Juan Manuel Bonet (París, 1953) es un sabio de proximidad, un divulgador entusiasta, un poeta con teorema propio. Exactamente, un ejemplar atípico de ilustrado que se ha dejado exaltar por la vida y apenas disimula el entusiasmo. Va con atuendo de gestor (IVAM, Museo Reina Sofía, Instituto Cervantes), pero a menudo es como si quisiera arrancarse la chaqueta y tomar un camino por donde nadie va. No está claro si es muy moderno o muy antiguo. Quizá es a ratos lo uno y lo otro, combinados en una suerte de desafío que lo han dejado como uno de los principales observadores de las vanguardias históricas y del arte de nuestro tiempo. Desde esa latitud intelectual tan propia va repasando los asuntos inmediatos, el ruido de la calle, el pulso de las cosas. Por ahí arrancamos.

–Su reciente salida del Instituto Cervantes…

–Sobre ese asunto creo que debería preguntarle mejor a la persona que tomó la decisión. 

–…es sorprendente al menos. Sólo llevaba año y medio, muchos proyectos abiertos. 

–Quien puede contestar a esa cuestión es la persona que decidió mi salida. Yo no la tenía prevista, evidentemente. Se han quedado muchas cosas en el tintero, pero toca reinventarse. Entiendo su interés pero, para mí, ya es pasado. Tengo la cabeza en otras cosas. 

–¿Le debería preguntar a la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo? 

[Silencio]

Juan Manuel Bonet /JMSÁNCHEZPHOTO

–Digamos que llama la atención que, con el gobierno de Pedro Sánchez, sea el suyo el único revelo entre las grandes instituciones culturales. 

–Pues, sí. Le deseo lo mejor a mi sucesor, que tiene año y medio como máximo más o menos claro. Después de ese plazo, a saber qué ocurre.

–No acudió usted a la toma de posesión de su sucesor, el poeta Luis García Montero. 

–No pude ir.    

–Le formularé la cuestión de otra forma. ¿Cree usted que las instituciones culturales están excesivamente politizadas en España?

–La política está muy presente en la gestión cultural, sí, pero le quiero contestar en positivo. Cuando he gestionado una institución –el Museo Reina Sofía o el Instituto Cervantes, por ejemplo–, lo he hecho pensando en términos amplios, de consenso. He procurado que estos centros cumplieran con su papel de ser puntos de encuentro entre diferentes ideologías o distintas artes. Por ejemplo, de todas las exposiciones con las que he tenido que ver, de la que estoy más orgulloso es la que dedicamos a Erik Satie en el IVAM porque rompía con la idea de que un museo sólo podía exponer cuadros. Ya en el Reina Sofía reivindiqué toda una época de la cultura española, con izquierdas y derechas revueltas. Fíjese que estuvieron a punto de coincidir las exposiciones de Alfonso Ponce de León, falangista asesinado en Madrid durante la Guerra Civil, y la de Francisco Pérez Mateo, que murió como miliciano defendiendo la República. No se me puede acusar de gestionar bajo un signo político. En España tenemos que acostumbrarnos a que la cultura tiene su ritmo.   

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–¿Qué balance hace, pues, de su paso por el Instituto Cervantes? 

–Tengo muy buenos recuerdos del Instituto Cervantes. Primero, en el centro de París, donde estuve casi cinco años. Allí nací y es la capital del país de mi madre, por lo que jugué en un terreno que conocía mucho, con una agenda que traía muy preparada a la que se sumaron después más nombres, más actividades… El trabajo en Madrid también fue apasionante mientras duró, claro, pero ya es pasado.

–De su trayectoria sorprende que con quince años firmara ya críticas de arte en las páginas de El Correo de Andalucía. ¿Precocidad, atrevimiento, inconsciencia?   

–Ni lo uno ni lo otro, más bien tradición familiar. Mi padre [el catedrático Antonio Bonet Correa] dirigía esas páginas por encargo del cura Javierre y decidió contar con Quico Rivas y conmigo, que éramos unos chavales. Para que no dijeran que si el apellido o tal, yo firmaba como Juan de Hix, que es la localidad de procedencia de mi abuela materna. Éramos muy atrevidos, muy l’enfant terrible… Hacíamos crítica, pero también pintábamos y llegamos a exponer con Juana de Aizpuru. En esos años aprendimos mucho porque Fernando Zóbel venía por aquí a menudo al estudio que compartía con Carmen Laffón y Pepe Soto. Conocí a Bergamín y a Ridruejo, y también a Gerardo Delgado, a quien le dejábamos perdido el suelo del estudio. De aquella aventura de Equipo Múltiple, Quico sí perseveró por la creación; yo lo dejé en cuanto me marché a Madrid. Sólo pinté de los quince a los dieciocho años.    

