Escritor, ensayista y editor. Andrés Trapiello es, seguramente, el autor de uno de los ensayos más decisivos de la historia de la literatura española: Las armas y las letras. Y autor de uno de los proyectos narrativos más osados y complejos de la literatura actual: El salón de los pasos perdidos. Ahora publica El Rastro, un libro donde la historia colectiva y personal se entremezclan, un libro acerca del coleccionismo, la memoria y los olvidos, de libros y de autores, pero, sobre todo, un libro acerca de un yo –Trapiello– que se ensaya a sí mismo a lo largo de décadas, durante sus habituales paseos por el Rastro.
–Hay algo de autobiográfico en su 'Rastro', un intento de ordenar su experiencia en él, una experiencia que tiene mucho de educación sentimental.
–Lo que hacemos todos, más que desembalar, es ordenar, si bien es una tarea inútil, porque el orden no es más que el cambio de desorden. Tú para ordenar, necesitas desordenar otras cosas. Yo me paso la vida cambiando el desorden de sitio. Cuanto encontramos algo en el Rastro, lo ordenamos con un orden diferente, conscientes de que quien llegue después de nosotros lo desordenará también a su gusto.
Esta es la dinámica de la propia vida humana, una dinámica que no solo es aplicable al mundo de los libros, sino en otros órdenes de la vida y para todo tipo de relaciones, familiares, sociales, de amistad. Hay que tener claro, eso sí, que el desorden hay que mantenerlo dentro de unos límites racionales, no podemos enloquecer intentando llenar el Arca de Noé o culminar una taxología perfecta, suelen ser tareas babélicas, descomunales, quijotescas que no llevan a ninguna parte; bueno, sí, a la locura.
–Esta dialéctica entre orden y desorden acerca su libro del 'Rastro' a sus diarios, que pueden leerse también como un ejercicio de ordenar el desorden vital.
–En parte sí. Hace muchísimos años, una amiga, Esperanza López Parada, escribió en un artículo dedicado a mis diarios que en ellos podía incluir todo lo que he hecho, las novelas, los ensayos, los artículos, los poemas. Ojalá fuera cierto, en gran medida es mi deseo. Por eso estimo tanto a Unamuno, él lo logró: sus cartas, sus artículos, sus ensayos… todo forma parte de una gran obra suya, con una personalidad reconocible en cualquiera de sus costados. La idea de los diarios como una única obra que reúna todas las demás tiene que ver, en gran medida, con el hecho de que no me ha gustado nunca hacer demasiados apartijos. Un gran desorden, como en cierto modo ocurre en la naturaleza. A primera vista, mirando las estrellas, no ve uno orden ninguno, parece que están tiradas a voleo en la bóveda celeste, y sin embargo eso funciona como un reloj.
–¿El ensayo como una forma, entre otras, de ensayarse a sí mismo?
–Procura uno pasar de una manera sesgada por lo que escribe. El yo es odioso, decía Pascal. Otros en cambio, como Montaigne, maestro del género, logran que del ensayo no estén excluidas ni las confesiones íntimas, ni las ocurrencias y ni siquiera las reiteraciones o las contradicciones. Tiene ese don. Uno hace lo que puede, pero casi siempre acabamos imitando los defectos de nuestros maestros. Decía Benavente una cosa graciosa y exacta: bienvenidos nuestros discípulos, pues ellos heredarán nuestros defectos. En este sentido, volviendo a tu pregunta anterior, ¿podría El Rastro formar parte de mis diarios? Supongo. El Rastro es una parte importante de mi vida, y en los diarios son frecuentes los pasajes dedicados a él, reflexiones sobre las cosas viejas, sobre las gentes que se van…
–¿Podríamos definir el Rastro como el lugar donde el pasado se hace presente?
–Más bien diría que, en términos generales, el Rastro te brinda la posibilidad de conocer algo que está a punto de extinguirse. Hay una escena memorable en Roma de Fellini. Es ficción, pero refleja bien lo que es la ciudad de Roma y lo que sucede en el Rastro: en unas excavaciones arqueológicas aparecen unos frescos romanos que desaparecen en contacto con el aire que entra de pronto. Duran apenas nada, un soplo. Al Rastro le sucede algo parecido: en el momento en que se muestra desaparece delante de tu mirada a un tiempo maravillada y desolada. Por esto ha de irse allí con una mirada atenta, una mirada de poeta, se escriban o no versos. El poeta es aquel que mira con atención y con cierta calma. Pero en el Rastro no es fácil mirar con sosiego, porque allí todo va muy rápido. Ese es el busilis. La dificultad de escribir sobre el Rastro procede de ese carácter también.
