da la espalda a Gorka.
–Cuando escribí esta escena me quedé hecha polvo, me pareció muy triste que alguien con la empatía de Alicia no pueda mirar a Gorka de otra manera. Pero su reacción refleja una realidad que, todavía hoy, está muy presente en Euskadi, esa dificultad de ponerse en el lugar del otro cuando no aceptas lo que ha hecho.
–Más allá del conflicto vasco, esta escena nos hace reflexionar sobre la relación de hostilidad de la sociedad con los que están en la cárcel.
–Sin duda. Si alguien está en prisión es porque ha cometido un delito y tiene que pagar por ello, pero el hecho de que alguien esté en prisión no debe implicar su condena de por vida. Es un error negarles la posibilidad de una reinserción, de fraguarse una nueva vida. La realidad de las cárceles es, en términos generales, completamente desconocida para el ciudadano medio, que, muchas veces, ve a los detenidos como personas que no pueden tener otra vida más allá de los muros de la prisión, como personas que no pueden reconstruir su vida.
Edurne Portela, en la Agencia Diseño Comunicación / YOLANDA CARDO
–La figura de Matty es también interesante: es un joven que ha crecido con un padre violento al que no quiere parecerse y al que rechaza. Sin embargo, Matty termina por imitar el comportamiento de su progenitor.
–En términos generales podemos decir que nos parecemos a nuestros padres a pesar nuestro. El caso de Matty es un caso radical, puesto que termina adoptando las actitudes violentas que rechazaba en su padre. En el fondo, él no quiere parecerse, aunque en ningún momento Matty llega a tener los comportamientos extremos que tuvo su padre. Diría que en este personaje se conjugan varias cosas: no quiere verse reflejado en su padre, porque sabe el daño que ha hecho. Le falta desarrollo emocional y afectivo y los recursos para no reflejar la realidad que ha visto en su casa. Podemos decir que le ha faltado una educación sentimental; al final, ante una relación problemática como la que tiene con Alicia, termina por utilizar las únicas herramientas que conoce y que son las mismas que utilizaba su padre.
–A través de la historia entre Matty y Alicia se observa que la violencia de género se inicia mucho antes de que empiecen los golpes.
–Me alegra que lo comentes porque mi objetivo era precisamente mostrar esto. Hay otras violencias que, en la mayoría de los casos, preceden a la física. Quería explorar de qué manera, dentro de la pareja, algunos pequeños gestos a los una no les da importancia hacen crecer la bola del maltrato y van horadando psicológicamente a la mujer, haciéndola más vulnerable. Quería preguntarme acerca de los límites que se deberían poner dentro de toda relación de pareja y ver cómo esos límites pueden romperse y, a partir de ahí, desencadenar una violencia que no necesariamente tiene que expresarse físicamente: el control, el desprecio, el despertar el miedo en el otro y horadar su seguridad… Son todas ellas formas de violencia.
– ¿La legislación en Estados Unidos es comparable a la que tenemos en España?
–Depende del Estado, cada uno tiene sus propias medidas. En algunos, acudir a la policía y denunciar una agresión da pie a que se imponga una orden de alejamiento, al que después sigue un juicio; en otros, el proceso es más lento y no siempre tan contundente. Los estados más progresistas, donde han ganado los demócratas, tienen protocolos muy duros ante las agresiones físicas y, al mismo tiempo, ofrecen ayuda psicológica a las mujeres maltratadas. Lo que está todavía muy poco desarrollado, como también lo está en España, son las medidas contra el maltrato psicológico.
Edurne Portela / YOLANDA CARDO
–El mundo académico norteamericano es tremendamente exigente a nivel laboral, la ambición es la lógica que impera entre los profesores, pero ¿dónde está el límite? ¿El éxito lo vale todo?
–Ambientando la novela en Estados Unidos, tenía que plantear este conflicto al que cualquier persona con una carrera de más o menos éxito se enfrenta. Alicia es una mujer inteligente y a la que le va muy bien en su carrera, pero para tener ese éxito del que disfruta ha tenido que abandonar el cuidado de sí misma. Ella no se cuida emocional ni sentimentalmente, no dedica el tiempo necesario a pensarse; a pesar de que es muy introspectiva y muy reflexiva, algo que queda evidente en sus trabajos académicos, no dedica tiempo a pensar en sí misma.
Por un lado, está la exigencia del trabajo; por otro lado, las excusas para evitar enfrentarse a los problemas que tiene en su vida privada. No solo quiere esconder, prefiere obviar y no enfrentarse a la realidad que vive con su pareja, una realidad que nadie ve y que ella no quiere que se vea. Yo quería retratar a este tipo de mujer y, por esto, no quería retratar a Alicia según el estereotipo de la mujer maltratada. Siempre pensamos que las mujeres maltratadas son mujeres sin recursos económicos, emocionales e intelectuales, cuando cualquier mujer, sea cual sea su condición, puede ser víctima del maltrato.
–El filósofo Byung-Chul Han habla de la autoexplotación del trabajador de la sociedad neocapitalista. ¿Hasta qué punto los Estados Unidos no son la expresión máxima de esta autoexplotación?
–Sin duda, es algo que, en parte, hemos aprendido de la lógica del trabajo que impera en Estados Unidos. Su sistema universitario no escapa a esta lógica. Promueve la autoexplotación en el trabajo. La universidad estadounidense funciona según la lógica de la meritocracia: si eres una persona ambiciosa y ves que tu trabajo tiene una consecuencia inmediata en tu éxito, en tu salario y en tu poder, entras en una dinámica de autoexplotación. Puede tener que ver con la ambición y las ansias de éxito, pero también con la precariedad: cualquier escritora o periodista española sabe que, independientemente de la ambición que pueda tener, si no da cinco charlas y escribe cinco columnas, no llega a los mil euros al mes. Ya sea por meritocracia, ya sea por precariedad, todos nosotros acabamos siempre por autoexplotarnos.