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–Ha mencionado a su padre, Antonio Bonet Correa, y a Fernando Zóbel. Siempre ha reconocido en ambos a sus maestros. 

–De ellos siempre he aprendido. Empecé a la sombra de mi padre, quien me encargó unas voces para un diccionario que estaba preparando para Francia y, después, la crítica de arte en El Correo de Andalucía, que fueron cincuenta y tantos números. Fue una escuela estupenda. Y Zóbel traía de todo cuando llegaba a Sevilla; te enseñaba igual un grabado de Rembrandt que un dibujo de Larry Rivers. Fue muy generoso.  

–Como gestor cultural debutó con las galerías Buades en Madrid y M-11 en Sevilla.

–Ya estaba en Madrid cuando echamos a andar en Sevilla, en la casa natal de Velázquez, la sala M-11. Fue una pena que la familia Guardiola, que pagaba el experimento, no quisiera perseverar porque iba por muy buen camino. Fuimos a Cuenca y trajimos una exposición de Saura, de Millares conseguimos otra, hicimos la primera retrospectiva de Luis Gordillo, de Quejido… Era un foco precursor, pero duró poco, demasiado poco. En Buades estuve una temporada y dejé programada otra más. Allí llegué de la mano del secretario de Zóbel, Rafael Pérez-Madero. Dimos cabida a ese grupo de Los Esquizos de Madrid, brillantísimo por cierto, con Carlos Alcolea, Luis Pérez-Mínguez, Guillermo Pérez Villalta… También a algunos conceptuales como Nacho Criado y, luego, sumamos a Adolfo Schlosser y a Eva Lootz. Los últimos fueron Juan Navarro Baldeweg, gran figura, y Miquel Navarro. Como verá, si de algo se me puede acusar es de eclecticismo, pero sólo intento buscar lo mejor de cada casa. 

–Hay quien sitúa en un ajetreo de galerías de arte la semilla de la Movida

–Discrepo, aunque no la viví directamente, sólo de forma tangencial. En mi opinión, la Movida no produjo grandes cosas; lo más interesante ya venía de antes.

–Sin embargo, usted es un defensor de la cultura surgida en la Transición. 

–Porque la Transición fue un éxito también en materia artística. UCD y el PSOE coincidieron en una serie de objetivos. Por ejemplo, Javier Tusell impulsó exposiciones con todo lo que había estado prohibido y Carmen Giménez, con Javier Solana como ministro, ideó el Museo Reina Sofía y trajo aquí a artistas internacionales y sacó a los nacionales fuera de nuestras fronteras, algo que no sucedía desde el franquismo con los Tàpies, los Millares y los Saura. Pero también en el campo de la política, aunque no lo viviera así porque entonces militaba en la extrema izquierda. La idea de ‘reconciliación nacional’ del PCE y de Santiago Carrillo, suscrita después por Adolfo Suárez, Felipe González y otros, es sencillamente fantástica. La Transición, tan denostada hoy, es lo que necesitaba España. Cuando ahora se dice que hay que destruir el régimen del 78, me parece una falta de respeto a la Historia. En mi opinión, no estuvo nada mal hecha.      

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–Ha mencionado un episodio artístico de enorme interés: el apoyo de las autoridades franquistas a pintores abstractos como propaganda del régimen. ¿Podría explicarlo?

