“‘Puedo expresar sin dificultad todo cuanto necesito expresar’, escribió Cassirer a su mujer desde Londres. Se podrían repasar cien veces los diarios y cartas de Wittgenstein, Heidegger y Benjamin sin tropezar con una declaración semejante. En relación con los límites del lenguaje, con los límites del mundo, Cassirer siempre fue el pensador de lo posible, no de lo imposible”. Esta observación de Wolfram Eilenberger resume el propósito de su excelente libro Tiempo de magos. La gran década de la filosofía 1919-1929 (Madrid, Taurus, 2019), un estudio biográfico y crítico de lo que ocurrió en el pensamiento europeo a través de sus cuatro figuras más relevantes.
El libro fue, sorprendentemente, uno de los hot books de la feria de Frankfurt de hace dos años. Como Gran Hotel Abismo, la biografía coral de la escuela de Frankfurt de Stuart Jeffries, el libro de Eilenberger es un ensayo divulgativo que vuelve la mirada a las primeras décadas del siglo XX en busca de respuestas para nuestros actuales desafíos. No son obras para especialistas, pero tienen el mérito de poner al alcance de cualquiera discusiones intelectuales que han resultado determinantes para entender la evolución de nuestro mundo.
Tiempo de magos parece más un ensayo anglosajón que alemán. Eilenberger, especialista en filosofía y editor hasta 2017 de la Philosophie Magazine en Berlín, consigue convertir la peripecia intelectual de estos cuatro pensadores en una narración ágil y absorbente, explicando con destreza pedagógica asuntos a menudo muy espinosos y trenzando sus vidas con pertinencia y gracia. Quizá lo único que se le puede reprochar al libro sea que la acotación temporal resulta un poco arbitraria y comercial, lo que le permite pasar de puntillas por el problema del trasfondo político que ominosamente se fue cerniendo sobre las vidas de los filósofos y que terminó en un descalabro, particularmente bochornoso en el caso de Heidegger y sin duda trágico para Walter Benjamin. El epílogo sobre el final de cada uno de ellos es a todas luces insuficiente.
Wolfram Eilenberger.
Heidegger, Wittgenstein, Benjamin y Cassirer trataron de reformular la pregunta kantiana acerca de qué es el hombre en una década de profundos cambios sociales y tecnológicos. El automóvil, la radio, el teléfono, el avión y el cine transformaron para siempre las comunicaciones, fomentaron la masificación de las ciudades y sentaron las bases para lo que es hoy la revolución técnica global. Por otra parte, la masacre de la Primera Guerra mundial había hundido el barco del siglo XIX y con él todas las convicciones que lo habían sostenido a flote. La desconfianza hacia todo lo que hasta entonces se había dado por seguro se respiraba en el aire, tanto con respecto a la ciencia como al lenguaje, la literatura, la política y el arte.
De los cuatro, Ernst Cassirer, autor de Filosofía de las formas simbólicas (1923) y colaborador de Aby Warburg, fue el único demócrata convencido y el único defensor de la inestable República de Weimar, quizá porque era el kantiano más convencional. Eilenberger abre su pesquisa recordando la célebre disputa que en 1929 sostuvieron en Davos Cassirer y Heidegger, que había sido recientemente coronado nuevo rey de la filosofía gracias la publicación de Ser y tiempo (1927). En Davos, los jóvenes estudiantes --entre ellos Emmanuel Lévinas-- asistieron divertidos y fascinados a la derrota que Heidegger, exhibiendo con habilidad sus nuevas teorías acerca del ser, la muerte y la temporalidad, había infligido a un Cassirer anquilosado en una visión todavía ilustrada de la filosofía y de la educación.
Wittgenstein / FARRUQO.
Por su parte, Wittgenstein, también en 1929, culminaba años de dispersión y excentricidad, presentando su Tractatus logico-philosophicus (1922) como tesis doctoral en Cambridge, a instancias de sus protectores Bertrand Russell y G.E. Moore, a quienes sin embargo Wittgenstein, durante la discusión del examen oral, no tuvo empacho en soltarles: “No se preocupen, sé que jamás lo entenderán”. Antes, Wittgenstein había participado en la primera Guerra Mundial, había renunciado a la herencia que le correspondía como uno de los hermanos pequeños de su acaudalada familia vienesa y había trabajado como maestro de escuela en un pueblo austríaco, del que había tenido que huir después de haberle dado un par de bofetadas a un niño de once años que perdió el conocimiento y que tres años después murió de leucemia.
