El nuevo libro de Kadaré, Las mañanas del café Rostand, es desigual, una reunión de textos autobiográficos de diverso interés y circunstancias sobre diferentes aspectos de su vida en París; sobre las escritoras emigradas de su país; sobre determinados versos del cancionero tradicional albanés; sobre la huella mental y cultural que dejó en el país su multisecular sometimiento a la Sublime Puerta; sobre polémicas de la vida literaria en Tirana, etc.
Supongo que estos temas difícilmente le parecerán al lector de vital interés. Ahora bien, hay también en el libro un relato, titulado El barón Groult, que es una joya emocionante.
Dentro de la obra de algunos literatos grandes hay a veces textos como éste, centrados en un personaje de perfiles afilados, no falto de cierta comicidad, que se hacen inolvidables por su propia extravagancia o por la firmeza del trazo con que los han dibujado.
Por ejemplo, si ahora me obligasen a releer algo de Henry Miller, elegiría las 20 o 30 páginas de su cuento Max, el judío de París. Y si tuviera que releer a Lawrence Durrell, elegiría los cuentos hilarantes de Antrobus. Etc.
Hay varias novelas excelentes de Kadaré, y este personaje del barón Bordeaux-Groult no desmerece de ellas. Es un aristócrata e historiador, octogenario, científico, influyente en la alta sociedad parisiense, y un europeísta convencido al que todos llamaban “el barón”, que, sin haber jamás puesto los pies en Albania, estaba positivamente obsesionado con ese país, que en su opinión merecía más respeto del que se le solía tributar. Entre otros motivos, porque estaba convencido de que sin calma en Albania no puede haber paz en los Balcanes, y si no hay paz en los Balcanes no la hay en Europa.
Por esa querencia o manía albanesa, Kadaré le tenía un afecto especial, y “aunque me diga que hay que ir a Senegal, o a tierra de esquimales, porque allá se celebra una importante asamblea sobre los Balcanes, difícil será contradecirle”.
Por eso, cuando el barón le propone acompañarle a Roma un par de días para hablar con dos influyentes cardenales sobre los Balcanes en general y sobre Albania en particular, el autor postergó sus demás obligaciones en beneficio de este viaje patriótico.
De la visita al primer cardenal salieron los dos muy satisfechos, pero para Bordeaux-Groult fue una cierta decepción la cena en un restaurante de la Vía Veneto. Y lo más grave era que al día siguiente, tras la visita la segundo cardenal, tenían por delante aún otra cena.
A la mañana siguiente, para estupor de Kadaré, pasaron un buen rato faxeando y telefoneando a la secretaria del anciano barón en París y a la Academia de Gastronomía francesa, que supo manifestar por boca de su director su consternación por tan fastidiosa adversidad. Al rato les llegaba una lista de varios restaurantes romanos recomendados por la Academia, donde podrían cenar con toda confianza.
El viaje acabó muy bien, los cardenales fueron muy atentos y el barón quedó encantado; Kadaré se ríe un poco de él y al mismo tiempo muestra su admiración por “este viejo cosmopolita de estilo londinense, en pleno corazón de París, que con más de 80 años se enamoró de un país tan desconocido como de mala fama, el cual, salvo preocupaciones, poco podía ofrecer. Y transformó este amor en la última pasión de su vida, proclamándolo a los cuatro vientos en revistas, foros e inolvidables cenas”. Que existan hombres así le parece al escritor albanés un milagro. Y acaba su retrato de una forma un tanto extraña pero evocadora, dando las señas particulares del barón: “Pierre Bordeaux-Groult, 118, rue du Bac, 75007 París.”
Un relato espléndido y muy divertido.
Ahora bien, después de leerlo he sentido curiosidad por saber si el barón existió de verdad o se lo había inventado Kadaré con esa gran imaginación suya. Existió de verdad. Nació en 1916, durante la primera Guerra Mundial, y murió en 2017. Estudió economía y ciencias políticas en París y Oxford y se dedicó a los negocios familiares, en el sector agroalimentario. Durante la guerra se sumó a De Gaulle, participó en las campañas de Italia, Francia y Alemania y fue condecorado por su valor. Después de la victoria estuvo entre los primeros en proponer, en vez de sanciones, una política de cooperación con el enemigo vencido.
Fundó y dirigió diferentes entidades europeístas. Colaborador habitual de la revista Commentaire, en su último número, en el verano del 2007, publicó un artículo titulado “La nueva Hansa o la segunda trágica ilusión”, donde explicaba que la Unión Europea puede acabar como la liga hanseática si no supera la cooperación estrictamente económica y logra acordar una política exterior, de seguridad y de Defensa común.
Esta vida por lo menos en apariencia tan digna, tan asendereada y tan larga --murió a los 91 años-- es más grande que la literatura, incluso aunque sea la de Kadaré. Pero ésta la ilumina con una luz especial, cercana. En cualquier caso vale la pena de leer el libro sólo por el retrato del señor barón.