La noticia de la muerte de Claudio López de Lamadrid sonó ayer viernes como un pistoletazo para todos los que le queríamos. El lunes día 7 le habíamos felicitado por su cincuenta y nueve cumpleaños y ya empezábamos a imaginar cómo sería la celebración de sus sesenta, pero se nos ha ido antes de tiempo, como siempre. Digo como siempre porque una de las características más definitorias de la personalidad de Claudio, reconocible incluso para quienes le conocían poco, era la huida. Cuando llegaba a un sitio ya tenía ganas de irse. Era tremendamente claustrofóbico y en las cenas solía sentarse cerca de la puerta, para poder escaparse cuanto antes. Por eso ahora su repentina desaparición nos ha dejado, junto al dolor, una extraña sensación de familiaridad. “¿Y Claudio?” “Se ha ido”, se oía siempre en los cócteles. Pero ahora es verdad.
Como editor, Claudio López supo aprovechar lo mejor de dos épocas. Por una parte se formó en Tusquets, uno de los sellos más influyentes de la transición, con su tío Antonio López Lamadrid y con Beatriz de Moura. En la década de 1980 trabajó allí con Ignacio Echevarría –su mejor amigo– y con Miriam Tey –madre de su hijo Jacobo y amiga hasta el final–, aprendiendo los rudimentos del oficio al que dedicaría toda su vida. Al dejar Tusquets, estuvo un tiempo como autónomo, dedicado a la crítica literaria, la traducción y a levantar, junto con Ignacio, el proyecto de obras completas de Galaxia-Gutenberg y Círculo de Lectores, hasta que en los años noventa fue contratado en Grijalbo Mondadori como editor de ficción.
Cuando Grijalbo se fusionó con Random House, Claudio fue nombrado director de la división literaria que incluía los sellos Mondadori, Lumen y Debate. Fueron los anni mirabilis de principios del milenio, bajo los auspicios de Riccardo Cavallero, gran amigo además de consejero delegado de la empresa. Allí Claudio dirigió a un equipo de editores entre los que estábamos Mónica Carmona –su mejor amiga, en sus propias palabras–, Silvia Querini, Cristóbal Pera, Miguel Aguilar y yo mismo. Pero más que ejecutivo, Claudio quiso ser y fue siempre un editor y como tal creó un catálogo combativo y arriesgado, con autores entonces poco conocidos como David Foster Wallace, Orhan Pamuk, J. M. Coetzee, Cormac McCarthy y tantos otros que poco a poco se fueron imponiendo.
Claudio López de Lamadrid, en las cenas, solía sentarse cerca de la puerta, para poder escaparse cuanto antes.
En el ámbito hispánico dedicó especial atención a la literatura latinoamericana, siendo el coordinador de América para el grupo. Uno de los tópicos que más le irritaban era la supuesta falta de libertad que los editores tenían en los grandes grupos. Todos los que trabajamos con él podemos dar fe de que, bajo su amparo al menos, en la empresa nunca se atentó contra la libertad de criterio ni de elección. Gracias a él, fuimos siempre editores independientes. Aquellos años de abundancia, felicidad y fruición están ya para siempre asociados a su calor, a su risa volcánica, a su voz grave y rota.
Además de gusto y criterio, Claudio tenía un conocimiento muy particularizado de los aspectos artesanales del oficio. Era, por ejemplo, un excelente y puntilloso lector de pruebas y entendía mucho de grafismo, hasta el punto de admitir que su principal maestro había sido el diseñador alemán Norbert Denkel, que le había enseñado, decía siempre, a “acabar un libro”. A ese dominio del oficio en papel, Claudio le añadió una curiosidad muy fértil por las nuevas tecnologías y la edición digital, cuyos avances celebraba con entusiasmo y donde veía infinitas posibilidades tanto para el negocio como para la creación.
Como jefe, Claudio siempre estimuló lo mejor de cada uno de nosotros, animándonos a explorar aquello en lo que creíamos. A veces podía ser arbitrario y eran conocidos sus golpes de genio y sus quisquillosas discusiones obsesivas, pero al final siempre acababa cediendo, riéndose, levantándose de su mesa y marchándose no se sabía nunca a dónde, mientras todos le mirábamos perplejos.
Es fácil hablar de Claudio como editor, pero me resulta mucho más difícil hablar de él como amigo. Querer a alguien no es algo público. O sólo lo es en una dimensión muy superficial. No se ha escrito nada mejor sobre la causa de la amistad que la célebre frase que Montaigne le dedicó a La Boétie: “porque era él, porque era yo”. Aunque en el caso de Claudio quizá deberíamos decir –pienso sobre todo en Mónica, en Miguel, en Silvia y en mí mismo– “porque era él y él nos hizo nosotros”.
Claudio fue un ser humano irrepetible hasta el último detalle. A veces me gustaba compararle con Próspero, el personaje de Shakespeare en La tempestad –el duque exiliado en la isla, el señor de los libros, el mago que vela por todos y hace que siempre ocurran cosas a su alrededor– y la asociación le encantaba.
Y donde mejor se le veía en ese papel era en La Portilla, su magnífica casa de Comillas, donde en el cristal de la puerta de entrada te recibían sus iniciales entrelazadas. Creo que era el único lugar del mundo del que no tenía prisa por marcharse. Allí, con la casa llena de los suyos, es donde me gustará recordarle para siempre, citando ese verso de W. H. Auden –su poeta favorito– que le venía a los labios cada vez que empezaba el veraneo: “Perfectly happy now, he looked at his estate”. Y de Auden –de su largo poema The Sea and the Mirror, precisamente un comentario a La tempestad de Shakespeare– son también los versos que se me ocurren ahora para despedirle, pensando en su madre, Carmen, en sus dos hijos –Jacobo y Jimena– y en Ángeles González-Sinde:
All the rest is silence
on the other side of the wall;
and the silence ripeness
and the ripeness all.
(Todo lo demás es silencio/ al otro lado del muro;/ y el silencio madurez/ y la madurez todo).