Hay turbulencias que ni un piloto de la RAF puede saltarse. Aquellos aviadores que en la Segunda Guerra Mundial atravesaban los cielos de Francia o Bélgica para bombardear la Alemania de Hitler, ¿qué se hicieron? ¿Qué, aquellos marinos que aparejaron la flota que desembarcó en Normandía? Hoy asistimos a una tormenta sobre el Canal de la Mancha y una niebla se cierne sobre ambas orillas, pero particularmente sobre la insular, tanto que es aplicable modificar aquel titular de prensa famoso que ilustraba el aislacionismo británico, el cual paradójicamente piensa que, si hay corte, el que queda incomunicado es el otro: “Niebla en el Canal. El Continente, aislado”.
Ahora, si nada lo remedia, podría glosarse como: “Niebla en Westminster. Gran Bretaña aislada”. No importa que el tamaño de Europa permita decir que ancha es Castilla, los británicos, y en particular los ingleses, dirán yo a lo mío y salga el sol por Antequera. Aunque se quiera razonar con ellos, lo más probable es que se vayan por los cerros de Úbeda.
Sello conmemorativo de san Columba.
Fernando Villalón bromeaba diciendo que el mundo se divide en dos partes: Sevilla y Cádiz. Los británicos juzgan que el mundo se divide en las Islas Británicas y el resto de tierras en amalgama extraña que, cuando no se ha convertido en objeto de rapiñas o comercio impuesto en condiciones leoninas, cae en la categoría de lo salvaje, lo inhóspito, de lo solo codiciable si el clima es plácido y hace olvidar los nubarrones que se ciernen sobre el archipiélago de lluvia y bad weather en el que los brillos de sol son casi sortilegios: sunny spells.
El Brexit y sus motivos
Unos nubarrones que en la actualidad son también metafóricos y relativos al qué sucederá con el Brexit. Theresa May y su país están en un atolladero y atraviesan jornadas decisivas. Podríamos hablar de un largo y tortuoso camino (título de canción de The Beatles). También de un Mayday en toda regla: es esta expresión, no del Día de May (doña Theresa), sino de solicitud de ayuda. Como tantas otras cosas, proviene de fuera: en este caso, del francés m’aider, “ayúdenme”. Pero los británicos no piden auxilio. La mayoría de ellos ha dicho: “Dejadme solo”, que es lo que uno suele decir al entrar en pelea, justo antes de que le partan la cara.
El Reino Unido decidió mayoritariamente abandonar la Unión Europea. Y en eso está. Uno de los argumentos aducidos era, y es, la afluencia de ciudadanos de otros países de la Unión, la migración y los problemas ligados a ésta. Sucede sin embargo que el problema demográfico y cultural y de comportamiento ya lo tenían los británicos en casa antes de la libre circulación europea, en su mayor parte procedente de sus excolonias y dominios, y hasta del mismo cogollo con los hooligans paliduchos. El Brexit no va a cambiar nada de esto.
Mapa de Inglaterra e Irlanda (1665).
El británico que no quiere ahora poner en peligro su idiosincrasia (el peligro, si lo hay, procede de que los súbditos de Su Graciosa Majestad han estado siglos fuera, fundando compañías de las Indias, alentando corsarios, imponiendo virreyes, y eso tiene un precio), ese británico, decía, quizá deba mirar a su propio pasado y examinar de dónde viene, que es una forma de ver quién es. El próximo 19 de febrero finaliza en la British Library una excelente exposición --Anglo-Saxon Kingdoms: Art, Word, War-- sobre los antiguos reinos anglosajones y sus vínculos con el arte, la palabra y la guerra. En las salas oscuras, mucha luz sobre la historia del pueblo inglés, el anglo. Que no estuvo desde siempre en el solar que ocupa y cuya llegada está fijada en el siglo V de nuestra era.
Un poco de historia
No sabemos mucho de las poblaciones que ocupaban el occidente europeo antes de las primeras migraciones brumosamente documentadas: las celtas. Sí, que cuando estos llegaron a la isla de Gran Bretaña o a Irlanda ya había habido otros pobladores. La formación megalítica de Stonehenge, por ejemplo, no es celta sino previa a esta civilización, por más que la fantasía la haya adornado con el perejil de los druidas (que sin duda tuvieron allí sus rituales, abandonado el lugar por quienes levantaron las piedras). La Historia regum Britanniae, de Godofredo de Monmouth y la Historia ecclesiastica gentis anglorum de Beda el Venerable (aquí expuesta en manuscrito) dan noticias, a veces poco fidedignas, sobre los inicios de la nación británica. Lo cierto es que llegaron los celtas, y luego los romanos, con huella particularmente notable en las termas de Bath o en la muralla de Adriano y sus fortificaciones norteñas.