–Esa mirada poética recuerda la mirada simbolista de Baudelaire y, en parte, también la mirada surrealista de Bretón
–A los surrealistas les llama la atención lo chocante, lo grotesco, lo bizarro, y, en este sentido y a mi modo de ver, pueden pecar de superficiales. Se quedan un poco engolosinados con lo llamativo, con lo chusco, con lo terrible o con lo inesperado. El fotógrafo Atget, al que los surrealistas veneraban, fue, sin embargo, un verdadero poeta, en gran medida gracias a que la fotografía impone un silencio que los surrealistas, que son bastante verbosos, rechazan. Atget lograba detener el momento con un envoltorio silencioso, misterioso, algo que también consigue hacer de forma espléndida el pintor José Gutiérrez Solana en sus cuadros e, incluso, en sus descripciones literarias.
A mí me gustaría detener todo ese fragor que es el Rastro, donde todo pasa muy deprisa, me gustaría detener el tiempo, sin destruir la capa de polvo que se posa sobre esas cosas. El polvo del Rastro es silencio, es la manera de cristalizar que tiene el silencio y hacerse visible. Lo que se nos propone en las vanitas, el Sic transit gloria mundi famoso, es detener la vida para poder observarla y reflexionar sobre ella con calma, sobre su brevedad.
–En un momento del libro se pregunta qué valor tienen los libros del Rastro, las cosas ahí rescatadas.
–Para mí la pregunta primordial del libro es: ¿qué buscamos en las cosas viejas que no nos dan las nuevas? ¿Qué es lo que tiene de más una cosa vieja que no tiene una nueva? Pensemos en esta pluma: la he comprado hace unos tres días en una tienda. Sería una pluma totalmente diferente si hubiera sido una pluma con más historia, si hubiera pertenecido a mi padre o a otra persona importante para mí, si hubiera sido la pluma con la que se hubiera firmado el Tratado de Versalles o con la que se hubiera escrito un manuscrito memorable…
Es decir, una pluma con un pasado, con una historia, se llena de una significación que en cuanto a objeto no tiene. No siempre es fácil desentrañar la historia de los objetos. Un día me regalaron una estilográfica de Gómez de la Serna; me hizo mucha ilusión, pero podría ser la pluma de Confucio o de Gómez de la Serna. ¿Cómo demostrarlo? Las cosas tienen una historia, pero, al mismo tiempo, tienen que ser elocuentes, tienen que poder demostrarla. Los que buscamos cosas viejas en el Rastro damos la palabra a cosas, libros u objetos que o no la tuvieron nunca o la perdieron por el camino.
–Y además de dar voz a cosas, libros y objetos, también se da voz a escritores, artistas, nombres propios que la perdieron con el paso del tiempo.
–Chaves Nogales perdió su voz de la misma manera que la perdieron muchos otros autores. También Gómez de la Serna, durante unos años. En el Rastro, sin embargo, rescatando sus libros y sus recuerdos, consigues que recobren esa voz, apenas audible.
–En este ejercicio de dar la palabra a autores que la perdieron usted cuestiona el canon.
–Cuestionar el canon es una tarea que llevan a cabo todas las generaciones. Tú propones un canon deshaciendo el anterior (lo del orden que hablábamos antes: todo canon es ordenar desordenando), pero vendrán los de la generación siguiente y desharán ese y propondrán otro, porque el anterior no les sirve de nada. Hay generaciones cuyo tino es mejor que el de otras. Por ejemplo, el tino estético del simbolismo español o de la Generación del 98 es, en mi opinión, literariamente más acertado y más agudo que el del 27, que se perdió en caminos un tanto banales. Hay gente que está más cerca de la verdad y de la belleza que otros.