En 1929, Walter Benjamin estaba ya en la encrucijada que le llevaría al callejón sin salida de Port Bou. Se había cruzado algunas veces con Heidegger, al que detestaba. Sus intentos de ingresar en la universidad o de tener una trabajo fijo y remunerado habían ido fracasando, malviviendo aquí y allá, mientras engordaba su obra inclasificable, mezcla de filosofía, teología y crítica literaria. Todas sus investigaciones participaban de las polémicas de su tiempo, pero nadie parecía tenerle en cuenta. Poco a poco se le fueron cerrando todas las puertas.
Era bastante reticente a la idea de mudarse a Estados Unidos y aprender inglés, lo mismo que a la propuesta que le hizo Scholem de instalarse en Palestina y estudiar hebreo. Vivía, como dijo Hannah Arendt, bajo el signo de la adversidad. La inteligencia de Benjamin trabajaba de un modo opuesto a la de Heidegger. Judío y cosmopolita, Benjamin se instaló en su tiempo y concretó el origen del mundo contemporáneo en el París de Baudelaire, la ciudad que creó los primeros pasajes comerciales y sacralizó la mercancía. Heidegger, en cambio, se retiraba a su cabaña de Todtnauberg para intentar describir el ser que hemos olvidado por culpa de la deificación de la técnica. Como dice Giorgio Agamben, uno y otro son complementarios y se corrigen mutuamente.
Tiempo de magos sirve, entre otras muchas cosas, para hacerse una idea cabal de hasta qué punto el pensamiento europeo depende todavía de la obra de estos filósofos. Wittgenstein y Heidegger, sobre todo, volaron el techo de la metafísica occidental dejando que los pedazos siguieran flotando a nuestro alrededor sin que haya sido posible construir un nuevo cobijo. Los seguidores de uno y otro han instituido corrientes dogmáticas y a menudo enfrentadas que no han solucionado nada y que sólo han servido para manejar poder universitario.
En este sentido, Eilenberger cuenta una anécdota muy elocuente. En el verano de 1927, Wittgenstein fue invitado a participar en las reuniones del Círculo de Viena, un grupo de filósofos empíricos dirigido por Moritz Schlick, pronto muy influyentes. Wittgenstein rechazó desde el principio el papel de maestro que se le arrogaba y se dedicó a sabotear las discusiones, dejando claro que él no tenía ningún método. En una de las sesiones, se habló de Heidegger y Wittgenstein dijo de pronto: “Puedo imaginarme lo que Heidegger quiere decir con los términos ser y angustia. El hombre se siente impulsado a arremeter contra los límites del lenguaje. Piensen ustedes, por ejemplo, en el asombro de que algo exista. El asombro no puede expresarse en forma de pregunta, y tampoco hay una respuesta. Todo lo que podemos decir será a priori puro sinsentido. Y, sin embargo, arremetemos contra los límites del lenguaje”.
Eilenberger comenta al respecto: “¡Defender a Heidegger! ¡Eso era ir demasiado lejos! Los grotescos malentendidos que caracterizaban a los encuentros de los lunes en Viena ofrecían la ocasión para reconocer la relación del maestro Wittgenstein con sus valentones discípulos positivistas como lo que indudablemente era: uno de los más raros y no menos humorísticos equívocos de la historia de la filosofía. Pero en lugar de buscar una reconciliación en el espíritu de la manifiesta comicidad de la situación, esta comedia se ha reestrenado desde entonces casi a diario, pero del modo más infame, en los seminarios y facultades de filosofía del mundo, en los cuales suelen oponerse dos tribus (la denominada filosofía analítica y la de la denominada filosofía continental) que, identificadas por sus pinturas de guerra, se dedican a hacerse acusaciones recíprocas sin haber entendido ni la mitad de lo que significa propiamente pensar”.
Eilenberger denuncia así la burocracia con que se ha anestesiado el pensamiento occidental, invitándonos a volver a la obra de estos filósofos obviando los dogmas que han generado sus presuntos descendientes y recordando que fueron “buscadores y creadores en un espacio abierto sin fundamento último ni cubierta protectora”.