A un estadounidense se le menciona La Habana, y en el terreno de la literatura apenas podrá mencionar a Hemingway, barbado y bebedor, en alguno de los dos locales que más frecuentara y que cultivan su mito y su iconografía. Anglosajón al cabo, tenía la cabeza compartimentada con rigideces propias del Norte aunque se bañara en el Caribe: para mojitos, la Bodeguita del Medio; para daiquiris, el Floridita. Sin embargo, la literatura cubana es amplísima, y merece ser recordada en toda su riqueza cuando este año se cumplen los 500 de la fundación de la capital en su actual ubicación.
Es una ciudad extensa hoy, muy deteriorada en barrios que fueron las residencias de una boyante burguesía. En contraste penoso conviven las casas que agonizan con otras restauradas. La Habana Vieja se ha recuperado notablemente gracias a la Oficina del Historiador, que ha adecentado calles y plazas enteras del declarado Patrimonio de la Humanidad. El casco urbano se halla muy deteriorado, víctima de lustros de decadencia tras la Revolución y el bloqueo yanqui, pero en medio de esa ruina de edificios que se caen o de los que apenas queda la fachada está una urbe muy española que recuerda a lugares andaluces o canarios.
Tras algunos atisbos y titubeos, la literatura cubana surge en el siglo XVIII, y aunque no faltan autores en la centuria siguiente, con Julián del Casal y José Martí a la cabeza, el gran siglo de la literatura en La Habana es el XX, hasta el punto de que es notabilísima la lista de escritores de valía. Martí es el poeta nacional, padre de la patria y venerado por doquier, desde el mismo nombre del aeropuerto en el que aterriza el viajero.
Luis Alberto de Cuenca habla de Martí en un poema en el que recuerda que estudió junto a su bisabuelo en la Universidad Central cuando el habanero llegó a Madrid en 1871. Y que el condiscípulo de Martí compuso un soneto en que recordaba el doble amor de este por Cuba y por España. Y añade: “Los antiguos estoicos predicaron / la doctrina del cosmopolitismo, / y amar a España y Cuba al mismo tiempo / era una forma entonces, / a finales del siglo XIX, / de ser cosmopolita”. ¿Y qué español no ama Cuba?
La poesía posterior está marcada por Dulce María Loynaz (1902-1997), Premio Cervantes y autora además de la bella novela Jardín; Nicolás Guillén (1902-1989), autor de Sóngoro cosongo. Poemas mulatos (1931); y una figura gigantesca, la de José Lezama Lima (1910-1976), autor de la novela neobarroca Paradiso (1966). Lezama dirigió y alentó importantes revistas: Verbo, Orígenes, Espuela de Plata y Nadie Parecía. El de Orígenes fue un grupo importante, y a su alrededor se articuló el grueso de la lírica cubana del medio siglo y fechas adyacentes. Otros nombres importantes son los de Fina García Marruz, Eliseo Diego, Virgilio Piñera o Cintio Vitier.
El novelista Alejo Carpentier.
La narrativa tiene el hito insoslayable de Alejo Carpentier (1904-1980), autor de El reino de este mundo (1949) y El siglo de las luces (1962). Otros narradores de fuste fueron Norberto Fuentes y Lino Novás Calvo, pero detrás vino el igualmente importante Guillermo Cabrera Infante (Premio Cervantes 1997), fagocitador de casi toda atención. Amén de otras obras, firmó Tres tristes tigres (1967) y La Habana para un Infante Difunto (1979), novelas en las que la ciudad es protagonista entre retruécanos y escarceos eróticos, desde el Parque Central a algún lecho con mulata o, cosa rara, alguna rubia natural, con música de boleros o el mero encantamiento de las palabras.
Zoé Valdés reside en París. Severo Sarduy también dejó el Caribe por el Sena, y junto a él escribió su obra, que está entre lo más granado de la literatura cubana del XX, el siglo de la diáspora ocasionada por la asfixia provocada por el comunismo y también por la busca de oportunidades que no se dan en la isla. Sarduy fundamenta su prestigio en libros como Cobra (1972) o Colibrí (1984). En De donde son los cantantes (1967) traza un tríptico de La Habana, barroco, que festeja el lenguaje y lo recrea con exuberancia y promiscuidad.
Su gran éxito internacional vino en 2009 con El hombre que amaba los perros, sobre Ramón Mercader, el asesino de Trotsky. Padura ha sido crítico con el régimen cubano pero, mulato como es, no es hombre solo de blancos o de negros, sino que matiza y atempera las extremosidades. Sus lectores, están casi todos fuera, como los de Wendy Guerra, que sigue entrando y saliendo de la isla cuando quiere pero de la cual es imposible hallar obras en las librerías cubanas. Guerra (1970) se afana en llevar a cabo lo casi imposible: tener estilo y glamour en La Habana y vivir con un pie dentro y otro fuera, vigilada por la policía, como no pierde ocasión de decir. Es autora de Todos se van (2006) “una de las grandes educaciones sentimentales de la literatura latinoamericana”, según el crítico Christopher Domínguez Michael.