A mí me parece que Cervantes está un poquito más cerca de la verdad de la vida que Torres Villarroel, por poner un ejemplo. La gente confunde truculencia con verdad, pero ya lo decía un refrán clásico: a mal Cristo, mucha sangre. Esta es mi opinión; luego puede venir otra generación y decir algo completamente opuesto. Pasó con la Generación del 27, llegó y dijo que el gran poeta no era Manrique o San Juan de la Cruz, sino Góngora. Pasa el tiempo y de Góngora se quedan unos romances, unos versos, unos sonetos. Suficientes. Tampoco tiene uno por qué cargar con todo. No hay que ser fundamentalista de nada.
–Es el valor estético lo que determina la incursión una obra en el canon.
–Yo no hablaría de belleza, sino de vida. La belleza es una categoría que va variando con los siglos. Nosotros advertimos que el canon de belleza que tenían los barrocos no tiene nada que ver con el nuestro. Cada época va buscando sus cánones y nosotros tenemos uno, pero el canon fundamental, a mi modo de ver, es aquel que nos acerca lo más posible a la vida, es aquel que, al margen de los valores estéticos, está compuesto por obras que siguen vivas. Primero ética y luego estética. Esa es la idea.
Juan Ramón Jiménez era un hombre que tendía a la sencillez y para quien lo barroco era lo artificial, pero era consciente de que, a veces, una persona es barroca por naturaleza y, por tanto, el barroquismo en él no es cultural, sino naturaleza, lo natural en él es ser barroco. Para unos cuantos, entre los cuales me incluyo, el canon principal es aquel que nos acerca lo más posible a la naturaleza y nos aleja de la cultura. Claro que, a veces, el viaje hacia la naturaleza, y hacia la naturalidad, solo es posible mediante la cultura. El ideal para mí al menos reside en la naturalidad en el hablar, en el escribir y en el vivir, en el relacionarse con unos y con otros. La sociedad se regula, sin embargo, por leyes un poco engorrosas y, por lo general, la gente está más cómoda en su casa sin tantas leyes. Los solitarios y misántropos son en el fondo anarquistas de orden y pacíficos.
Edición de Juan Ramón Jiménez de Trapiello / YOLANDA CARDO.
–Ya lo decía Rousseau en su teoría del pacto social.
–No sé si eso lo decía Rousseau. Si es así, me alegro.
–Afirma que Juan Manuel Bonet y usted buscaban a través de los libros que encontraba en el Rastro una España que no encontraban
–Más que buscar una España que no encontrábamos lo que sucedía es que la España que teníamos nos gustaba poco, y la que buscábamos tampoco estaba muy a la vista.
–¿Por qué?
–Primero porque desconfiábamos: parafraseando a Kipling, nuestros padres mintieron. Nosotros llegamos a la literatura y al arte teniendo como padres a la generación de los novísimos y a la generación de los 50, que nos presentaban una realidad que política y culturalmente nos era bastante ajena. Los modelos de los novísimos tampoco nos gustaban mucho. Es lo que hace cada generación. Optamos por abandonar a nuestros padres e irnos con nuestros abuelos. Tuvimos suerte, la verdad, y salimos ganando. Entre Benet y Baroja… ya me dirá. Yo, desde luego, tuve mucha suerte: me libré incluso de ir a casa de Vicente Aleixandre, pobre.
–A Gil de Biedma lo llama “libertino pasteurizado”.
–Es un poeta estimable, pero ni él ni la mayor parte de sus compañeros de generación me aportaron gran cosa, con excepción de Claudio Rodríguez. Me gusta e interesa más un poeta como Fernando Fortún o Alonso Quesada que todo Valente. Puedo equivocarme, naturalmente, pero como yo no vivía para hacer la posteridad, lo que necesitaba era encontrar aquellos ejemplos que me ayudaran a dignificar mi vida y encontrar mi propio camino. Le debo más a JRJ., Quesada, Machado o Galdós, que a cualquiera de los citados. ¿Por qué entonces iba a hablar más de estos que de aquellos? ¿Por qué estos estaban vivos y mandaban en el cotarro, y los otros muertos y a veces olvidados?
–La generación de los 50, pienso en Gil de Biedma y en su interés por T. S. Eliot, encontró en más de una ocasión a sus padres culturales fuera de la tradición literaria española.