–Los artistas abstractos, a medida que se radicalizan a partir de los años sesenta, dejan de trabajar con el franquismo pero, en la década anterior, la promoción de Tàpies, Saura y Oteiza en las bienales de Sao Paulo o Venecia es notable. Allí ganan premios bajo bandera española llevados por un comisario inteligentísimo, Luis González Robles, quien negociaba allí el apoyo de los países del Este a cambio de su voto a los rusos. Saura contaba, entre risas, que sus cuadros viajaban en cajas en las que se leía: “Propaganda española”. Claro que el exilio fue un drama enorme, pero se pudo reconstruir después una cultura moderna, incluso en espacios oficiales. Julián Marías, quizás quien más ha reflexionado sobre el asunto, defendió siempre que el franquismo no fue un erial. La generación de los cuarenta y los cincuenta fue muy difícil, es cierto, pero, de pronto, surgen iniciativas importantes. Revista de Occidente vuelve a existir; Ínsula, de José Luis Cano, un vencido; Papeles de Son Armadans, de Cela, un vencedor que empieza a llamar a exiliados: Max Aub, Cernuda… No se puede decir que no hubo nada.    

–Su Diccionario de las vanguardias se ha convertido, sin duda, en una obra de referencia. ¿De dónde nace su interés por el tema?

–Todo surgió por aquellos años; también junto a Quico Rivas. Ambos teníamos mucho interés por las vanguardias y empezamos a estudiarlas. Yo tenía en la casa de campo de mi familia en Galicia una colección de Blanco y Negro de los años veinte y treinta, de la que arranqué todas las páginas de arte, maravillosas, por cierto, firmadas por Manuel Abril. Curiosamente, él tenía otra colección de Blanco y Negro en la casa de su familia en Grazalema, así que allí estuvimos también. El Diccionario de las vanguardias, ya en 1995, fue el final del proceso. Nuestra generación fue la primera que reivindicó la modernidad española con nombres y apellidos, con su atomización por revistas y ciudades sin tener que pasar necesariamente por el mito de París.   

–Entre todas ellas, usted siempre se ha inclinado por el ultraísmo. ¿Por qué?

–El ultraísmo, para mí, fue el puente del arte a la literatura. Hasta ese momento, sólo había escrito sobre arte y, de repente, me propuso Jesús Munárriz prologar una reedición de El movimiento V.P. de Rafael Cansinos-Assens, al que he estudiado en sus archivos. También hay una historia familiar. Mi tío abuelo Evaristo Correa Calderón, el de los manuales Correa Lázaro, había sido ultraísta y está en las obras completas de Borges, concretamente en un poema colectivo con unos versos en gallego. Fue el primer exvanguardista que conocí. Por lo demás, el ultraísmo fue el primer movimiento que hizo bandera de la modernidad internacional en el interior. Acaso era algo paleto, con creaciones balbuceantes, pero de ahí salió Gerardo Diego, Juan Larrea, Ruano, Garfias, Buñuel… En la plástica están Vázquez Díaz, Cossío, el primer Dalí. Le tengo un enorme cariño y casi una constante en mi vida: son casi cincuenta años dedicado a él. El sentimiento de ciudad de los ultraístas me atrae mucho, como Lasso de la Vega, que es un personaje absoluto de novela. Tan disconforme estaba con su papel en el movimiento que decidió reinventar su obra para ganar un lugar mejor.   

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–Imagino que le dolerá el olvido existente en torno al archivo de Rafael Cansinos-Assens, dado que preside la fundación.     

–La fundación estuvo a punto de arraigar en Sevilla, pero no cuajó. Había un consenso político, aunque, luego, no perduró. Aún presido la fundación a título nominal porque hace tiempo que no nos reunimos. Recuerdo las horas maravillosas que pasé en el archivo cuando aún vivía la viuda. Había cartas de Huidobro, de Ruano, de Larrea… Es un material que está sin desbrozar, incluida toda la parte judía.    

–Andrés Trapiello en su último libro, El Rastro, habla de su hallazgo allí de papeles procedentes del archivo de Ramón y Cajal.

–Es una anécdota trágica. Se lo conté a Juan Luis Arsuaga en el Congreso de la Lengua de Puerto Rico y pilló un cabreo tremendo. De regreso, él paró allí y compró algunas cosas buenísimas para el Museo de la Evolución Humana de Atapuerca. Es muy triste que los papeles de un premio Nobel acaben en el suelo. 

–Poeta, divulgador, comisario, crítico de arte, gestor cultural. ¿Cómo se identifica más? 

Mi fuego central, probablemente, es la poesía. Luego, los poetas, en general, han sido buenos críticos de arte. A los que tenemos esa doble militancia no nos toman en serio en ningún bando. Yo me siento cómodo en ambos: cuando me aburro de los pintores, me voy con los poetas, y viceversa.