De la época de la caída de Roma en la isla es precisamente el mito más señalado de Albión: el rey Arturo, que fue un caudillo britano que al descomponerse el poder imperial se enfrentó a los invasores de las tribus germánicas que empezaron a asolar el país. Curiosamente el Arturo histórico fue alguien que desde el bando céltico-romano luchó contra el invasor anglosajón. Luego vendrían las reelaboraciones medievales de Wace y Layamon (ambas obras se exhiben también en la exposición), hasta arribar a la maravillosa Le morte d’Arhur de sir Thomas Malory, dada a la estampa en 1485 por el maestro de impresores William Caxton.
Pero hay más. La exposición incluye el Libro de Exeter (c. 960-980), que contiene las bellísimas elegías anglosajonas, un conjunto de adivinanzas, los poemas de Cynewulf y varias vidas de santos; y un ejemplar del Domesday Book, documento censal o registro de la propiedad encuadernado que ordenó hacer Guillermo el Conquistador, primer monarca normando de Inglaterra tras la batalla de Hastings en 1066. Los anglosajones eran paganos, y el cristianismo llegó desde Irlanda. Providencial fue en ello san Columba, sabio poeta de Derry que fundó el monasterio de Iona, en Escocia, desde donde irradió la fe a toda la isla. Luego, el rey Oswald de Northumbria concedió en 635 la isla de Lindisfarne a Aidán, monje irlandés de Iona.
Uniones, fusiones, mezclas
La historia de los reinos anglosajones es, como la de la Humanidad, la de una serie de uniones, de fusiones, de mezclas: aunque no llegaron nunca al nivel de fragmentación de los vecinos irlandeses, los reinos anglosajones fueron un buen puñado, luego reducido a un grupo: los reinos de Wessex, Kent, Anglia Oriental, Northumbria (resultado de Deira y Bernicia), Mercia (que se convirtió en el más poderoso y que bajo el rey Offa alzó un dique para contener a los galeses, como Adriano hizo para contener a los escoceses y pictos).
A finales del siglo VIII comenzaron los ataques vikingos. En fechas posteriores hubo batallas, pagos de tributos y tratados con ellos, que fueron reemplazando a las monarquías anglosajonas. Ciudades como York tuvieron un importante peso escandinavo, y la figura de Alcuino (735-804) irradió también en el Continente. Mediante la paz obtenida con los escandinavos, el rey Alfredo de los sajones occidentales (siglo IX) consiguió un periodo de florecimiento cultural en su corte.
Ha habido, desde aquellos tiempos, varias dinastías en el Reino Unido. Pero no deja de tener su gracia que quienes proceden de diferentes migraciones, de distintas oleadas de invasores (celtas, romanos, anglosajones, escandinavos, normandos, más los muchos inmigrantes procedentes de las colonias) quieran empecinarse ahora en un sedentarismo irredento, cerrado a cal y canto, atrincherado. Choca esto en el país que no puede vivir sin el té importado de Ceilán e India, sin el sol meridional de playas exóticas, sin los mármoles Elgin que están en la primera planta del Museo Británico, casi debajo del tesoro de Sutton Hoo y que asombraron a Keats.
Edith Sitwell escribió en Excéntricos ingleses que sus compatriotas “son especialmente propensos a la excentricidad, y creo que esto se debe, en parte, a ese conocimiento peculiar y satisfactorio de su infalibilidad que es el sello distintivo y el derecho de nacimiento de la nación británica”. Jorge Ibargüengoitia, casado con una inglesa, jamás comprendió el impenetrable cricket, que según él es “como jugar al ajedrez en un tablero de damas chinas”.
La cultura inglesa, tan admirable, está hecha de retales foráneos. ¿Qué era Haendel sino un alemán? ¿Qué Eliot, sino un americano? ¿Qué George Harrison, sino un alucine místico hindú? El Brexit tiene mucho de urraca que, cuando ya no sabe qué rapiñar, se enclaustra en su nido para guardar su botín.