–A mí siempre me ha parecido una paradoja que estos autores españoles miraran a lo inglés sin tener en cuenta que lo inglés solo mira para el inglés. Es decir, me sorprende que estos autores no obraran igual que sus maestros. Eliot, como tiene que ser, aparte de la poesía simbolista francesa, se ocupa principalmente en los poetas de su lengua. Cuando yo leía sus libros de crítica, excelentes, por lo demás, veía que hablaba casi exclusivamente de modelos anglosajones.
Un escritor ha de dar primordial importancia a la lengua en la que escribe y así han obrado los más grandes. Ya sé que Petrarca influye en Garcilaso, pero todo eso pasa por el tamiz de lo local, y Baudelaire se fija en Poe, y Eliot en Laforgue y en los poetas simbolistas, Leopardi se fija en los latinos y, aquí, Juan Ramón Jiménez en los simbolistas franceses o en Emily Dickinson. Pero todos ellos convierten esos poetas extranjeros en poetas de su tradición local. Emily Dickinson lee a Keats. ¿A quién iba a leer si no, a Góngora? Y eso que tiene un verso casi idéntico a Góngora (“el zurrón de la castaña”). Eloy Sánchez Rosillo considera literatura española la Ilíada, puesto que en español la lee él. Y así es. La lengua en la que hablamos y escribimos es también una lengua universal. Debe serlo.
–Usted y Bonet buscaban rescatar los autores olvidados de la periferia: desde el Grupo Cántico hasta Cunqueiro y Gil-Albert.
–Cunqueiro es estudiado en Galicia, pero no en el resto de España y seguramente pase lo mismo con Gil-Albert. Cunqueiro, Gil-Albert, Cunqueiro, Risco, Pla, Néstor Luján o Perucho son autores que se quedaron fuera del canon durante décadas. A mí me gusta infinitamente más Cunqueiro que todos los prosistas de generación en el exilio, con excepción de Chacel. Al final de lo que se trata es de leer autor por autor y libro por libro desde la máxima libertad. Si de pronto Ángel María Pascual, que era un falangista, tiene un libro precioso hay que reconocérselo y hay que incorporarlo al canon.
Si tenemos la suerte de tener un poeta tan grande y tan poco reconocido como Fernando Fortún, con una obra mínima pero muy destacable, hay que rescatarle. Lo que no puede ser es que, como ocurrió durante décadas, en la poesía española sólo parecía existir, de fuera, Alberti, y de dentro, Aleixandre. Tenemos la obligación de escoger del pasado lo mejor y dar lo mejor a los que vienen después para que aprendan, y evitarles la pérdida de tiempo.
–A raíz de lo que comenta pienso en Céline, al que nadie duda en reconocer su grandeza a pesar de su apoyo al nazismo.
–Yo dudo de su grandeza, como de la de Proust, pero sí, en Francia, son dioses.
El busto de Galdós, junto a los libros de poesía, preside el gabinete de trabajo de Trapiello / YOLANDA CARDO.
–Lo que quiero decir es que, al menos que yo recuerde, nunca ha sido un problema reivindicar una obra 'Viaje al fin de la noche'
–Sí, pero aquí y con un autor español, te cortan la cabeza. Aquí los escritores de derechas contaminan. Cuando edité por primera vez a Sánchez Mazas y a Ruano, muchos libreros nos devolvían indignados los libros en paquetes sin deshacer. Como si quisiéramos estafarles. Y ten en cuenta que en esa misma colección donde yo publicaba a Ruano o Sánchez Mazas estaban también Ramón Gaya, que era republicano, don Alberto Jiménez Frau, que había sido el director de la Residencia de Estudiantes, o Carmen Martín Gaite. Yo no he publicado ningún libro político, no he publicado ni una sola línea política de ningún falangista, sólo he publicado su obra literaria. Sin embargo, ese pecado de publicar textos literarios de determinados autores de derechas solían querer hacértelo pagar. Bueno, pero era divertido publicarles, viendo lo que irritaba a algunos. Batallitas.
–Ya que no le gusta Céline podríamos hablar de D’Annunzio.
–Tampoco es un autor que me entusiasme, de lo que recuerdo de las lecturas de hace cuarenta años. Me gustaba mucho Pirandello. Y, por lo que se refiere a Francia, quizá Proust, claro que cada vez me gusta un poco menos. Esas cosas pasan.
–¿Cuántas veces han comparado el proyecto de sus diarios con Proust?