Reinaldo Arenas fue un autor homosexual perseguido, como tantos otros, por el castrismo. Su caso fue sonado, como el del Heberto Padilla, este por motivos estrictamente políticos. De Pedro Juan Gutiérrez son Trilogía sucia de La Habana y El rey de La Habana. De Jorge Ángel Pérez, los cuentos nada complacientes con la realidad que conforman En La Habana no son tan elegantes. Antón Arrufat es uno de los autores más prolíficos en diferentes géneros. En el poema “El río de Heráclito” escribe a propósito de La Habana: “se ama una ciudad, se vive en ella / con la certeza de que nosotros nos vamos / un día cualquiera, pero esa casa, la reja / de esa puerta, el patio descubierto / en medio de la conversación, sé / que recibirán a otro y otros y lo verán”.
Casas de La Habana colonial.
Se diría que, con el talento rebosante que como un huracán salpica el país y su capital, Cuba estaría llena de librerías bien surtidas, pero no es así. Está, es cierto, el espejismo de la Feria Internacional del Libro de La Habana, pero la ciudad está bastante desabastecida de material impreso, dejando al margen algún establecimiento de libro viejo de la calle Obispo.
Como ha sucedido siempre en los regímenes en los que el Estado no deja apenas resquicios, la gestión editorial es ineficaz. Aquí se podría hablar de un mastodóntico mosquito del trópico. Tratan de salvar las dificultades los individuos. La azotea en la calle Ánimas de la poeta Reina María Rodríguez ha sido lugar de tertulias de escritores. Perdido ya el empuje inicial, los Premios Casa de las Américas, surgidos en una época en la que apenas había certámenes de este tipo, no son ni sombra de lo que fueron. En sus mejores años, y merced a ellos, La Habana ejerció una suerte de capitalidad literaria hispanoamericana, con ganadores como Jorge Ibargüengoitia, Enrique Lihn, Félix Grande, Pablo Armando Fernández, Antonio Cisneros, Antonio Skármeta, Roque Dalton... El poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar es desde 1986 el presidente de Casa de las Américas.
El poeta Lezama Lima, en una imagen tomada por el fotógrafo Marín Segovia.
Se podría dedicar un capítulo en cualquier libro sobre La Habana y la literatura a los escritores españoles que pasaron por ella. María Zambrano residió 13 años en Cuba, su “patria prenatal”, como la llamó. Allí tuvo frecuente y fértil trato con García Marruz, Diego, Piñera o Vitier, entre muchos otros. Llegada en octubre de 1936, poco después de estallar nuestra Guerra Civil, la misma noche de su llegada conoció a Lezama en la Bodeguita del Medio. Regresó a España en 1937 y al acabar la contienda volvió a La Habana, donde permaneció, con paréntesis que la llevaron a otros países, hasta 1953. En 1948 publicó en la capital La Cuba secreta.
Del cielo de La Habana escribió Cernuda: “Para conocerla hay que mirar hacia arriba, y no en cualquier momento del día, sino de preferencia al atardecer”. El poeta llegó en noviembre de 1951 invitado por José Rodríguez Feo, y fue saludado desde las páginas del Diario de la Marina por Baquero. Cabrera Infante lo recordaría “vestido a la inglesa, de pipa y tweed” en casa del director de la revista Bohemia. En carta a José Luis Cano enviada desde La Habana, el sevillano escribió: “España, México, Cuba y probablemente cualquier país de lengua española, forman una unidad, y no me siento extraño, ni pierdo mi cariño a España, por vivir en otra tierra de mi lengua.”
La Habana Vieja.
Manuel Altolaguirre y Concha Méndez vivieron en La Habana de 1939 a 1943. Luego, él volvería a vivir en la ciudad con su nueva pareja, María Luisa Gómez Mena, dedicado a la producción cinematográfica. Aquí vivirá, en esta segunda etapa, entre 1953 y 1955. Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí vivieron allí entre noviembre de 1936 y enero de 1939 con un lapso neoyorquino de poco más de tres meses: “La Habana está en mi imajinación y mi anhelo andaluces, desde niño. Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla”, escribió el futuro Nobel. La pareja se alojó casi todo el tiempo en el Hotel Vedado (hoy Victoria).
Fruto de aquella estancia fue el Festival de la Poesía Cubana, que dio lugar a una antología realizada por él mismo. JRJ llegó invitado por Fernando Ortiz, director de la Institución Hispanocubana de Cultura, quien ya invitara a García Lorca en 1930. El granadino arribó tras su estancia norteamericana que plasmaría en Poeta en Nueva York. Permaneció poco más de tres meses y dio cinco conferencias en el tiempo que le dejó libre la noche habanera, famosa por sus tentaciones. “Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”, escribió en carta a sus padres.
Tenía razón Arrufat. Las personas pasan. Queda La Habana.