Me han preguntado qué pienso, "desde un punto de vista político y cultural", sobre la tumba de Franco. O sea, si el cadáver debe ser exhumado y vuelto a enterrar en la catedral de la Almudena, o si por el contrario debe seguir infamando el Valle de los Caídos.
Para no responder lo primero que se me ocurra, para ganar tiempo, he dicho que con el pasado se atreve cualquiera. El pasado se redefine y se reescribe a voluntad. La memoria de cada uno hace este tipo de operaciones continuamente, y gracias a ellas es relativamente fácil hilar un relato de los hechos y hallar indulgencia para uno mismo ante el tribunal de su propio juicio. Lo mismo vale para el pasado colectivo, en que a menudo se opera según ese refrán que dice: "A moro muerto, gran lanzada". Así, arrojar un bote de pintura contra la efigie de un espadón detestado, muerto hace medio siglo, no requiere mucho coraje, está casi al alcance de cualquiera. Cosa muy diferente, mucho más complicada y temerosa, es afrontar el presente. Y no digamos ya encarar el porvenir, con todas sus incertidumbres.
Dicho esto, para no responder todavía al tema de la tumba de Franco "desde el punto de vista político y cultural", he improvisado un excurso sobre el tema, simbólicamente tan relevante, de los restos mortales de los seres queridos y de los detestados. Aquí hay que extremar la delicadeza, la sutileza, el cuidado, porque representan la última frontera del sentido del decoro, del sentido de la dignidad ritual sin la cual la vida del hombre no es más que un triste asunto de carnicería. Cuando alguien cruza esa línea desaprensivamente despierta la ira de los afectados. Como ejemplos he recordado el caso de los cadáveres chapuceramente repatriados de 62 soldados españoles fallecidos en el accidente aéreo del YAK-42 en Turquía, en el año 2004, que arroja una descalificación inapelable sobre el responsable. Y he recordado al alcalde de La Garriga que se propuso remover el cementerio de la Doma trasladando las tumbas para embellecer la iglesia románica y su entorno, en una operación estética-inmobiliaria que levantó la justa repulsa de los vecinos y le costó el cargo.
Y ya, sin más digresiones ni excursos, he dicho que es reprobable remover los restos humanos para sacar rédito político. No hay duda de que las fosas comunes de la Guerra Civil deben ser localizadas para darle a los que en ellas todavía siguen enterrados después de tantos años una sepultura digna, empleando en ello todos los presupuestos que ahora se dilapidan en campañas lamentables y exposiciones llorosas, a menudo concebidas con una utilidad partidista. Sobre esta cuestión simbólica, ritual, no debería haber discusión, como tampoco debería haberla para sacar de una vez los restos mortales del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos. Es cuestión de una justicia simbólica, como digo, pero elemental. En vida, Franco tuvo el descaro de poner su nombre a las avenidas más importantes de las ciudades, pero una vez muerto no tiene fuerza coercitiva ni razón para ocupar en el Valle un lugar tan principal. Su sitio está en una tumba modesta en un cementerio cualquiera, por ejemplo el de El Ferrol. Sin que a nadie deba preocuparle la posibilidad de que se convierta en centro de peregrinación reaccionaria. Las peregrinaciones no son motivo de alarma.
Hubiera estado bien resolver este expediente con displicente celeridad y sin dar tiempo a debates --salvo que se quisiera precisamente usar el tema y atizar el conflicto como elemento para la propaganda--; para dedicarse a renglón seguido y sin perder más tiempo ni energía en tal cuestión a encarar los retos que nos plantea el inmediato, polimorfo e inasible porvenir, como decía.
A propósito de esto y ya de salida he comentado también que estos días que he pasado muy gratamente en Barcelona me llamaban la atención las cartelas que anuncian las exposiciones de los tres últimos centros culturales inaugurados en los últimos años, los últimos en incorporarse a la oferta cultural ciudadana: el Born, el Hub, el Castillo de Montjuïc. Son muy significativas. El Born expone Una infancia bajo las bombas, sobre la Barcelona de 1938. El museo del diseño, bajo el título de El boom de la publicitat, expone "reclamos de hojalata, cartón y azulejos, de 1890 a 1950". Y Montjuïc le da vueltas a las protestas de 1968 en Lubliana, Varsovia y Barcelona, en la exposición Cercant la llibertat. Cuánto polvo, qué viejo y rutinario es todo. Claro que es mucho más fácil dar lanzadas a moros muertos que pensar el presente y atreverse a indagar el futuro. De museo a mausoleo sólo van tres letras.