–Sí, ha habido personas que han comparado las dos obras. Por comparar que no quede. Yo creo que los diarios no tienen nada que ver, ni para bien ni para mal, con Proust. A mí modo de ver, el proyecto de El salón de los pasos perdidos es más sencillo y, al mismo tiempo, más desportillado. Proust, que acaba a su gusto solamente el primero y el último tomo, de ahí que los demás sean un poco un pequeño desastre, tiene un propósito sinfónico del que yo carezco. Proust tiene un tempo lento y ligado, lo del Salón es más sincopado. Proust es Sèvres y uno no pasa de Talavera. Desde un punto de vista literario el Salón es bastante más modesto. Lo de uno es más música de cámara, sin rehuir la castañuela, el pito y su correspondiente pitorreo, y a veces también, sí, la suave melodía del “a quien conmigo va”.
–Y ¿qué influencia ha tenido Gómez de la Serna, autor también de una gran obra diarística?
–Diarios propiamente sólo escribió unas cuartillas, pero es otro de esos autores cuya extensísima obra podía formar parte de un único volumen. Azúa dijo de él una maldad divertida: “nunca he terminado una greguería de Gómez de la Serna porque me aburro a la mitad”. Comprendo qué quiere decir. Hay algo en Ramón mecánico, de manivela, como una máquina que todo lo traduce a greguería. Yo he tenido una admiración sin límites por su obra, claro que le pasa a uno como a los garampeiros, has de mover a veces una montaña para encontrar una esmeralda. Eso sí, la esmeralda es de una pureza extraordinaria. Pero a menudo Gómez de la Serna se convierte en un manual para leer a Gómez de la Serna, como el ajedrez solo te sirve para jugar al ajedrez. Su Rastro es un libro a veces deslumbrante, pero no narra el Rastro, es un libro que trata sobre todo de Gómez de la Serna.
Ni siquiera le interesa ese viejo sillón de barbero o la cornucopia, de los que dice cosas estupendas: le parece una maravilla sobre todo que fuese él quien descubriera su carga poética. He leído y releído mucho a Ramón y con él nunca sabes dónde va a saltar la liebre: tienes que leerte páginas y páginas para, de pronto, darte cuenta del enorme talento que tiene, de lo original que es. Ahora hace tiempo que no lo releo, ahora releo a Azorín y a Baroja. Siempre digo que el gran escritor de partida es Baroja y el gran escritor de llegada es Azorín. Baroja es de juventud, Azorín de vejez. Y el escritor que siempre ha estado a mi lado, desde muchacho (me dio clases de literatura un fraile carlista que lo conoció y habló con él en San Esteban de Salamanca, y lo admiraba mucho, aunque estaba sólo empeñado en demostrarnos que “había muerto en el seno de la Iglesia”) y que siempre está, es Unamuno.
–Usted siempre ha reivindicado a Baroja, autor que muchos han amado, pero también odiado por ser 'El árbol de la ciencia' lectura obligatoria en secundaria.
–Baroja es simpático, cae simpático, resulta simpático, tan cascarrabias, tan iconoclasta, tan divertido. Es un señor del que me hubiera gustado ser amigo, quedarme en un rincón del salón de su casa, y escucharle. Me divierte todo, ese disgusto suyo permanente me encanta, porque sé que muchas veces es fingido, como la seriedad de Buster Keaton. Toda esa generación es excepcional, y Unamuno ya son palabras mayores. De él me gusta todo también: la prosa, los artículos, las novelas, las conferencias… Es un milagro y un ejemplo de independencia. Alguien del que puede decirse que llevó a término siempre el kantiano sapere aude. Nunca le tuvo miedo a nada, ni a Millán Astray ni a una rima difícil, aunque entiendo que sus contemporáneos se pusieran un poco nerviosos con él, pero los mejores, Machado y Juan Ramón, sabían clarísimamente quién era Unamuno y lo ponían siempre por encima de cualquier otro. Era un faro. Su luz te trae siempre a tierra firme. Es de esos que hacen buenas las cosas sólo por mirarlas.
–¿Qué me dice de Eugeni d’Ors?
