Al hacer parada en Lope Félix de Vega Carpio (1562-1635) parece inevitable toparse con la sentencia que le calzó en 1935 José Martínez Ruiz, Azorín, a quien, a menudo, le hervía un crítico por dentro. El autor de Los pueblos lo definió como un universo, como un océano que requiere “aguja de marear”. De ahí que ahora una biografía y una exposición en la Biblioteca Nacional vengan a tomarle nuevas medidas al dramaturgo, quien soporta aún un cargamento de tópicos: mujeriego y frívolo, en su juventud; hombre de orden y sacerdote, en su madurez; y siempre genial, equipado de un increíble talento natural para “escribir comedias en horas veinticuatro”.
Indudablemente, la vida de Lope es estrepitosa y tiene, más allá de los adornos de leyenda, el alto prestigio de su caligrafía. “Escribía porque le gustaba, pero también para sostener a su familia y para alimentar sus ambiciones. Le robaba horas al sueño para poder componer sus versos, pero también lo hacía mientras comía o se encontraba en la cama en medio de terribles dolores”, asegura Antonio Sánchez Jiménez, autor de Lope. El verso y la vida (Cátedra Biografías). “Los cinco pliegos al día que él afirmó haber escrito durante su vida son una hipérbole, pero la realidad de lo que compuso también parece increíble”, remata el catedrático de la Universidad de Neuchatel (Suiza).
Manuscrito del auto sacramental de Lope La isla del sol, de la Biblioteca Nacional de España.
El volumen exprime la existencia del autor de Fuenteovejuna con trote narrativo. Para tal fin, Sánchez Jiménez acude a la abundante documentación alrededor de Lope, quien dejó en su epistolario huellas suficientes de sus días. Desde su llegada al mundo empotrado en una familia humilde --su padre era bordador, oficio que explica su llegada a Madrid, donde se había instalado la Corte-- hasta su fallecimiento entre grandes exhibiciones de piedad, donde no faltó la oración diaria y la flagelación en los viernes. También se apoya en la reiterada afición del dramaturgo por hablar de sí mismo en sus obras, en un ejercicio entre el hedonismo y la exhibición sentimental.
En este sentido, Lope se caracterizó por generar durante toda su producción diversas imágenes sobre él mismo, en una especie de autorrecreación insistente y flexible, pues supo adoptar su perfil a las necesidades literarias y sociales a las que se enfrentaba. Posiblemente, en ese ejercicio --de raíz tan teatral-- esté el origen de los numerosos mitos sobre el escritor: el del poeta popular, el de cantor del pueblo castellano y español, o el del autor brillante capaz de improvisar lo que fuera necesario, pues pensaba en verso, como afirma en la dedicatoria de La historia de Tobías (1621): “Venían a mis versos / acomodados números / de propia voluntad, que no forzados, / hallándose la pluma / dicho cuanto quería”.
Aclamado por el público tanto en los salones de la Corte como en los corrales de comedia, el dramaturgo conoció la fama y la riqueza, si bien nunca pudo ver confirmada su aspiración de acceder al rango de la nobleza. Eso sí, el éxito le llegó pronto y, prácticamente, no conoció pausa: El caballero de Olmedo, El perro del hortelano, El castigo sin venganza… Midió talento con Calderón, con Góngora y con Cervantes, pero él siempre les aventajó gracias al aplauso de la gente y al dominio de los escenarios, tal como se descubre en la exposición armada por la Biblioteca Nacional (Lope y el teatro del Siglo de Oro, hasta el 17 de marzo) alrededor de sus cartas y manuscritos.
Una de las salas de la exposición Lope y el teatro del Siglo de Oro en la BNE.
“Es el primer escritor profesional de la Literatura española”, explica el autor de la biografía Lope. El verso y la vida, quien arriesga, incluso, al aventurarse por los rasgos psicológicos del dramaturgo. De este modo, se trató, en su opinión, de un hombre soñador, enamoradizo, vehemente, ambicioso, colérico, inseguro y melancólico. Algunas de estas características se moderaron con la edad (su rabia); otras, sin embargo, se agudizaron (su melancolía y su tendencia obsesiva). De cualquier forma, todas dan un indudable tono humano a un autor equipado de un incorregible talento que afiló gracias a una enorme capacidad de trabajo.
Por lo demás, el escritor aliñó su existencia con quince hijos, dos matrimonios e innumerables amantes, al parecer tantas que él llegaría a admitir en alguna ocasión que su mayor defecto era el amor. Así, sus años juveniles estuvieron marcados por una agitada vida sentimental que le deparó grandes placeres, pero también notables golpes en forma de cárceles, destierros y castigos. A modo de huella de época, su pasión por las mujeres convivió con un profundo sentimiento religioso que le condujo a ordenarse sacerdote en 1614, ya superados los 50 años y tras el fallecimiento de su segunda esposa, Juana Guardo.
Pese a su condición de triunfador, el autor de La dama boba fue en el fondo “un hombre inseguro, celoso en el amor y en su profesión, y alguien que no soportaba las críticas”, en opinión del profesor Antonio Sánchez Jiménez. “Tenía una doble personalidad, ya que por un lado era un seductor, una persona muy abierta y sociable, pero, por otro, gustaba de la soledad y de la introspección al poseer un carácter un tanto atormentado y melancólico, cercano al depresivo”, anota el autor de la biografía Lope. El verso y la vida, quien lo descubre frágil y contradictorio. En definitiva, profundamente humano.