–Yo edité en la Veleta su Novísimo Glosario. Un apestado. Cuando Vallcorba pidió una ayuda para editar su Glosari en catalán, Solana, entonces ministro de Cultura, dijo: “Para d’Ors ni un duro”, y eso en un momento en que se subvencionada todo. Y de los nacionalistas catalanes ni hablamos: no querían tampoco verlo ni en pintura, como a Pla. D’Ors es una especie de Gómez de la Serna pasado por Monserrat para acabar en Montparnase o, si se prefiere, Píndaro relleno de crema de la confitería de J.V. Foix. Es un hombre atentísimo y curioso, tiene un punto un tanto banal y mundano y no le llega a Ortega, que tiene un recorrido mayor, pero es alguien. Vaya que sí. Sus glosarios me parecen a menudo admirables (otras no tanto), un pozo sin fondo, y desde luego debiera estar en el canon de una nación culta. Si los nacionalistas catalanes lo hubieran leído, se les habría ido esa tontería suya hace ya mucho.
–Un día alguien me dijo que el problema que tuvo d’Ors es que se fue de Cataluña porque estaba Maragall y al llegar a Madrid se encontró con Ortega.
–Sí y no. Las razones de su venida a Madrid son esas y mil más. Pero principalmente esta: comprendió que si se quedaba en Barcelona, formaría parte de una cultura, la catalanista, pueblerina y provinciana, como la que hoy domina la Generalidad, con toda esa mugre de Monserrat y el presidente Torra haciendo dos días de ayuno allí, rodeado de clérigos carlistas y obispos que se diferencian poco de ayatolás y mulás. D’Ors huyó de eso. Y no se equivocó. Claro que cayó luego en el folclore falangista, que también se las trajo…
–En un momento dado, habla de los mandarines…
–Bueno, los mandarines siempre mandan y siempre intentan amargarte la vida, pero no hay que darles mayor importancia. Mira, si estás conforme con el lugar al que has llegado no debería uno quejarse de aquello que te ha traído hasta allí. Es decir, si estás conforme con lo que eres, ¿para qué victimarse? Decía Nietzsche: “No hemos venido a ser felices, sino a cumplir con nuestro deber”. Si se ha cumplido, si hemos podido cumplir con ese deber, sería absurdo quejarse de nada. Al contrario, deberíamos agradecerle a la vida haber sido tan generosa con nosotros, permitiéndonos cumplirlo. ¿Para qué reprochar a nadie su incomprensión, si pese a ella estamos donde queríamos estar? No reproches nunca al pasado que te ha traído al presente con el que estás conforme, de lo contrario, vivirías, viviríamos, permanentemente agraviados. Y vivir agraviados significa no vivir el presente.
–Se ha hablado en más de una ocasión de los mandarines a un cierto grupo de escritores de la Transición, sobre todo vinculados a 'El País'.
–Alguna gente quiere mandar, figurar, influir. Es verdad. Es legítimo y a veces necesario: gracias a la voluntad de los viejos institucionalistas, España cambió. Más lentamente de lo que hubiera sido necesario, pero cambió. Lo importante son las razones por las que unos y otros quieren mandar. Hay quien quiere hacerlo para tener más poder, más riquezas, más brillos. Otros, para transformar y mejorar la sociedad, a las personas, las cosas, las relaciones de unos y otros. Poner el acento en las cosas importantes, educar a los niños desde pequeños en valores fundamentales, enseñarles a leer a los mejores y enseñarles buenos modelos, llevarles al campo, enseñarles a vivir en la naturaleza, a permanecer en silencio oyendo los pájaros, leyendo un buen libro, compartiendo lo mejor.
Por supuesto que me gustaría que la gente leyera El Quijote, y por eso lo traduje, y que no perdiera el tiempo con libros absurdos. Me enorgullezco de haber contribuido a la recuperación de Chaves Nogales, por supuesto, y prefiero que la gente lea a Chaves Nogales que a otros, o por lo menos que otros no le impidan leer a Chaves, y me encanta que la gente se acerque a Ramón Gaya, sin prejuicios, porque le servirá de mucho más que la inmensa mayoría de las cosas que pueda leer en periódicos, revistas o catálogos de moda hoy. Porque él pone el acento en las cosas importantes. Para eso estaría bien tener poder, pero lo normal es que si quieres el poder para difundir lo mejor, no lo tengas nunca. Así está hecho el mundo. Si no es uno Napoleón, las cosas las vamos cambiando de a poquito. Y quizás no pueda ser de otro modo, las raíces crecen más lentamente que las hojas.